El complejo Macbeth de Pinochet
Conoc¨ª a Isabel Margarita Morel la misma noche en que tuve mi primer encuentro con su marido, Orlando Letelier. Un largo exilio compartido iba a transformar a Isabel y a sus cuatro hijos en nuestros ¨ªntimos amigos. Me duele pensar que si no hubiera sido por Pinochet y su golpe, es probable que no hubiese tenido yo la oportunidad de acercarme tanto a Isabel que con los a?os ha terminado siendo como una hermana. Y m¨¢s doloroso todav¨ªa es que aquella noche en que nos topamos por primera vez ser¨ªan tambi¨¦n las ¨²nicas horas que pasar¨ªa yo con Orlando.
Fue un jueves, si no me equivoco -jueves 5 de septiembre de 1973-. El d¨ªa anterior, 4 de septiembre, hab¨ªa sido el tercer aniversario de la victoria de Allende en las elecciones presidenciales. Tal vez intuimos que nos est¨¢bamos despidiendo de nuestro presidente -muchos de los que marchaban en esa multitud de casi un mill¨®n pasamos dos veces por el balc¨®n de la Moneda en que estaba Allende, como si tuvi¨¦ramos la esperanza de congelar este momento en el tiempo, pidi¨¦ndole que jam¨¢s se fuera.
'M¨¢s all¨¢ del miedo. El largo adi¨®s a Pinochet'.
Ariel Dorfman Siglo XXI Editores.
Letelier se quejaba de que Pinochet fuera tan servil y zalamero, hasta el punto de que le pon¨ªa nervioso. "Me quiere llevar el malet¨ªn. ?Un general! ?Y quiere ponerme el abrigo!"
Los due?os del cuerpo de Orlando son aquellos que le sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable muerte se apoderara de ¨¦l: el olvido, la amnesia y la distancia
Se podr¨ªa haber pensado que ning¨²n acto de Pinochet hab¨ªa sido m¨¢s est¨²pido, arrogante y presuntuoso que esa decisi¨®n de matar a Letelier en la capital de EE UU, el pa¨ªs que ayud¨® a Pinochet a dar el golpe y le sostuvo en el poder
No hablamos mucho la siguiente noche, cuando conoc¨ª a Orlando. Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno -con quien estaba trabajando como asesor cultural y de medios durante los ¨²ltimos meses del Gobierno popular-, hab¨ªa organizado una cena de agradecimiento y de despedida para el general Carlos Prats, que unas semanas antes hab¨ªa renunciado a su puesto de comandante en jefe del Ej¨¦rcito. Una desgracia mucho mayor para nuestra coalici¨®n de lo que podr¨ªamos haber supuesto en ese tiempo. Prats hab¨ªa constituido el principal baluarte del Gobierno constitucional, un hombre que hab¨ªa comenzado a definir la seguridad de Chile en t¨¦rminos que dejaban atr¨¢s la ideolog¨ªa de la guerra fr¨ªa, proclamando que una naci¨®n es m¨¢s segura si su pueblo est¨¢ bien alimentado y goza de buenas viviendas y buena salud y educaci¨®n; pero pens¨¢bamos que su reemplazo, Augusto Pinochet, concordaba tambi¨¦n con esas ideas progresistas.
En alg¨²n momento durante esa noche se comenz¨® a bailar. Un tango, seg¨²n recuerdo. En mi memoria veo tres parejas girando y girando, hacia un lado, hacia el otro, fundi¨¦ndose con la m¨²sica: primero veo a Orlando Letelier con su brazo en la cintura de Sof¨ªa Prats, la esposa de Carlos Prats; luego entran danzando a mi campo visual Isabel Margarita Morel y Jos¨¦ Toh¨¢, y luego veo al general Prats mismo virando y volteando una y otra vez con Moy, la mujer de Toh¨¢.
Testigos de la traici¨®n
Los tres hab¨ªan sido ministros de Defensa de Salvador Allende, los tres hab¨ªan estado muy cerca de los militares, los tres ser¨ªan testigos de la traici¨®n de esos soldados a sus juramentos de lealtad, los tres sab¨ªan demasiado. Y finalmente, a los tres los iban a silenciar.
Estaban tan vivos y la m¨²sica tan viva; se deslizaban las tres parejas por el piso de madera de la Pe?a de los Parra, donde est¨¢bamos celebrando esa cena de despedida, como si el tango pudiera purificar y posponer lo que estaba a punto de devorarnos desde el futuro. Ellos canturreaban esa canci¨®n en voz bien bajita, cada hombre, cada mujer, con la esperanza tal vez de seguir bail¨¢ndola m¨¢s all¨¢ de ese momento, con la esperanza de derrotar al futuro.
Primero mataron a Toh¨¢ y despu¨¦s a Prats y a su mujer en Buenos Aires, y finalmente a Orlando Letelier en Washington.
Se podr¨ªa haber pensado que ning¨²n acto de Pinochet hab¨ªa sido m¨¢s est¨²pido, m¨¢s arrogante y presuntuoso que esa decisi¨®n de matar al ministro de Allende en la capital del mismo Estados Unidos, el pa¨ªs que hab¨ªa ayudado al general a dar el golpe y que despu¨¦s hizo todo lo posible para seguir sosteni¨¦ndolo en el poder.
Pinochet les hab¨ªa enviado un mensaje a los militares y a los chilenos del interior. Ahora les tocaba escuchar su voz a los chilenos del destierro: no hay ning¨²n lugar de resguardo en este planeta para ustedes. Ni para el m¨¢s prominente. Si piensan que el exilio los protege y otorga libertad, pronto sabr¨¢n que no es cierto. Como si estuviera dici¨¦ndonos: ustedes que se me escaparon, ustedes que bailaron aquella noche, no volver¨¢n a bailar nunca m¨¢s, no tienen derecho a m¨²sica, ni a tangos, ni al amor. Yo soy el dios del silencio. Yo soy el due?o de esos cuerpos que osaron bailar.
Al menos en esto, sin embargo, el general Pinochet estaba equivocado. Sab¨ªa mucho Pinochet acerca de la muerte. Pero es posible declarar esto y declararlo de una manera inequ¨ªvoca: ¨¦l sab¨ªa muy poco acerca de la vida.
Pod¨ªa matar a Orlando, pero no logr¨® ser el due?o de su cuerpo muerto.
Nosotros somos los due?os del cuerpo de Orlando. Aquellos que en Chile como en Estados Unidos, norteamericanos y chilenos bailando juntos de otra manera, ayudamos a sacar a la luz a los asesinos, a conocer sus identidades, nosotros que hicimos posible que se diera un primer paso hacia la justicia con la condena y el encarcelamiento de Manuel Contreras, el jefe de la polic¨ªa secreta de Pinochet.
Los due?os del cuerpo de Orlando son aquellos que lo sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable forma de muerte se apoderara de ¨¦l, esa muerte que se llama olvido y amnesia y distancia. No pudimos impedir que los hombres del general destrozaran las piernas que bailaron aquella noche en Chile, no pudimos detener a los hombres del general cuando destruyeron los labios que cantaron ese tango. No somos los se?ores de la muerte como para decretar qui¨¦n vive y qui¨¦n muere.
