Belleza
Ingenuamente, he cre¨ªdo que qued¨® atr¨¢s ese concepto rancio seg¨²n el cual el arte debe limitarse a ser un mero recept¨¢culo de belleza. Esa filosof¨ªa de decorador y de esposa de ministro fue desmentida largamente por todos los poetas que a lo largo del siglo XIX buscaron la autenticidad de la vida en su horror, en la herida que provocaba a las almas mal colocadas, en su extrav¨ªo. El Romanticismo nos trajo una prolija cohorte de espectros, mujeres ensangrentadas, asesinos y depravados; el decadentismo, el simbolismo y dem¨¢s etiquetas de manual ahondaron en la misma veta buscando con sadismo a sus protagonistas entre tarados y parias. Poe, que muri¨® borracho, repet¨ªa a lo largo de sus escritos una frase que le embruj¨® y que hab¨ªa encontrado en un libro de Francis Bacon: 'no hay belleza perfecta sin algo extra?o en las proporciones'. Y Baudelaire, que era ap¨®stol de Poe en Par¨ªs, dedic¨® un volumen de versos a ensalzar las habitaciones malsanas de los burdeles, donde el mal bajo todas sus formas (la lujuria, la ira, la codicia) le obligaba a arrodillarse y a entonar fervorosas letan¨ªas. La pintura de la ¨¦poca tambi¨¦n emprendi¨® la misma extra?a b¨²squeda: exist¨ªa una belleza alejada de la mera simetr¨ªa visible, una belleza negra y central que se ocultaba bajo la cortina de lo que vulgarmente se considera terrible. Porque la vida tambi¨¦n es negra y terrible. Y fue para ensalzarla, en el famoso Friso de la Vida que se encuentra en Viena, para lo que Gustav Klimt dibuj¨® una figura que entonces, igual que hoy, despert¨® la repugnancia de los decoradores y las esposas de los ministros: all¨ª, en medio del friso, hab¨ªa una mujer embarazada y desnuda.
Es lamentable que una modelo sea expulsada de la Facultad de Bellas Artes de Granada por hallarse en el s¨¦ptimo mes de embarazo, pero m¨¢s lo es la excusa que esgrimi¨® el responsable del despido: se trataba, dijo, de no herir sensibilidades. Seguramente la belleza, el canon, el cuadrito que queda estupendo encima de la chimenea entre el plato de may¨®lica y la foto del ni?o, prefieren vientres lisos como tambores y una pose acad¨¦mica que imite a la Venus de Cnido. La belleza sopla donde quiere, y le gusta escoger escenas buc¨®licas, bodegones con ensaladeras de bronce, colores pastel, se?oritas en camisa que contemplen desde la orilla de una playa c¨®mo se alejan los nav¨ªos. Pero malos artistas se estar¨¢n fabricando en una facultad si se les ense?a que pintar embarazadas es indecoroso, como retratar ancianos sin ropa, supongo, o ni?os t¨ªsicos o mujeres con los muslos de par en par. Desde hace casi doscientos a?os, los evangelistas de la fealdad han estado recorriendo los museos para demostrarnos que el arte puede cumplir funciones m¨¢s oscuras y ambiguas que la de simple decoraci¨®n; no todos somos el Dor¨ªforo de Policleto, y a veces los cuadros se sienten obligados a servirnos de espejo, a recoger la miseria y el tedio de quien se asoma a ellos. Por lo dem¨¢s, hay formas muy c¨®modas de mantener los sentidos a salvo de toda ofensa: quedarse en casa, en el chalet adosado, bebiendo t¨®nica y mirando el almanaque con la foto del baile de Renoir. Porque existen ocasiones en que los museos son mucho peores que las carnicer¨ªas.
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