Vac¨ªo de civilizaci¨®n
Hace ya tiempo del inicio de las obras, tanto tiempo que uno no puede decir exactamente cuando comenz¨® la construcci¨®n del edificio p¨²blico. Los cimientos ocupaban una manzana entera de la calle, un gigantesco solar, y de los hierros que plantaron all¨ª, sobre un lecho duro de cemento, crec¨ªan las columnas babil¨®nicas, y luego los arcos, y m¨¢s tarde las b¨®vedas y los doseles, y despu¨¦s los obreros comenzaban otro piso, mientras los artistas ornamentaban todo lo construido con relieves y esculturas aleg¨®ricas. Todos los que viv¨ªamos cerca del edificio p¨²blico soport¨¢bamos pacientemente, incluso gustosos, aquel estruendo.
Sab¨ªamos que despu¨¦s tendr¨ªamos la edificaci¨®n para nosotros, para admirarla, sentarnos en sus escaleras, citarnos en sus aleda?os, y, por supuesto, solucionar nuestros problemas de ciudadanos en su interior. Y, adem¨¢s, nos hab¨ªan dicho que nuestro edificio p¨²blico iba a ser la envidia de otras ciudades.
Al primer piso sigui¨® un segundo, y un tercero, y as¨ª continuaron las obras, durante decenios, y al cabo del tiempo perdimos de vista a los obreros, aunque sab¨ªamos que continuaban trabajando, porque a veces alguna herramienta, que ca¨ªa del cielo, mataba a uno de nosotros.
Esto hizo obligatoria alg¨²n tipo de queja por nuestra parte, pero nos dijeron que aquellas cosas eran imponderables. Si quer¨ªamos de verdad un gran edificio p¨²blico deb¨ªamos aceptar que de vez en cuando, una llave inglesa, por ejemplo, se le incrustase en la cabeza a un desprevenido viandante. No serv¨ªa de nada intentar evitar el edificio, porque los martillos ca¨ªan en un gran per¨ªmetro a la redonda. A fin de cuentas, en la construcci¨®n de la Gran Muralla china, e incluso en la de las pir¨¢mides, muri¨® mucha m¨¢s gente, y sin embargo aquellas dos obras quedaron como maravillosas pruebas de civilizaci¨®n, argumentaron los defensores del edificio.
De modo que, si quer¨ªamos dar muestras de civilizaci¨®n, ten¨ªamos que resignarnos a que la construcci¨®n de ese s¨ªmbolo nos llevase por delante algunas vidas. Esto era un poco irritante, porque muy frecuentemente era necesario limpiar la calle que hab¨ªa ensuciado alguna v¨ªctima. Se organizaron manifestaciones que ped¨ªan un servicio de limpieza ciudadano m¨¢s eficiente, que retirase los cad¨¢veres lo antes posible.
La muerte de un hombre era una menudencia comparada con la persistencia de la piedra. ?Qui¨¦n sabe con seguridad cu¨¢nta gente muri¨® durante la construcci¨®n del Taj Majal? ?Acaso no permanece ah¨ª, en el mismo lugar, inmutable al paso del tiempo? ?Acaso no justifica su majestuosa l¨ªnea en el horizonte las muertes que acarre¨®? ?Qui¨¦n puede asegurar que el polvo de su m¨¢rmol blanco no es en realidad la molienda de muchos huesos pulverizados? Algunos opinaban, no obstante, que los cimientos de un edificio as¨ª nunca dejar¨ªan de estar manchados de sangre. Otros les respond¨ªan que con el servicio de limpieza eso se arreglaba en un periquete. Adem¨¢s, ?acaso las catacumbas no estaban hechas de calaveras?
Como en Versalles. Como en el Coliseo. Como en Machu-pichu. La gente mor¨ªa, pero a cambio tenemos esos sitios en postal. Caminamos como perfectos turistas por los tesoros arquitect¨®nicos, con nuestros pantalones cortos, nuestras camisas de flores y nuestra c¨¢mara al hombro, sin pensar en todos aquellos que dejaron la vida en las obras, y que tambi¨¦n fueron ignorados por los arquitectos. Una vez m¨¢s, qu¨¦ maldita belleza.
En busca de esa maldita belleza nuestros obreros segu¨ªan trabajando, llenando cada rinc¨®n con estilizados s¨ªmbolos y m¨¢s esculturas. Eso s¨ª, se decidi¨® colocar en una de las fachadas una peque?a placa dorada con los nombres de los fallecidos. No era cuesti¨®n de dejar un vac¨ªo de civilizaci¨®n.
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