Pero s¨ª somos los que dan sentido a la muerte, somos los guardianes de esa vida y de esa memoria, aunque ni Orlando ni Sof¨ªa ni Jos¨¦ pueden ya danzar la danza de la vida con nosotros. Y si insisto en esta met¨¢fora del baile es porque nos conecta con la cueca sola, el baile que las mujeres de los desaparecidos han estado bailando con sus hombres ausentes. Nuestro baile invisible con Orlando y todos nuestros amores perdidos tiene la misma funci¨®n que la cueca sola: atestiguar la presencia de Orlando y los otros, asegurar que no los vuelvan a matar, impedir que la muerte tenga la ¨²ltima palabra.
Cuento de hadas
Si esto fuera un cuento de hadas, es as¨ª como yo lo terminar¨ªa:
?rase una vez un pa¨ªs en que tres parejas bailaban el tango.
?rase una vez que vivi¨® entre nosotros un hombre llamado Orlando Letelier.
?rase una vez que necesit¨¢bamos ayuda para que ¨¦l y tantos otros siguieran con vida.
?rase una vez que muchos adentro y afuera de Chile decidieron no dejar que mi pa¨ªs muriera.
?ste no es, sin embargo, un cuento de hadas.
Isabel Morel de Letelier tiene una interpretaci¨®n acerca de c¨®mo Pinochet se transform¨® en el hombre que ahora estamos a punto de juzgar. No un ogro m¨¢s all¨¢ de la humanidad, no la quintaesencia de la maldad. Simplemente un hombre.
Ella conoci¨® a Pinochet justo antes del golpe, a finales de agosto de 1973. Ya su amiga Moy de Toh¨¢ le hab¨ªa hablado de Pinochet, describi¨¦ndolo como alguien bonach¨®n y galante, que incluso les ped¨ªa a los ni?os Toh¨¢ que le llamaran Tata. Pinochet se le hab¨ªa acercado a Isabel en una recepci¨®n en honor de Orlando Letelier, al que Allende acababa de nombrar ministro de Defensa, para decirle lo encantado que estaba de conocer a la mujer del nuevo ministro. Cuenta Isabel que Pinochet hizo una reverencia, y dijo: "Qu¨¦ suerte conocerla", y agreg¨®: "Y una suerte tambi¨¦n para nosotros que todas las mujeres de los ministros sean tan buenas mozas". Y as¨ª hab¨ªa seguido, amabil¨ªsimo, preguntando por sus cuatro hijos. Y le asegur¨® que el Ej¨¦rcito estaba tan orgulloso de que Orlando -"nuestro Orlando", como Pinochet lo llam¨®- fuera ahora ministro, porque "¨¦l es de los nuestros", dijo, refiri¨¦ndose a que Orlando hab¨ªa sido cadete militar. "Hizo muy bien su papel cuando estaba en la Escuela Militar. Miramos su llegada con gran esperanza".
"Me dio la impresi¨®n", me explic¨® Isabel, "de un hombre que hac¨ªa todo lo posible por complacerme". Esta versi¨®n de un Pinochet meloso y hasta rastrero me fue confirmada despu¨¦s por el mismo Orlando, que se quejaba de que Pinochet fuera tan tremendamente servil y zalamero, hasta el punto de que le pon¨ªa nervioso. "Estoy inc¨®modo", me explicaba Orlando, "este Pinochet me quiere llevar el malet¨ªn, ?un general! Y quiere ayudarme a que me ponga el abrigo. Me recuerda a uno de esos hombrecitos de las peluquer¨ªas a la antigua que despu¨¦s de que te ha cortado el pelo viene con una escobita y te empieza a sacudir y limpiar los pelos del traje y luego espera una propina".
Tres semanas m¨¢s tarde, Isabel vuelve a ver a Pinochet. Ella y su amiga Moy, la mujer de Toh¨¢, van al Ministerio de Defensa unos d¨ªas despu¨¦s del golpe. No saben si sus maridos est¨¢n vivos o muertos o qu¨¦ ha pasado con ellos, y quieren pedir una entrevista con Pinochet para que ¨¦l les informe. Van subiendo piso por piso por las escaleras del ministerio y en cada piso son registradas de forma procaz y desagradable por los soldados. Y en un momento dado, cuando las dos mujeres est¨¢n caminando por el pasillo de uno de los pisos m¨¢s altos, hay una conmoci¨®n y ven que a lo lejos se va acercando un grupo de fot¨®grafos sacando fotos y se dan cuenta de que es Pinochet. El general reconoce a Moy y se detiene y la abraza y le da un beso, como si todav¨ªa fuera su viejo amigo y no el hombre que tiene preso a su marido. Moy no puede adivinar, esa primera vez que ve a Pinochet despu¨¦s del golpe y siente sus labios en la mejilla, que cinco meses m¨¢s tarde estar¨¢ parada frente a ¨¦l otra vez m¨¢s, rog¨¢ndole para que salve a su marido. Por ahora se siente esperanzada por la reacci¨®n de Pinochet, que le ordena a un coronel que les arregle una cita a "estas se?oras".
Y la cita que el oficial les otorga, escribiendo sus nombres en un gran libro sobre un atril en un despacho que quedaba en ese mismo piso, fue para el 23 de septiembre, que result¨® ser justo el d¨ªa del entierro de Pablo Neruda. De manera que ese d¨ªa, Isabel y Moy, acompa?adas de Irma, la esposa de Clodomiro Almeyda, que hab¨ªa sido el canciller de Allende y que tambi¨¦n estaba preso, acudieron a ver a Pinochet y tuvieron que perderse el funeral del m¨¢s grande poeta chileno, el premio Nobel de Literatura, que muri¨®, m¨¢s de tristeza que de c¨¢ncer, unos d¨ªas despu¨¦s del golpe. Les hicieron pasar a una oficina que era como un living; se sentaron en un sof¨¢ y ah¨ª las dejaron un buen rato.
Palabras incoherentes
"De repente, detr¨¢s de m¨ª", dice Isabel, "se abri¨® la puerta y se escucharon unos gritos destemplados, una serie de palabras incoherentes, nerviosas. Esa voz dec¨ªa: 'Sus maridos est¨¢n en perfectas condiciones, bien alimentados, bien vestidos, est¨¢n muy bien'. Yo me di la vuelta para mirar qui¨¦n pod¨ªa ser, y, claro, era Pinochet, que entraba a la pieza enojad¨ªsimo. Alcanc¨¦ a verlo en el momento en que gritaba: 'Si la cosa hubiera sido al rev¨¦s, ah¨ª...'. Y Pinochet se pas¨® el ¨ªndice por la garganta y sac¨® la lengua, poniendo una cara extra?a, como si lo hubieran degollado. Fue tan grotesco que tuve que reprimir mi propia risa".
