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Tribuna
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Las heladas aguas del terror

Ariel Dorfman

Lo que recuerdo m¨¢s que nada ahora, a los treintaitantos a?os de distancia, es aquel insufrible mocoso norteamericano jugando al lado de la piscina de aguas termales de Jahuel. El ni?o -bordear¨ªa los tres a?os de edad- estaba haciendo todo lo imposible para arruinar la calma y el encanto de nuestro perezoso, caliente atardecer chileno. Parec¨ªa imposible que su madre, una gringa rubia, pudiera dormir con semejante ruido, pero ah¨ª estaba, echada boca abajo con su biquini en una silla reclinable y sin hacer el menor adem¨¢n de refrenar los bramidos de su sat¨¢nico cr¨ªo. Mi novia Ang¨¦lica -todav¨ªa no nos hab¨ªamos casado, as¨ª que esto debe haber ocurrido antes de 1966- manten¨ªa los ojos resueltamente cerrados, una t¨¢ctica in¨²til, por cierto, para disminuir la batahola mal¨¦fica. En cuanto a m¨ª, intent¨¦ -tambi¨¦n en forma ineficaz- concentrarme en el crep¨²sculo vespertino, ese sol que iba resbalando incandescente y rojo por las laderas cercanas de los Andes. Mi futura mujer hab¨ªa sido criada a unos poco kil¨®metros de ese balneario de monta?a, en el pueblito de Santa Mar¨ªa, y yo me hab¨ªa prometido durante esta visita una callada comuni¨®n con las rocas y precipicios y matorrales del valle del Aconcagua que hab¨ªan protegido la infancia y adolescencia de Ang¨¦lica. Deber¨ªa haber estado yo de buen humor: acababa de pasarme una buena media hora nadando en las aguas aterradoramente fr¨ªas de la alberca y, aunque parezca ins¨®lito, hab¨ªa visto en mi dilatado aguante de esa temperatura g¨¦lida una muestra de que me estaba transformando por fin en un verdadero chileno. Cuando hab¨ªa arribado a Chile en 1954, proveniente de los Estados Unidos, un chico de 12 a?os que no hablaba ni una palabra de castellano y cuyo ¨²nico deseo era retornar lo antes posible al para¨ªso de Nueva York, hab¨ªa sentido como una afrenta personal la brutal frigidez del oc¨¦ano Pac¨ªfico y de los r¨ªos y lagos del sur de Chile. ?C¨®mo podr¨ªa yo integrarme a un pa¨ªs, ser parte de un paisaje, si al meter el dedo de un pie en sus aguas me pon¨ªa a temblar de fr¨ªo? Y, sin embargo, en forma gradual me hab¨ªa ido enamorando de esa tierra y de esa lengua, y hasta de la corriente de Humboldt que ba?aba esas costas, blandiendo como prueba inapelable de mi chilenidad aquella man¨ªa de sumergirme durante largos periodos en las aguas congeladas de mi patria adoptiva.

He ah¨ª la raz¨®n genuina de que el peque?o energ¨²meno norteamericano me crispara los nervios. De haber tenido la tez m¨¢s morena y los alaridos castizos, probablemente le hubiera perdonado su impertinencia majadera; ?qui¨¦n era yo, despu¨¦s de todo, para negarle el derecho a ser exasperante y rompeculos a un chico en su propia tierra natal? Lo que en cambio ese muchachito me recordaba inc¨®modamente era la identidad a la que yo hab¨ªa aspirado, la lealtad a los Estados Unidos y a John Wayne s¨®lo recientemente abandonada, mis exultantes a?os de inocencia en Manhattan, la personalidad gringa que estaba tratando tan esforzadamente de repudiar. De manera que simul¨¦ no comprender una palabra que me dirig¨ªa el ni?o, trat¨¦ de convertirme en un hablante monoling¨¹e del castellano, un chileno t¨ªpico cuyo territorio hab¨ªa sido invadido por este engendro extranjero. S¨ª, como todo en los fan¨¢ticos a?os sesenta, tambi¨¦n algo tan tangencial como un molesto ni?o norteamericano quedaba contaminado por los juicios pol¨ªticos. Este renacuajo yanqui y su madre negligente se estaban apropiando de esta serena alberca chilena, este pedazo esplendoroso de la naturaleza chilena, como si fueran sus indiscutibles due?os. No era absurdo para m¨ª, en esa ¨¦poca, verlos como la prolongaci¨®n de las m¨²ltiples maneras en que los Estados Unidos hab¨ªan dominado el patio trasero de Am¨¦rica Latina: la rapacidad con que los gringos se hab¨ªan apoderado de las minas y los campos y los bancos y los nav¨ªos, con sus marines en Veracruz, sus invasiones de Nicaragua y Cuba y Guatemala, sus proc¨®nsules en Santiago y Buenos Aires y Bogot¨¢, su entrenamiento de torturadores, sus golpes en Brasil y Bolivia y Honduras, su proclamaci¨®n de que lo ¨²nico que entend¨ªamos los latinoamericanos era una buena patada en el traste. Y, sobre todo, para mi generaci¨®n, el horror de Vietnam.

