Expo 2002
Este domingo de octubre paseo por lo que hace diez a?os fue la Expo y voy retirando distra¨ªdamente las botellas de mi camino con las puntas de los zapatos. La ley ha ordenado que concluyan los botellones, pero el ritual del licor, el hielo empaquetado, los vasos de pl¨¢stico y la m¨²sica sigue celebr¨¢ndose aqu¨ª cada noche, al amparo de todos estos edificios de cristal y bronce que son como dragones viejos que nadie se atreve a despertar y que ya no guardan ning¨²n tesoro. M¨¢s adelante hay charcos, restos de orina, bolsas que juguetean con el viento y que sus due?os abandonaron despu¨¦s de robarles todo lo que ten¨ªan. A veces, se ve a un ni?o con un padre de la mano; el ni?o se retrasa cada pocos pasos, hace correr su coche en miniatura por la autopista de un banco de cemento, el padre le reprende, el banco est¨¢ sucio. Cada diez minutos pasa un hombre haciendo footing con una combinaci¨®n delictiva de ropas de deporte. El paseante tiene la impresi¨®n de hallarse a mucha distancia de cualquier parte, de habitar un suplemento al margen del espacio y del tiempo donde las cosas suceden de otro modo: estamos en la ciudad, pero los coches se han espaciado y son s¨®lo rumores en la lejan¨ªa; los caminantes resultan escasos y llegan como el suero de un cuentagotas, despacio, venciendo un cierto esfuerzo. Es cierto que el domingo transcurre con el mismo retardo en todos sitios, pero aqu¨ª parece casi haberse enquistado. Si uno no viera las sombras avanzar a trav¨¦s del pavimento, bajo la espalda monstruosa de los monumentos, tendr¨ªa la tentaci¨®n de afirmar que ha pisado por fin la eternidad de los fil¨®sofos, aquella bienaventuranza aburrida de la que, seg¨²n Plotino, el tiempo es s¨®lo una imagen m¨®vil, como el rizo que el aire fabrica en la superficie de un lago.
En ocasiones, cuando paso por aqu¨ª, juego a pensar que dentro de cien, doscientos a?os, este arrabal gal¨¢ctico pasar¨¢ a formar parte de Sevilla y ser¨¢ una zona tan intr¨ªnseca de su casco como Santa Cruz y la Macarena. Pero eso ocurrir¨¢ s¨®lo cuando la ciudad logre llegar hasta aqu¨ª, cuando cruce el r¨ªo desde la calle Torneo y se apropie de todas las construcciones con yedra que languidecen en la margen opuesta. De momento este es un barrio en gestaci¨®n, un vago proyecto, la intenci¨®n de un acto que todav¨ªa la mano no se decide a acometer. Sin entrar en nostalgias ni eleg¨ªas, me gusta esta parte de mi ciudad, me gusta su aspecto artificial, de invernadero, esa semejanza lejana con la trastienda de un teatro donde han arrumbado todos los cacharros del atrezzo despu¨¦s del final de la funci¨®n. Creo que una de las asignaturas pendientes de todos los sevillanos consiste en descubrir estas suaves ruinas, un lugar donde se puede meditar mejor que en ning¨²n otro sobre la fugacidad de los sue?os y el peso del polvo en los tejados. Todos miramos a la Expo con un poco de contrici¨®n y verg¨¹enza, como el billete falsificado que nos colaron cuando fuimos a cambiar dinero al quiosco; sus rincones clandestinos s¨®lo sirven para perpetrar esas ilegalidades que son hoy beber alcohol o desnudarse dentro del coche. Pero debemos recuperarla. Es el ¨²nico sitio de Sevilla donde uno se puede distraer no con los vestigios de la historia pasada, sino con los que ha dejado el ma?ana.
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