"Debe de ser", agrega Isabel, "que yo, por haber pasado tantos a?os en Estados Unidos, tengo un sentido del humor bien especial. Pero ah¨ª est¨¢bamos nosotras, indefensas, con nuestros maridos desaparecidos, que nos hab¨ªan pasado por qui¨¦n sabe cu¨¢ntos registros de seguridad, y ¨¦l era el que ten¨ªa miedo, ¨¦l era el que estaba enojado. Alterad¨ªsimo".
Yo interrumpo a Isabel. "Pero si eso se parece a la rabieta que tiene con Moy cinco meses m¨¢s tarde, cuando ella va a visitarlo de nuevo para pedirle que salve a Jos¨¦ Toh¨¢".
"Parece que despu¨¦s del golpe, Pinochet estaba siempre enojado", responde Isabel, "porque ah¨ª se puso de nuevo a gritar, de repente, refiri¨¦ndose a Allende: 'A ese traidor, aunque est¨¦ bajo tierra...'. Y entonces se par¨® Irma y le dijo: 'En esos t¨¦rminos no, general', haciendo un adem¨¢n de que iba a retirarse. Y eso pareci¨® calmar un poco a Pinochet. Se puso m¨¢s sobrio. '?Qu¨¦ las trae por ac¨¢, se?oras?".
"Cada una dijo lo suyo, y cuando me toc¨® a m¨ª, expliqu¨¦: 'A m¨ª me llaman de Holanda, me llaman de Estados Unidos, de otras partes, y quieren saber d¨®nde est¨¢ Orlando, qu¨¦ ha pasado con ¨¦l, y yo no s¨¦ qu¨¦ decirles'. Y era cierto, no ten¨ªamos ninguna noticia sobre la suerte de nuestros maridos".
"Sobre esto", dijo Pinochet, "no hay respuesta". Y volvi¨® a decir que estaban bien alimentados, bien vestidos, en perfectas condiciones. De nuevo, enojado.
Le pedimos entonces que nos dejara comunicarnos con nuestros maridos.
-Imposible.
-Pero los ni?os -dijo Moy-. Carolina y Jos¨¦. Ellos quieren saber de su padre. Usted los conoce.
Pinochet vacil¨® un instante, y enseguida:
-Bueno, que escriban.
-?Y nosotras?
-Bueno, tambi¨¦n, tambi¨¦n, que escriban, que escriban.
Est¨¢bamos contentas porque si pod¨ªamos escribir, quer¨ªa decir que nuestros maridos estaban vivos. Pero Moy sigui¨® a la carga:
-?Y las dem¨¢s se?oras? -pregunt¨®, porque hab¨ªa tantas otras mujeres de ministros y dirigentes que estaban presos sin que se supiera su paradero ni destino.
-Bueno, ya, ya, ya. Que tambi¨¦n escriban.
Muy exasperado Pinochet, pero a la vez animado por alg¨²n ins¨®lito sentido de la justicia militar, que si le das permiso a una persona, tienes que d¨¢rselo a todas las dem¨¢s.
Y ¨¦sa fue la ¨²ltima vez que Isabel Morel de Letelier vio al general Augusto Pinochet Ugarte.
Dej¨¢ndola durante a?os con la pregunta que yo tambi¨¦n me he estado haciendo tanto tiempo: c¨®mo se entiende el salto entre un Pinochet y el otro, c¨®mo se transforma el hombre que la trat¨® tres semanas antes con galanter¨ªa y melosidad en ese ser vociferante, desarticulado, col¨¦rico.
Todos complotando
La interpretaci¨®n de Isabel es sencilla.
Pinochet, seg¨²n ella, es un sobreviviente. Llega a darse cuenta unos d¨ªas antes del golpe de que todos est¨¢n complotando y no quiere meterse. Pero todos se han metido y piensa: "Si no me meto, me matan".
De ah¨ª que, cuando finalmente se une a los conspiradores, tiene que asumir un lenguaje vulgar y bravuc¨®n para que nadie piense que ¨¦l es d¨®cil y sumiso, como ha sido hasta ahora su personalidad. Tiene que montarse en el macho, montarse encima de todos los otros. Tiene que estar siempre enojado, siempre creando temor.
?Por qu¨¦ ser¨¢?
"Porque tiene un miedo p¨¢nico", dice Isabel. "Es as¨ª como se entiende a Pinochet. Es un sobreviviente".
?Ser¨¢ cierto?
Tanto tiempo pensando yo que nosotros ten¨ªamos que exorcizar a Pinochet y mientras tanto, sin que nos di¨¦ramos cuenta, era ¨¦l quien hab¨ªa estado tratando desesperadamente de exorcizarnos de su vida, era ¨¦l quien tem¨ªa, como Macbeth, el retorno incesante de los fantasmas.
La clave secreta de Pinochet
?Ser¨¢ tan primordial como esto?
?Ser¨¢ cierto que todos estos a?os el que tuvo de veras miedo fue ¨¦l? ?Y que la ¨²nica manera de borrar al hombre que le llevaba el malet¨ªn a Orlando Letelier era matar a Orlando Letelier? ?Y que la ¨²nica manera de olvidar al hombre que jur¨® lealtad y amistad al general Prats era mandar asesinar al general Prats? ?Y que la ¨²nica manera de negar al hombre que llev¨® regalos al hijo de Jos¨¦ Toh¨¢ era ultimar a Jos¨¦ Toh¨¢? ?Que todos estos a?os la persona a la que m¨¢s tem¨ªa era a ¨¦l mismo, al hombre que ¨¦l alguna vez lleg¨® a ser, al hombre que ¨¦l hab¨ªa sofocado y muerto cuando se uni¨® a la conspiraci¨®n contra Allende?
Qu¨¦ grand¨ªsimo hijo de puta.
Y pensar que casi caigo en la trampa de tenerle l¨¢stima.
Conoc¨ª a Isabel Margarita Morel la misma noche en que tuve mi primer encuentro con su marido, Orlando Letelier. Un largo exilio compartido iba a transformar a Isabel y a sus cuatro hijos en nuestros ¨ªntimos amigos. Me duele pensar que si no hubiera sido por Pinochet y su golpe, es probable que no hubiese tenido yo la oportunidad de acercarme tanto a Isabel que con los a?os ha terminado siendo como una hermana. Y m¨¢s doloroso todav¨ªa es que aquella noche en que nos topamos por primera vez ser¨ªan tambi¨¦n las ¨²nicas horas que pasar¨ªa yo con Orlando.
Fue un jueves, si no me equivoco -jueves 5 de septiembre de 1973-. El d¨ªa anterior, 4 de septiembre, hab¨ªa sido el tercer aniversario de la victoria de Allende en las elecciones presidenciales. Tal vez intuimos que nos est¨¢bamos despidiendo de nuestro presidente -muchos de los que marchaban en esa multitud de casi un mill¨®n pasamos dos veces por el balc¨®n de la Moneda en que estaba Allende, como si tuvi¨¦ramos la esperanza de congelar este momento en el tiempo, pidi¨¦ndole que jam¨¢s se fuera.
