El hueso
Hay ocasiones en que me pregunto por qu¨¦ motivo, cada vez con m¨¢s frecuencia, regreso a Beira Alta, y la ¨²nica respuesta es que me siento un perro que dej¨® por aqu¨ª, no s¨¦ bien d¨®nde, un hueso enterrado, que me acuerdo del hueso sin estar seguro de qu¨¦ clase de hueso era ni en qu¨¦ lugar lo escond¨ª y, no obstante, necesito encontrarlo como si el hueso fuese, para m¨ª, una cuesti¨®n vital. No como si el hueso fuese: el hueso, cualquiera que sea, es una cuesti¨®n vital. El problema consiste en el hecho de que con los a?os ha cambiado casi todo: tantos edificios nuevos, tantas calles, tanta gente extra?a. Reconozco algunas casas
pocas
la iglesia de S?o Miguel, claro, el cementerio, claro, tramos de traves¨ªas, restos de pinar. Hasta la feria ha cambiado: ya no hay lechones, ni cacharros de cer¨¢mica, ni joyeros, los joyeros que sal¨ªan en bicicleta, en bandada, vestidos de negro, con pinzas de la ropa en los bajos de los pantalones. Nuestro casta?o cortado. Industrias y m¨¢s industrias, hasta terrazas, hasta un centro comercial en ciernes. Y rotondas. ?Qu¨¦ es de la piedra oscura, del silencio? El aroma, no obstante, se mantiene, reconocer¨ªa esta brisa en cualquier parte. Y la sierra igual, en ma?anas as¨ª, n¨ªtida de un extremo al otro del horizonte. Al construir una de estas rotondas, uno de estos edificios, ?se habr¨¢n llevado sin darse cuenta mi hueso con ellos? Un hueso, creo yo, hecho de tantas cosas: personas, tardes interminables con una piedra de mica en la mano, el correo de las seis. La vendimia. La tienda del se?or Casimiro. Yo. Pinos y m¨¢s pinos, en algunos sitios tan espesos que hasta al aire le costaba entrar. Husmeo por aqu¨ª y por all¨¢ sin encontrar nada, ni siquiera a mi abuela diciendo
A los doce a?os, el a?o en que muri¨® mi abuelo, decid¨ª ser escritor. Mis influencias: Salgari, Flash Gordon y el Almanaque Bertrand
-Hijo
sobre todo ni siquiera a mi abuela diciendo
-Hijo
una manera de decir
-Hijo
que nadie m¨¢s que ella ten¨ªa.
-Hijo
dec¨ªa ella, y todo en paz despu¨¦s. ?En qu¨¦ sitio andar¨¢ su voz, sus grandes ojos azules, la bata con dragones? Por m¨¢s que tirase una pelota de tenis contra la puerta del garaje, nunca aprend¨ª a jugar. Y, de repente, la gran sorpresa al ver a las criadas d¨¢ndose besos cuando las despidi¨® y una de ellas, ba?ada en l¨¢grimas
-S¨®lo un besito m¨¢s, s¨®lo un besito m¨¢s
mi abuela
-Sal de aqu¨ª
y yo pasmado, junto a la bomba del pozo con las ramas de la higuera encima. Ba?os en una tina, al final del d¨ªa, el ¨²nico momento en que me hac¨ªan raya en el pelo y me sent¨ªa tan grande. Por la noche luces que se perd¨ªan de vista, aldeas. Manteigas, creo yo, muy a lo lejos. Sol¨ªan ir a buscar los peri¨®dicos a la estaci¨®n a mediod¨ªa. Mi abuelo no acababa de leer la historia, en varios vol¨²menes, de la Segunda Guerra Mundial, con fotograf¨ªas de aviones y de muertos. A los doce a?os, el a?o en que ¨¦l muri¨®, decid¨ª ser escritor. Mis influencias: Salgari, Flash Gordon y el Almanaque Bertrand, lleno de sonetos entusiastas. Mi poeta favorito se llamaba general Fern¨¢ndez Costa y atiborraba el Almanaque Bertrand de tercetos en mi opini¨®n sublimes. El almanaque estaba encabezado por la ficha del general Fernandes Costa que, despu¨¦s del nombre de su padre, pon¨ªa siempre 'gran poeta portugu¨¦s infelizmente ya fallecido'. Por lo menos yo estaba de acuerdo con lo que dec¨ªa. Y en ciertos n¨²meros, para m¨ª felices, ven¨ªa el retrato oval del artista, un se?or que se me antojaba demasiado flaco para tanto verso. El aspecto del general Fernandes Costa me confund¨ªa: el padre de mi abuela, general tambi¨¦n, era imponente, corpulento, bigotudo, lleno de autoridad y de medallas. El general Fernandes Costa pose¨ªa menos medallas; el bigote, modesto, parec¨ªa pegado