El hecho de que ni la madre adormecida ni el ni?o vocinglero en el balneario de Jahuel tuviesen la menor idea de que encarnaban esa historia imperial, los volv¨ªa a mis ojos todav¨ªa m¨¢s culpables. Lo que m¨¢s me irritaba de los norteamericanos -a m¨ª, que hab¨ªa sido uno de ellos, que hab¨ªa exhibido, igual que ellos, una parecida insensibilidad y falta de conciencia- era su ciega inocencia, su incapacidad para discernir c¨®mo sus cuerpos usurpadores y sus gargantas estridentes y su ingenua incomprensi¨®n fastidiaban al mundo. Su supuesta irreflexi¨®n e ignorancia ante los desmanes que se llevaban a cabo en su nombre en cada rinc¨®n del planeta parec¨ªa, a mis ojos, m¨¢s escandalosa que las intervenciones mismas.

?Explica esto lo que ocurri¨® enseguida?

El ni?o se fue acercando a la orilla de la piscina y, de repente, cay¨® en el agua.

Que Dios me perdone -o, si no existe Dios, que mi nieta norteamericana, que tiene dos a?os y medio, me perdone cuando alcance la edad como para leer estas palabras-, pero vacil¨¦. Esto es lo que recuerdo ahora: durante un par de segundos me sumerg¨ª en lo que s¨®lo puedo describir como una pasividad asesina. El ni?o no realiz¨® esfuerzo alguno para salvarse, no movi¨® en forma desesperada sus brazos. Nada m¨¢s fue hundi¨¦ndose en el agua cristalina y fr¨ªa. Silenciosamente. Lentamente hundi¨¦ndose su cuerpo y yo, con igual lentitud, mirando ese deslizamiento. Lo que me retorna ahora, tantos a?os m¨¢s tarde, es la indiferencia que me produjo el espect¨¢culo de ese naufragio -que no era asunto m¨ªo lo que le pasara al ni?o, que en alg¨²n sentido perverso el mocoso se las hab¨ªa buscado, que la madre tambi¨¦n-. Hubiera sido tan sencillo dejar que esos dos segundos se extendieran hasta tres y luego cuatro y luego m¨¢s; nada hubiera sido m¨¢s f¨¢cil que aquella frigidez se devorara el mundo.

No puedo estar seguro de que era eso lo que yo de veras sent¨ª ese d¨ªa, porque es factible que est¨¦ proyectando sobre ese acontecimiento una serie de incidentes que ocurrieron m¨¢s tarde. La CIA a¨²n no hab¨ªa armado el golpe contra el Gobierno democr¨¢tico de Chile; Washington todav¨ªa no hab¨ªa armado a los contras en Nicaragua ni entrenado a los escuadrones de la muerte en El Salvador; y no hab¨ªan ca¨ªdo las bombas contra el complejo farmac¨¦utico en Sud¨¢n, ni los misiles contra los ni?os en Irak, ni la justificaci¨®n del apartheid en Sur¨¢frica, ni..., suma y sigue. En todo caso, mi par¨¢lisis tiene que haber nacido de un profundo torbellino de agravios y resentimientos -tal vez sea hora de que ellos padezcan como nosotros, tal vez ellos no deban siempre presumir de que cuando sus ni?os se caigan al agua nosotros vamos a estar dispuestos a ir al rescate-. Esa fiereza que me habitaba surg¨ªa, me digo, tal vez me dije entonces, desde la inmensa miseria y agon¨ªa de tantos millones de seres desafortunados estanc¨¢ndose en el resto del planeta. El hecho de que yo mismo no hubiese sufrido tales ultrajes en forma personal intensificaba misteriosamente mi c¨®lera; era m¨¢s c¨®modo y accesible culpar a los norteamericanos de toda la desdicha del universo que buscar el modo en que pudiera yo hacer algo para realmente aliviarla.