No hablamos mucho la siguiente noche, cuando conoc¨ª a Orlando. Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno -con quien estaba trabajando como asesor cultural y de medios durante los ¨²ltimos meses del Gobierno popular-, hab¨ªa organizado una cena de agradecimiento y de despedida para el general Carlos Prats, que unas semanas antes hab¨ªa renunciado a su puesto de comandante en jefe del Ej¨¦rcito. Una desgracia mucho mayor para nuestra coalici¨®n de lo que podr¨ªamos haber supuesto en ese tiempo. Prats hab¨ªa constituido el principal baluarte del Gobierno constitucional, un hombre que hab¨ªa comenzado a definir la seguridad de Chile en t¨¦rminos que dejaban atr¨¢s la ideolog¨ªa de la guerra fr¨ªa, proclamando que una naci¨®n es m¨¢s segura si su pueblo est¨¢ bien alimentado y goza de buenas viviendas y buena salud y educaci¨®n; pero pens¨¢bamos que su reemplazo, Augusto Pinochet, concordaba tambi¨¦n con esas ideas progresistas.
En alg¨²n momento durante esa noche se comenz¨® a bailar. Un tango, seg¨²n recuerdo. En mi memoria veo tres parejas girando y girando, hacia un lado, hacia el otro, fundi¨¦ndose con la m¨²sica: primero veo a Orlando Letelier con su brazo en la cintura de Sof¨ªa Prats, la esposa de Carlos Prats; luego entran danzando a mi campo visual Isabel Margarita Morel y Jos¨¦ Toh¨¢, y luego veo al general Prats mismo virando y volteando una y otra vez con Moy, la mujer de Toh¨¢.
Testigos de la traici¨®n
Los tres hab¨ªan sido ministros de Defensa de Salvador Allende, los tres hab¨ªan estado muy cerca de los militares, los tres ser¨ªan testigos de la traici¨®n de esos soldados a sus juramentos de lealtad, los tres sab¨ªan demasiado. Y finalmente, a los tres los iban a silenciar.
Estaban tan vivos y la m¨²sica tan viva; se deslizaban las tres parejas por el piso de madera de la Pe?a de los Parra, donde est¨¢bamos celebrando esa cena de despedida, como si el tango pudiera purificar y posponer lo que estaba a punto de devorarnos desde el futuro. Ellos canturreaban esa canci¨®n en voz bien bajita, cada hombre, cada mujer, con la esperanza tal vez de seguir bail¨¢ndola m¨¢s all¨¢ de ese momento, con la esperanza de derrotar al futuro.
Primero mataron a Toh¨¢ y despu¨¦s a Prats y a su mujer en Buenos Aires, y finalmente a Orlando Letelier en Washington.
Se podr¨ªa haber pensado que ning¨²n acto de Pinochet hab¨ªa sido m¨¢s est¨²pido, m¨¢s arrogante y presuntuoso que esa decisi¨®n de matar al ministro de Allende en la capital del mismo Estados Unidos, el pa¨ªs que hab¨ªa ayudado al general a dar el golpe y que despu¨¦s hizo todo lo posible para seguir sosteni¨¦ndolo en el poder.
Pinochet les hab¨ªa enviado un mensaje a los militares y a los chilenos del interior. Ahora les tocaba escuchar su voz a los chilenos del destierro: no hay ning¨²n lugar de resguardo en este planeta para ustedes. Ni para el m¨¢s prominente. Si piensan que el exilio los protege y otorga libertad, pronto sabr¨¢n que no es cierto. Como si estuviera dici¨¦ndonos: ustedes que se me escaparon, ustedes que bailaron aquella noche, no volver¨¢n a bailar nunca m¨¢s, no tienen derecho a m¨²sica, ni a tangos, ni al amor. Yo soy el dios del silencio. Yo soy el due?o de esos cuerpos que osaron bailar.
Al menos en esto, sin embargo, el general Pinochet estaba equivocado. Sab¨ªa mucho Pinochet acerca de la muerte. Pero es posible declarar esto y declararlo de una manera inequ¨ªvoca: ¨¦l sab¨ªa muy poco acerca de la vida.
Pod¨ªa matar a Orlando, pero no logr¨® ser el due?o de su cuerpo muerto.
Nosotros somos los due?os del cuerpo de Orlando. Aquellos que en Chile como en Estados Unidos, norteamericanos y chilenos bailando juntos de otra manera, ayudamos a sacar a la luz a los asesinos, a conocer sus identidades, nosotros que hicimos posible que se diera un primer paso hacia la justicia con la condena y el encarcelamiento de Manuel Contreras, el jefe de la polic¨ªa secreta de Pinochet.
Los due?os del cuerpo de Orlando son aquellos que lo sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable forma de muerte se apoderara de ¨¦l, esa muerte que se llama olvido y amnesia y distancia. No pudimos impedir que los hombres del general destrozaran las piernas que bailaron aquella noche en Chile, no pudimos detener a los hombres del general cuando destruyeron los labios que cantaron ese tango. No somos los se?ores de la muerte como para decretar qui¨¦n vive y qui¨¦n muere.
Pero s¨ª somos los que dan sentido a la muerte, somos los guardianes de esa vida y de esa memoria, aunque ni Orlando ni Sof¨ªa ni Jos¨¦ pueden ya danzar la danza de la vida con nosotros. Y si insisto en esta met¨¢fora del baile es porque nos conecta con la cueca sola, el baile que las mujeres de los desaparecidos han estado bailando con sus hombres ausentes. Nuestro baile invisible con Orlando y todos nuestros amores perdidos tiene la misma funci¨®n que la cueca sola: atestiguar la presencia de Orlando y los otros, asegurar que no los vuelvan a matar, impedir que la muerte tenga la ¨²ltima palabra.
Cuento de hadas
Si esto fuera un cuento de hadas, es as¨ª como yo lo terminar¨ªa:
?rase una vez un pa¨ªs en que tres parejas bailaban el tango.
?rase una vez que vivi¨® entre nosotros un hombre llamado Orlando Letelier.
?rase una vez que necesit¨¢bamos ayuda para que ¨¦l y tantos otros siguieran con vida.
?rase una vez que muchos adentro y afuera de Chile decidieron no dejar que mi pa¨ªs muriera.
?ste no es, sin embargo, un cuento de hadas.
Isabel Morel de Letelier tiene una interpretaci¨®n acerca de c¨®mo Pinochet se transform¨® en el hombre que ahora estamos a punto de juzgar. No un ogro m¨¢s all¨¢ de la humanidad, no la quintaesencia de la maldad. Simplemente un hombre.