a la nariz y apuesto que el uniforme se lo hab¨ªan prestado, porque me daba la impresi¨®n de que le quedaba grande. Observ¨¢ndolo mejor, me qued¨¦ con dudas acerca de la dignidad marcial de la poes¨ªa. La imponencia del padre de mi abuela relegaba los cuartetos al lugar subalterno de los claveles de papel. Y traspuse, dolorido, mi primera vacilaci¨®n literaria. Iba a ser un raqu¨ªtico. Iba a usar peluca. Casi ninguna condecoraci¨®n. Iba a ser un retrato oval con cejas tristes. Me mir¨¦ al espejo hinchando el pecho: ?ser¨ªa corpulento un d¨ªa? ?Autoritario un d¨ªa y, no obstante, capaz de rimar palomas y hortensias? ?Ser¨¢n las palomas y las hortensias mi hueso enterrado en Beira? La sierra n¨ªtida de un extremo al otro del horizonte y mientras tanto yo escribo esto, no en el balc¨®n de mis abuelos, sino en un balc¨®n que no me pertenece. En el balc¨®n de mis abuelos qui¨¦n sabe qui¨¦n escribe, lo m¨¢s seguro es que no sea la historia, en varios vol¨²menes, de la Segunda Guerra Mundial. Los cascos de los soldados alemanes estrafalarios, excesivos, los de los soldados ingleses los platos de aluminio en los que se echaba el agua de las gallinas. Se los calaban al rev¨¦s y me llamaban la atenci¨®n tantos vol¨²menes, le¨ªdos con aire serio, sobre una guerra de cascos poco pr¨¢cticos y c¨®micos. Nada que se comparase a Flash Gordon. Y mientras acababa de decir esto, el hueso enterrado me rondaba la cabeza. Ignoro el lugar donde lo escond¨ª y necesito encontrarlo: es una cuesti¨®n vital. Aqu¨ª, en Beira, lo distingo mejor. Se parece a mi abuela, tiene ojos grandes, azules, usa una bata con dragones y dice
-Hijo
como no lo sabr¨ªa decir siquiera el general Fernandes Costa. Es eso lo que vengo a buscar aqu¨ª, al fin y al cabo. Una voz que me llama
-Hijo
al mismo tiempo que el correo de las seis, y unos dedos que me sujetan el ment¨®n con tal ternura que no me cabe la menor duda de que nunca, nunca me voy a morir.
Hay ocasiones en que me pregunto por qu¨¦ motivo, cada vez con m¨¢s frecuencia, regreso a Beira Alta, y la ¨²nica respuesta es que me siento un perro que dej¨® por aqu¨ª, no s¨¦ bien d¨®nde, un hueso enterrado, que me acuerdo del hueso sin estar seguro de qu¨¦ clase de hueso era ni en qu¨¦ lugar lo escond¨ª y, no obstante, necesito encontrarlo como si el hueso fuese, para m¨ª, una cuesti¨®n vital. No como si el hueso fuese: el hueso, cualquiera que sea, es una cuesti¨®n vital. El problema consiste en el hecho de que con los a?os ha cambiado casi todo: tantos edificios nuevos, tantas calles, tanta gente extra?a. Reconozco algunas casas
pocas
la iglesia de S?o Miguel, claro, el cementerio, claro, tramos de traves¨ªas, restos de pinar. Hasta la feria ha cambiado: ya no hay lechones, ni cacharros de cer¨¢mica, ni joyeros, los joyeros que sal¨ªan en bicicleta, en bandada, vestidos de negro, con pinzas de la ropa en los bajos de los pantalones. Nuestro casta?o cortado. Industrias y m¨¢s industrias, hasta terrazas, hasta un centro comercial en ciernes. Y rotondas. ?Qu¨¦ es de la piedra oscura, del silencio? El aroma, no obstante, se mantiene, reconocer¨ªa esta brisa en cualquier parte. Y la sierra igual, en ma?anas as¨ª, n¨ªtida de un extremo al otro del horizonte. Al construir una de estas rotondas, uno de estos edificios, ?se habr¨¢n llevado sin darse cuenta mi hueso con ellos? Un hueso, creo yo, hecho de tantas cosas: personas, tardes interminables con una piedra de mica en la mano, el correo de las seis. La vendimia. La tienda del se?or Casimiro. Yo. Pinos y m¨¢s pinos, en algunos sitios tan espesos que hasta al aire le costaba entrar. Husmeo por aqu¨ª y por all¨¢ sin encontrar nada, ni siquiera a mi abuela diciendo
-Hijo
sobre todo ni siquiera a mi abuela diciendo
-Hijo
una manera de decir
-Hijo
que nadie m¨¢s que ella ten¨ªa.
