Ingl¨¦s
Esa academia de ingl¨¦s que acaba de quebrar ahora pose¨ªa una esquina completa en una avenida de Sevilla, en Nervi¨®n, un barrio vetado a los que buscan primer piso; recuerdo haber paseado alguna vez por delante y haberme detenido frente a las vitrinas, para contemplar el color descort¨¦s del letrero y a los muchos estudiantes sentados frente a los monitores de ordenador, los televisores, los pupitres desde los que se resignaban a las lecciones de un profesor rubicundo. No s¨¦ si su ca¨ªda tendr¨¢ que ver algo con ello, pero esta academia promet¨ªa la ense?anza del ingl¨¦s casi sin esfuerzo, aprovechando no s¨¦ qu¨¦ trampas neuronales a trav¨¦s de la imagen y el sonido: con s¨®lo empaparse unos documentales y distraerse con unos jueguecitos inform¨¢ticos, el alumno acababa dominando la lengua de Shakespeare como si el Esp¨ªritu Santo le hubiera encendido una lumbre sobre la coronilla. La promesa no es nueva; raro resulta el d¨ªa en que uno vuelve las p¨¢ginas del peri¨®dico o se pega una atacada de anuncios por televisi¨®n en que no descubre un m¨¦todo revolucionario para el aprendizaje del ingl¨¦s. Con una facilidad pasmosa, el aspirante debe limitarse a abonar el coste de los correspondientes fasc¨ªculos, temas por correspondencia o tutores telef¨®nicos para empezar a desenvolverse en esa ardua lengua igual que si la hubiera empleado desde el mismo momento de nacer. Tanto inter¨¦s ha terminado por revelar que el ingl¨¦s se ha convertido en una superstici¨®n, que el hombre de a pie lo identifica con un oscuro ansia de promoci¨®n social, que encuentra en sus sonidos y los verbos irregulares la f¨®rmula m¨¢gica que debe promoverle a un puesto mejor remunerado o a protagonizar la envidia de sus vecinos.
Sin embargo, y a pesar de su importancia, la ense?anza tradicional del ingl¨¦s guarda simetr¨ªa con la pobreza de aspiraciones que nos conducen hacia ella. Quien emplea una lengua abre simult¨¢neamente todo un atlas de relaciones, ecos, aromas y recuerdos: esas mismas palabras que invoca han servido para tallar poemas, para prometer el amor y la venganza, para expresarse en sue?os, y cada una de ellas est¨¢ historiada con una larga urdimbre de cicatrices y muescas. El ingl¨¦s que me ense?aron a m¨ª en la escuela era una cosa as¨¦ptica, que suced¨ªa frente a una pizarra, higi¨¦nicamente amputada del mundo y la literatura que le hab¨ªan ayudado a crecer. No busc¨¢bamos lo que la lengua hab¨ªa ido guardando en su interior como un relicario durante siglos, no pregunt¨¢bamos por el tortuoso recorrido que hab¨ªa llevado a aquellas frases hasta nuestros libros de texto: nos limit¨¢bamos a emplearlas como tenazas y martillos, con el fin de dominar un c¨®digo que nos permitiera convertirnos en mejores ingenieros, vendedores de seguros o funcionarios. A m¨ª me parece que todos los cursos de ingl¨¦s que contemplo en la prensa son embusteros o est¨¢n viciados de antemano, desde que entienden el idioma como un medio en vez de ver en ¨¦l el final de las palabras; y seguramente las personas que se han quedado sin clases despu¨¦s de la quiebra de la academia pierdan con el cierre, adem¨¢s de un par de ceros en las cifras de sus cuentas corrientes, algo m¨¢s que las posibilidades de cambiar de despacho en sus empresas.
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