Ella conoci¨® a Pinochet justo antes del golpe, a finales de agosto de 1973. Ya su amiga Moy de Toh¨¢ le hab¨ªa hablado de Pinochet, describi¨¦ndolo como alguien bonach¨®n y galante, que incluso les ped¨ªa a los ni?os Toh¨¢ que le llamaran Tata. Pinochet se le hab¨ªa acercado a Isabel en una recepci¨®n en honor de Orlando Letelier, al que Allende acababa de nombrar ministro de Defensa, para decirle lo encantado que estaba de conocer a la mujer del nuevo ministro. Cuenta Isabel que Pinochet hizo una reverencia, y dijo: "Qu¨¦ suerte conocerla", y agreg¨®: "Y una suerte tambi¨¦n para nosotros que todas las mujeres de los ministros sean tan buenas mozas". Y as¨ª hab¨ªa seguido, amabil¨ªsimo, preguntando por sus cuatro hijos. Y le asegur¨® que el Ej¨¦rcito estaba tan orgulloso de que Orlando -"nuestro Orlando", como Pinochet lo llam¨®- fuera ahora ministro, porque "¨¦l es de los nuestros", dijo, refiri¨¦ndose a que Orlando hab¨ªa sido cadete militar. "Hizo muy bien su papel cuando estaba en la Escuela Militar. Miramos su llegada con gran esperanza".
"Me dio la impresi¨®n", me explic¨® Isabel, "de un hombre que hac¨ªa todo lo posible por complacerme". Esta versi¨®n de un Pinochet meloso y hasta rastrero me fue confirmada despu¨¦s por el mismo Orlando, que se quejaba de que Pinochet fuera tan tremendamente servil y zalamero, hasta el punto de que le pon¨ªa nervioso. "Estoy inc¨®modo", me explicaba Orlando, "este Pinochet me quiere llevar el malet¨ªn, ?un general! Y quiere ayudarme a que me ponga el abrigo. Me recuerda a uno de esos hombrecitos de las peluquer¨ªas a la antigua que despu¨¦s de que te ha cortado el pelo viene con una escobita y te empieza a sacudir y limpiar los pelos del traje y luego espera una propina".
Tres semanas m¨¢s tarde, Isabel vuelve a ver a Pinochet. Ella y su amiga Moy, la mujer de Toh¨¢, van al Ministerio de Defensa unos d¨ªas despu¨¦s del golpe. No saben si sus maridos est¨¢n vivos o muertos o qu¨¦ ha pasado con ellos, y quieren pedir una entrevista con Pinochet para que ¨¦l les informe. Van subiendo piso por piso por las escaleras del ministerio y en cada piso son registradas de forma procaz y desagradable por los soldados. Y en un momento dado, cuando las dos mujeres est¨¢n caminando por el pasillo de uno de los pisos m¨¢s altos, hay una conmoci¨®n y ven que a lo lejos se va acercando un grupo de fot¨®grafos sacando fotos y se dan cuenta de que es Pinochet. El general reconoce a Moy y se detiene y la abraza y le da un beso, como si todav¨ªa fuera su viejo amigo y no el hombre que tiene preso a su marido. Moy no puede adivinar, esa primera vez que ve a Pinochet despu¨¦s del golpe y siente sus labios en la mejilla, que cinco meses m¨¢s tarde estar¨¢ parada frente a ¨¦l otra vez m¨¢s, rog¨¢ndole para que salve a su marido. Por ahora se siente esperanzada por la reacci¨®n de Pinochet, que le ordena a un coronel que les arregle una cita a "estas se?oras".
Y la cita que el oficial les otorga, escribiendo sus nombres en un gran libro sobre un atril en un despacho que quedaba en ese mismo piso, fue para el 23 de septiembre, que result¨® ser justo el d¨ªa del entierro de Pablo Neruda. De manera que ese d¨ªa, Isabel y Moy, acompa?adas de Irma, la esposa de Clodomiro Almeyda, que hab¨ªa sido el canciller de Allende y que tambi¨¦n estaba preso, acudieron a ver a Pinochet y tuvieron que perderse el funeral del m¨¢s grande poeta chileno, el premio Nobel de Literatura, que muri¨®, m¨¢s de tristeza que de c¨¢ncer, unos d¨ªas despu¨¦s del golpe. Les hicieron pasar a una oficina que era como un living; se sentaron en un sof¨¢ y ah¨ª las dejaron un buen rato.
Palabras incoherentes
"De repente, detr¨¢s de m¨ª", dice Isabel, "se abri¨® la puerta y se escucharon unos gritos destemplados, una serie de palabras incoherentes, nerviosas. Esa voz dec¨ªa: 'Sus maridos est¨¢n en perfectas condiciones, bien alimentados, bien vestidos, est¨¢n muy bien'. Yo me di la vuelta para mirar qui¨¦n pod¨ªa ser, y, claro, era Pinochet, que entraba a la pieza enojad¨ªsimo. Alcanc¨¦ a verlo en el momento en que gritaba: 'Si la cosa hubiera sido al rev¨¦s, ah¨ª...'. Y Pinochet se pas¨® el ¨ªndice por la garganta y sac¨® la lengua, poniendo una cara extra?a, como si lo hubieran degollado. Fue tan grotesco que tuve que reprimir mi propia risa".
"Debe de ser", agrega Isabel, "que yo, por haber pasado tantos a?os en Estados Unidos, tengo un sentido del humor bien especial. Pero ah¨ª est¨¢bamos nosotras, indefensas, con nuestros maridos desaparecidos, que nos hab¨ªan pasado por qui¨¦n sabe cu¨¢ntos registros de seguridad, y ¨¦l era el que ten¨ªa miedo, ¨¦l era el que estaba enojado. Alterad¨ªsimo".
Yo interrumpo a Isabel. "Pero si eso se parece a la rabieta que tiene con Moy cinco meses m¨¢s tarde, cuando ella va a visitarlo de nuevo para pedirle que salve a Jos¨¦ Toh¨¢".
"Parece que despu¨¦s del golpe, Pinochet estaba siempre enojado", responde Isabel, "porque ah¨ª se puso de nuevo a gritar, de repente, refiri¨¦ndose a Allende: 'A ese traidor, aunque est¨¦ bajo tierra...'. Y entonces se par¨® Irma y le dijo: 'En esos t¨¦rminos no, general', haciendo un adem¨¢n de que iba a retirarse. Y eso pareci¨® calmar un poco a Pinochet. Se puso m¨¢s sobrio. '?Qu¨¦ las trae por ac¨¢, se?oras?".
"Cada una dijo lo suyo, y cuando me toc¨® a m¨ª, expliqu¨¦: 'A m¨ª me llaman de Holanda, me llaman de Estados Unidos, de otras partes, y quieren saber d¨®nde est¨¢ Orlando, qu¨¦ ha pasado con ¨¦l, y yo no s¨¦ qu¨¦ decirles'. Y era cierto, no ten¨ªamos ninguna noticia sobre la suerte de nuestros maridos".
"Sobre esto", dijo Pinochet, "no hay respuesta". Y volvi¨® a decir que estaban bien alimentados, bien vestidos, en perfectas condiciones. De nuevo, enojado.
Le pedimos entonces que nos dejara comunicarnos con nuestros maridos.
-Imposible.
-Pero los ni?os -dijo Moy-. Carolina y Jos¨¦. Ellos quieren saber de su padre. Usted los conoce.