-Hijo
dec¨ªa ella, y todo en paz despu¨¦s. ?En qu¨¦ sitio andar¨¢ su voz, sus grandes ojos azules, la bata con dragones? Por m¨¢s que tirase una pelota de tenis contra la puerta del garaje, nunca aprend¨ª a jugar. Y, de repente, la gran sorpresa al ver a las criadas d¨¢ndose besos cuando las despidi¨® y una de ellas, ba?ada en l¨¢grimas
-S¨®lo un besito m¨¢s, s¨®lo un besito m¨¢s
mi abuela
-Sal de aqu¨ª
y yo pasmado, junto a la bomba del pozo con las ramas de la higuera encima. Ba?os en una tina, al final del d¨ªa, el ¨²nico momento en que me hac¨ªan raya en el pelo y me sent¨ªa tan grande. Por la noche luces que se perd¨ªan de vista, aldeas. Manteigas, creo yo, muy a lo lejos. Sol¨ªan ir a buscar los peri¨®dicos a la estaci¨®n a mediod¨ªa. Mi abuelo no acababa de leer la historia, en varios vol¨²menes, de la Segunda Guerra Mundial, con fotograf¨ªas de aviones y de muertos. A los doce a?os, el a?o en que ¨¦l muri¨®, decid¨ª ser escritor. Mis influencias: Salgari, Flash Gordon y el Almanaque Bertrand, lleno de sonetos entusiastas. Mi poeta favorito se llamaba general Fern¨¢ndez Costa y atiborraba el Almanaque Bertrand de tercetos en mi opini¨®n sublimes. El almanaque estaba encabezado por la ficha del general Fernandes Costa que, despu¨¦s del nombre de su padre, pon¨ªa siempre 'gran poeta portugu¨¦s infelizmente ya fallecido'. Por lo menos yo estaba de acuerdo con lo que dec¨ªa. Y en ciertos n¨²meros, para m¨ª felices, ven¨ªa el retrato oval del artista, un se?or que se me antojaba demasiado flaco para tanto verso. El aspecto del general Fernandes Costa me confund¨ªa: el padre de mi abuela, general tambi¨¦n, era imponente, corpulento, bigotudo, lleno de autoridad y de medallas. El general Fernandes Costa pose¨ªa menos medallas; el bigote, modesto, parec¨ªa pegado a la nariz y apuesto que el uniforme se lo hab¨ªan prestado, porque me daba la impresi¨®n de que le quedaba grande. Observ¨¢ndolo mejor, me qued¨¦ con dudas acerca de la dignidad marcial de la poes¨ªa. La imponencia del padre de mi abuela relegaba los cuartetos al lugar subalterno de los claveles de papel. Y traspuse, dolorido, mi primera vacilaci¨®n literaria. Iba a ser un raqu¨ªtico. Iba a usar peluca. Casi ninguna condecoraci¨®n. Iba a ser un retrato oval con cejas tristes. Me mir¨¦ al espejo hinchando el pecho: ?ser¨ªa corpulento un d¨ªa? ?Autoritario un d¨ªa y, no obstante, capaz de rimar palomas y hortensias? ?Ser¨¢n las palomas y las hortensias mi hueso enterrado en Beira? La sierra n¨ªtida de un extremo al otro del horizonte y mientras tanto yo escribo esto, no en el balc¨®n de mis abuelos, sino en un balc¨®n que no me pertenece. En el balc¨®n de mis abuelos qui¨¦n sabe qui¨¦n escribe, lo m¨¢s seguro es que no sea la historia, en varios vol¨²menes, de la Segunda Guerra Mundial. Los cascos de los soldados alemanes estrafalarios, excesivos, los de los soldados ingleses los platos de aluminio en los que se echaba el agua de las gallinas. Se los calaban al rev¨¦s y me llamaban la atenci¨®n tantos vol¨²menes, le¨ªdos con aire serio, sobre una guerra de cascos poco pr¨¢cticos y c¨®micos. Nada que se comparase a Flash Gordon. Y mientras acababa de decir esto, el hueso enterrado me rondaba la cabeza. Ignoro el lugar donde lo escond¨ª y necesito encontrarlo: es una cuesti¨®n vital. Aqu¨ª, en Beira, lo distingo mejor. Se parece a mi abuela, tiene ojos grandes, azules, usa una bata con dragones y dice
-Hijo
como no lo sabr¨ªa decir siquiera el general Fernandes Costa. Es eso lo que vengo a buscar aqu¨ª, al fin y al cabo. Una voz que me llama
-Hijo
al mismo tiempo que el correo de las seis, y unos dedos que me sujetan el ment¨®n con tal ternura que no me cabe la menor duda de que nunca, nunca me voy a morir.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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