Pasaron los dos segundos.

Me tir¨¦ al agua y saqu¨¦ al ni?o, deposit¨¢ndolo jadeante -y de nuevo chillando- al borde de la alberca. Esta vez tiene que haberse agitado alguna urgencia especial en los gritos porque su madre ahora s¨ª se despert¨®, precipit¨¢ndose hacia nosotros. Su desbordante gratitud me desconcert¨® tanto que se me olvid¨® fingir que no sab¨ªa ingl¨¦s y nos pusimos a conversar en forma animada y -qu¨¦ sorpresa- agradable. Result¨® que ella era una entusiasta del jazz. De hecho, hab¨ªamos concurrido -por cierto, que sin conocernos- al mismo concierto ofrecido por Louis Armstrong en el Teatro Astor de Santiago, patrocinado por el vilipendiado USIS (Servicio de Informaci¨®n de los Estados Unidos), al que se le acusaba de todo tipo de maniobras aviesas en contra de la soberan¨ªa cultural latinoamericana. Lo que por cierto no me hab¨ªa impedido soltar todo mi entusiasmo danzante para bailar entre las butacas del teatro, situ¨¢ndome a pocos metros del gran Satchmo y su trompeta jubilosa.

As¨ª de f¨¢cil era, todav¨ªa viene a ser, pasar de abominador de los yanquis ladrones (al pared¨®n, yanqui ladr¨®n, grit¨¢bamos en esa ¨¦poca) al de amante reverencial de la cultura norteamericana, un camino en zig-zag, un ida y vuelta de detestaci¨®n y adoraci¨®n que han recorrido millones de otros seres humanos en este planeta hace d¨¦cadas. Pero m¨¢s crucialmente, tal vez, en ese balneario en Jahuel llevaba a cabo yo uno de los ejercicios emocionales e intelectuales b¨¢sicos de mi dividida existencia: el intento de separar al pueblo norteamericano de la pol¨ªtica de su gobierno, tratando de reconciliar, de hecho, las dos zonas antag¨®nicas de mi vida y de mi pasado.

Desde ese incidente, he llegado a entender algunas otras verdades: cu¨¢n conveniente resulta emplear el antiamericanismo para evitar la cr¨ªtica a las faltas y deficiencias de nuestras propias sociedades, aunque tal conclusi¨®n tampoco deber¨ªa impedir que censuremos a los norteamericanos cuando, como ocurre demasiado a menudo, son responsables de sembrar el terror contempor¨¢neo. EE UU tiene un poder casi inconmensurable para hacer el bien o dispensar el mal y el uso que haga de ese poder tiene que ser juzgado de acuerdo a sus propios ideales de tolerancia y libertad.

Pero lo que recuerdo hoy, precisamente cuando el mundo trata de medir las consecuencias que estamos sufriendo todos a un a?o de los atentados terroristas contra Nueva York y Washington, hoy que la violencia amenaza contaminar al planeta entero, lo que me aterra hoy es la facilidad con que olvid¨¦ nuestra humanidad com¨²n esa tarde calurosa de verano hace tantos a?os en Chile, c¨®mo pude yo tan autom¨¢ticamente olvidar la humanidad que compartimos todos mientras miraba a ese ni?o descender en el torbellino transparente de esas aguas tan fr¨ªas.

Ariel Dorfman es escritor chileno, aunor, entre otros libros, de M¨¢s all¨¢ del miedo: el largo adi¨®s al general Augusto Pinochet.

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