Pinochet vacil¨® un instante, y enseguida:
-Bueno, que escriban.
-?Y nosotras?
-Bueno, tambi¨¦n, tambi¨¦n, que escriban, que escriban.
Est¨¢bamos contentas porque si pod¨ªamos escribir, quer¨ªa decir que nuestros maridos estaban vivos. Pero Moy sigui¨® a la carga:
-?Y las dem¨¢s se?oras? -pregunt¨®, porque hab¨ªa tantas otras mujeres de ministros y dirigentes que estaban presos sin que se supiera su paradero ni destino.
-Bueno, ya, ya, ya. Que tambi¨¦n escriban.
Muy exasperado Pinochet, pero a la vez animado por alg¨²n ins¨®lito sentido de la justicia militar, que si le das permiso a una persona, tienes que d¨¢rselo a todas las dem¨¢s.
Y ¨¦sa fue la ¨²ltima vez que Isabel Morel de Letelier vio al general Augusto Pinochet Ugarte.
Dej¨¢ndola durante a?os con la pregunta que yo tambi¨¦n me he estado haciendo tanto tiempo: c¨®mo se entiende el salto entre un Pinochet y el otro, c¨®mo se transforma el hombre que la trat¨® tres semanas antes con galanter¨ªa y melosidad en ese ser vociferante, desarticulado, col¨¦rico.
Todos complotando
La interpretaci¨®n de Isabel es sencilla.
Pinochet, seg¨²n ella, es un sobreviviente. Llega a darse cuenta unos d¨ªas antes del golpe de que todos est¨¢n complotando y no quiere meterse. Pero todos se han metido y piensa: "Si no me meto, me matan".
De ah¨ª que, cuando finalmente se une a los conspiradores, tiene que asumir un lenguaje vulgar y bravuc¨®n para que nadie piense que ¨¦l es d¨®cil y sumiso, como ha sido hasta ahora su personalidad. Tiene que montarse en el macho, montarse encima de todos los otros. Tiene que estar siempre enojado, siempre creando temor.
?Por qu¨¦ ser¨¢?
"Porque tiene un miedo p¨¢nico", dice Isabel. "Es as¨ª como se entiende a Pinochet. Es un sobreviviente".
?Ser¨¢ cierto?
Tanto tiempo pensando yo que nosotros ten¨ªamos que exorcizar a Pinochet y mientras tanto, sin que nos di¨¦ramos cuenta, era ¨¦l quien hab¨ªa estado tratando desesperadamente de exorcizarnos de su vida, era ¨¦l quien tem¨ªa, como Macbeth, el retorno incesante de los fantasmas.
La clave secreta de Pinochet
?Ser¨¢ tan primordial como esto?
?Ser¨¢ cierto que todos estos a?os el que tuvo de veras miedo fue ¨¦l? ?Y que la ¨²nica manera de borrar al hombre que le llevaba el malet¨ªn a Orlando Letelier era matar a Orlando Letelier? ?Y que la ¨²nica manera de olvidar al hombre que jur¨® lealtad y amistad al general Prats era mandar asesinar al general Prats? ?Y que la ¨²nica manera de negar al hombre que llev¨® regalos al hijo de Jos¨¦ Toh¨¢ era ultimar a Jos¨¦ Toh¨¢? ?Que todos estos a?os la persona a la que m¨¢s tem¨ªa era a ¨¦l mismo, al hombre que ¨¦l alguna vez lleg¨® a ser, al hombre que ¨¦l hab¨ªa sofocado y muerto cuando se uni¨® a la conspiraci¨®n contra Allende?
Qu¨¦ grand¨ªsimo hijo de puta.
Y pensar que casi caigo en la trampa de tenerle l¨¢stima.
Conoc¨ª a Isabel Margarita Morel la misma noche en que tuve mi primer encuentro con su marido, Orlando Letelier. Un largo exilio compartido iba a transformar a Isabel y a sus cuatro hijos en nuestros ¨ªntimos amigos. Me duele pensar que si no hubiera sido por Pinochet y su golpe, es probable que no hubiese tenido yo la oportunidad de acercarme tanto a Isabel que con los a?os ha terminado siendo como una hermana. Y m¨¢s doloroso todav¨ªa es que aquella noche en que nos topamos por primera vez ser¨ªan tambi¨¦n las ¨²nicas horas que pasar¨ªa yo con Orlando.
Fue un jueves, si no me equivoco -jueves 5 de septiembre de 1973-. El d¨ªa anterior, 4 de septiembre, hab¨ªa sido el tercer aniversario de la victoria de Allende en las elecciones presidenciales. Tal vez intuimos que nos est¨¢bamos despidiendo de nuestro presidente -muchos de los que marchaban en esa multitud de casi un mill¨®n pasamos dos veces por el balc¨®n de la Moneda en que estaba Allende, como si tuvi¨¦ramos la esperanza de congelar este momento en el tiempo, pidi¨¦ndole que jam¨¢s se fuera.
No hablamos mucho la siguiente noche, cuando conoc¨ª a Orlando. Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno -con quien estaba trabajando como asesor cultural y de medios durante los ¨²ltimos meses del Gobierno popular-, hab¨ªa organizado una cena de agradecimiento y de despedida para el general Carlos Prats, que unas semanas antes hab¨ªa renunciado a su puesto de comandante en jefe del Ej¨¦rcito. Una desgracia mucho mayor para nuestra coalici¨®n de lo que podr¨ªamos haber supuesto en ese tiempo. Prats hab¨ªa constituido el principal baluarte del Gobierno constitucional, un hombre que hab¨ªa comenzado a definir la seguridad de Chile en t¨¦rminos que dejaban atr¨¢s la ideolog¨ªa de la guerra fr¨ªa, proclamando que una naci¨®n es m¨¢s segura si su pueblo est¨¢ bien alimentado y goza de buenas viviendas y buena salud y educaci¨®n; pero pens¨¢bamos que su reemplazo, Augusto Pinochet, concordaba tambi¨¦n con esas ideas progresistas.
En alg¨²n momento durante esa noche se comenz¨® a bailar. Un tango, seg¨²n recuerdo. En mi memoria veo tres parejas girando y girando, hacia un lado, hacia el otro, fundi¨¦ndose con la m¨²sica: primero veo a Orlando Letelier con su brazo en la cintura de Sof¨ªa Prats, la esposa de Carlos Prats; luego entran danzando a mi campo visual Isabel Margarita Morel y Jos¨¦ Toh¨¢, y luego veo al general Prats mismo virando y volteando una y otra vez con Moy, la mujer de Toh¨¢.
Testigos de la traici¨®n
Los tres hab¨ªan sido ministros de Defensa de Salvador Allende, los tres hab¨ªan estado muy cerca de los militares, los tres ser¨ªan testigos de la traici¨®n de esos soldados a sus juramentos de lealtad, los tres sab¨ªan demasiado. Y finalmente, a los tres los iban a silenciar.
Estaban tan vivos y la m¨²sica tan viva; se deslizaban las tres parejas por el piso de madera de la Pe?a de los Parra, donde est¨¢bamos celebrando esa cena de despedida, como si el tango pudiera purificar y posponer lo que estaba a punto de devorarnos desde el futuro. Ellos canturreaban esa canci¨®n en voz bien bajita, cada hombre, cada mujer, con la esperanza tal vez de seguir bail¨¢ndola m¨¢s all¨¢ de ese momento, con la esperanza de derrotar al futuro.
Primero mataron a Toh¨¢ y despu¨¦s a Prats y a su mujer en Buenos Aires, y finalmente a Orlando Letelier en Washington.
Se podr¨ªa haber pensado que ning¨²n acto de Pinochet hab¨ªa sido m¨¢s est¨²pido, m¨¢s arrogante y presuntuoso que esa decisi¨®n de matar al ministro de Allende en la capital del mismo Estados Unidos, el pa¨ªs que hab¨ªa ayudado al general a dar el golpe y que despu¨¦s hizo todo lo posible para seguir sosteni¨¦ndolo en el poder.
Pinochet les hab¨ªa enviado un mensaje a los militares y a los chilenos del interior. Ahora les tocaba escuchar su voz a los chilenos del destierro: no hay ning¨²n lugar de resguardo en este planeta para ustedes. Ni para el m¨¢s prominente. Si piensan que el exilio los protege y otorga libertad, pronto sabr¨¢n que no es cierto. Como si estuviera dici¨¦ndonos: ustedes que se me escaparon, ustedes que bailaron aquella noche, no volver¨¢n a bailar nunca m¨¢s, no tienen derecho a m¨²sica, ni a tangos, ni al amor. Yo soy el dios del silencio. Yo soy el due?o de esos cuerpos que osaron bailar.
Al menos en esto, sin embargo, el general Pinochet estaba equivocado. Sab¨ªa mucho Pinochet acerca de la muerte. Pero es posible declarar esto y declararlo de una manera inequ¨ªvoca: ¨¦l sab¨ªa muy poco acerca de la vida.
Pod¨ªa matar a Orlando, pero no logr¨® ser el due?o de su cuerpo muerto.
Nosotros somos los due?os del cuerpo de Orlando. Aquellos que en Chile como en Estados Unidos, norteamericanos y chilenos bailando juntos de otra manera, ayudamos a sacar a la luz a los asesinos, a conocer sus identidades, nosotros que hicimos posible que se diera un primer paso hacia la justicia con la condena y el encarcelamiento de Manuel Contreras, el jefe de la polic¨ªa secreta de Pinochet.
Los due?os del cuerpo de Orlando son aquellos que lo sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable forma de muerte se apoderara de ¨¦l, esa muerte que se llama olvido y amnesia y distancia. No pudimos impedir que los hombres del general destrozaran las piernas que bailaron aquella noche en Chile, no pudimos detener a los hombres del general cuando destruyeron los labios que cantaron ese tango. No somos los se?ores de la muerte como para decretar qui¨¦n vive y qui¨¦n muere.
Pero s¨ª somos los que dan sentido a la muerte, somos los guardianes de esa vida y de esa memoria, aunque ni Orlando ni Sof¨ªa ni Jos¨¦ pueden ya danzar la danza de la vida con nosotros. Y si insisto en esta met¨¢fora del baile es porque nos conecta con la cueca sola, el baile que las mujeres de los desaparecidos han estado bailando con sus hombres ausentes. Nuestro baile invisible con Orlando y todos nuestros amores perdidos tiene la misma funci¨®n que la cueca sola: atestiguar la presencia de Orlando y los otros, asegurar que no los vuelvan a matar, impedir que la muerte tenga la ¨²ltima palabra.
Cuento de hadas
Si esto fuera un cuento de hadas, es as¨ª como yo lo terminar¨ªa:
?rase una vez un pa¨ªs en que tres parejas bailaban el tango.
?rase una vez que vivi¨® entre nosotros un hombre llamado Orlando Letelier.
?rase una vez que necesit¨¢bamos ayuda para que ¨¦l y tantos otros siguieran con vida.
?rase una vez que muchos adentro y afuera de Chile decidieron no dejar que mi pa¨ªs muriera.
?ste no es, sin embargo, un cuento de hadas.
Isabel Morel de Letelier tiene una interpretaci¨®n acerca de c¨®mo Pinochet se transform¨® en el hombre que ahora estamos a punto de juzgar. No un ogro m¨¢s all¨¢ de la humanidad, no la quintaesencia de la maldad. Simplemente un hombre.
Ella conoci¨® a Pinochet justo antes del golpe, a finales de agosto de 1973. Ya su amiga Moy de Toh¨¢ le hab¨ªa hablado de Pinochet, describi¨¦ndolo como alguien bonach¨®n y galante, que incluso les ped¨ªa a los ni?os Toh¨¢ que le llamaran Tata. Pinochet se le hab¨ªa acercado a Isabel en una recepci¨®n en honor de Orlando Letelier, al que Allende acababa de nombrar ministro de Defensa, para decirle lo encantado que estaba de conocer a la mujer del nuevo ministro. Cuenta Isabel que Pinochet hizo una reverencia, y dijo: "Qu¨¦ suerte conocerla", y agreg¨®: "Y una suerte tambi¨¦n para nosotros que todas las mujeres de los ministros sean tan buenas mozas". Y as¨ª hab¨ªa seguido, amabil¨ªsimo, preguntando por sus cuatro hijos. Y le asegur¨® que el Ej¨¦rcito estaba tan orgulloso de que Orlando -"nuestro Orlando", como Pinochet lo llam¨®- fuera ahora ministro, porque "¨¦l es de los nuestros", dijo, refiri¨¦ndose a que Orlando hab¨ªa sido cadete militar. "Hizo muy bien su papel cuando estaba en la Escuela Militar. Miramos su llegada con gran esperanza".
"Me dio la impresi¨®n", me explic¨® Isabel, "de un hombre que hac¨ªa todo lo posible por complacerme". Esta versi¨®n de un Pinochet meloso y hasta rastrero me fue confirmada despu¨¦s por el mismo Orlando, que se quejaba de que Pinochet fuera tan tremendamente servil y zalamero, hasta el punto de que le pon¨ªa nervioso. "Estoy inc¨®modo", me explicaba Orlando, "este Pinochet me quiere llevar el malet¨ªn, ?un general! Y quiere ayudarme a que me ponga el abrigo. Me recuerda a uno de esos hombrecitos de las peluquer¨ªas a la antigua que despu¨¦s de que te ha cortado el pelo viene con una escobita y te empieza a sacudir y limpiar los pelos del traje y luego espera una propina".
Tres semanas m¨¢s tarde, Isabel vuelve a ver a Pinochet. Ella y su amiga Moy, la mujer de Toh¨¢, van al Ministerio de Defensa unos d¨ªas despu¨¦s del golpe. No saben si sus maridos est¨¢n vivos o muertos o qu¨¦ ha pasado con ellos, y quieren pedir una entrevista con Pinochet para que ¨¦l les informe. Van subiendo piso por piso por las escaleras del ministerio y en cada piso son registradas de forma procaz y desagradable por los soldados. Y en un momento dado, cuando las dos mujeres est¨¢n caminando por el pasillo de uno de los pisos m¨¢s altos, hay una conmoci¨®n y ven que a lo lejos se va acercando un grupo de fot¨®grafos sacando fotos y se dan cuenta de que es Pinochet. El general reconoce a Moy y se detiene y la abraza y le da un beso, como si todav¨ªa fuera su viejo amigo y no el hombre que tiene preso a su marido. Moy no puede adivinar, esa primera vez que ve a Pinochet despu¨¦s del golpe y siente sus labios en la mejilla, que cinco meses m¨¢s tarde estar¨¢ parada frente a ¨¦l otra vez m¨¢s, rog¨¢ndole para que salve a su marido. Por ahora se siente esperanzada por la reacci¨®n de Pinochet, que le ordena a un coronel que les arregle una cita a "estas se?oras".
Y la cita que el oficial les otorga, escribiendo sus nombres en un gran libro sobre un atril en un despacho que quedaba en ese mismo piso, fue para el 23 de septiembre, que result¨® ser justo el d¨ªa del entierro de Pablo Neruda. De manera que ese d¨ªa, Isabel y Moy, acompa?adas de Irma, la esposa de Clodomiro Almeyda, que hab¨ªa sido el canciller de Allende y que tambi¨¦n estaba preso, acudieron a ver a Pinochet y tuvieron que perderse el funeral del m¨¢s grande poeta chileno, el premio Nobel de Literatura, que muri¨®, m¨¢s de tristeza que de c¨¢ncer, unos d¨ªas despu¨¦s del golpe. Les hicieron pasar a una oficina que era como un living; se sentaron en un sof¨¢ y ah¨ª las dejaron un buen rato.
Palabras incoherentes
"De repente, detr¨¢s de m¨ª", dice Isabel, "se abri¨® la puerta y se escucharon unos gritos destemplados, una serie de palabras incoherentes, nerviosas. Esa voz dec¨ªa: 'Sus maridos est¨¢n en perfectas condiciones, bien alimentados, bien vestidos, est¨¢n muy bien'. Yo me di la vuelta para mirar qui¨¦n pod¨ªa ser, y, claro, era Pinochet, que entraba a la pieza enojad¨ªsimo. Alcanc¨¦ a verlo en el momento en que gritaba: 'Si la cosa hubiera sido al rev¨¦s, ah¨ª...'. Y Pinochet se pas¨® el ¨ªndice por la garganta y sac¨® la lengua, poniendo una cara extra?a, como si lo hubieran degollado. Fue tan grotesco que tuve que reprimir mi propia risa".
"Debe de ser", agrega Isabel, "que yo, por haber pasado tantos a?os en Estados Unidos, tengo un sentido del humor bien especial. Pero ah¨ª est¨¢bamos nosotras, indefensas, con nuestros maridos desaparecidos, que nos hab¨ªan pasado por qui¨¦n sabe cu¨¢ntos registros de seguridad, y ¨¦l era el que ten¨ªa miedo, ¨¦l era el que estaba enojado. Alterad¨ªsimo".
Yo interrumpo a Isabel. "Pero si eso se parece a la rabieta que tiene con Moy cinco meses m¨¢s tarde, cuando ella va a visitarlo de nuevo para pedirle que salve a Jos¨¦ Toh¨¢".
"Parece que despu¨¦s del golpe, Pinochet estaba siempre enojado", responde Isabel, "porque ah¨ª se puso de nuevo a gritar, de repente, refiri¨¦ndose a Allende: 'A ese traidor, aunque est¨¦ bajo tierra...'. Y entonces se par¨® Irma y le dijo: 'En esos t¨¦rminos no, general', haciendo un adem¨¢n de que iba a retirarse. Y eso pareci¨® calmar un poco a Pinochet. Se puso m¨¢s sobrio. '?Qu¨¦ las trae por ac¨¢, se?oras?".
"Cada una dijo lo suyo, y cuando me toc¨® a m¨ª, expliqu¨¦: 'A m¨ª me llaman de Holanda, me llaman de Estados Unidos, de otras partes, y quieren saber d¨®nde est¨¢ Orlando, qu¨¦ ha pasado con ¨¦l, y yo no s¨¦ qu¨¦ decirles'. Y era cierto, no ten¨ªamos ninguna noticia sobre la suerte de nuestros maridos".
"Sobre esto", dijo Pinochet, "no hay respuesta". Y volvi¨® a decir que estaban bien alimentados, bien vestidos, en perfectas condiciones. De nuevo, enojado.
Le pedimos entonces que nos dejara comunicarnos con nuestros maridos.
-Imposible.
-Pero los ni?os -dijo Moy-. Carolina y Jos¨¦. Ellos quieren saber de su padre. Usted los conoce.
Pinochet vacil¨® un instante, y enseguida:
-Bueno, que escriban.
-?Y nosotras?
-Bueno, tambi¨¦n, tambi¨¦n, que escriban, que escriban.
Est¨¢bamos contentas porque si pod¨ªamos escribir, quer¨ªa decir que nuestros maridos estaban vivos. Pero Moy sigui¨® a la carga:
-?Y las dem¨¢s se?oras? -pregunt¨®, porque hab¨ªa tantas otras mujeres de ministros y dirigentes que estaban presos sin que se supiera su paradero ni destino.
-Bueno, ya, ya, ya. Que tambi¨¦n escriban.
Muy exasperado Pinochet, pero a la vez animado por alg¨²n ins¨®lito sentido de la justicia militar, que si le das permiso a una persona, tienes que d¨¢rselo a todas las dem¨¢s.
Y ¨¦sa fue la ¨²ltima vez que Isabel Morel de Letelier vio al general Augusto Pinochet Ugarte.
Dej¨¢ndola durante a?os con la pregunta que yo tambi¨¦n me he estado haciendo tanto tiempo: c¨®mo se entiende el salto entre un Pinochet y el otro, c¨®mo se transforma el hombre que la trat¨® tres semanas antes con galanter¨ªa y melosidad en ese ser vociferante, desarticulado, col¨¦rico.
Todos complotando
La interpretaci¨®n de Isabel es sencilla.
Pinochet, seg¨²n ella, es un sobreviviente. Llega a darse cuenta unos d¨ªas antes del golpe de que todos est¨¢n complotando y no quiere meterse. Pero todos se han metido y piensa: "Si no me meto, me matan".
De ah¨ª que, cuando finalmente se une a los conspiradores, tiene que asumir un lenguaje vulgar y bravuc¨®n para que nadie piense que ¨¦l es d¨®cil y sumiso, como ha sido hasta ahora su personalidad. Tiene que montarse en el macho, montarse encima de todos los otros. Tiene que estar siempre enojado, siempre creando temor.
?Por qu¨¦ ser¨¢?
"Porque tiene un miedo p¨¢nico", dice Isabel. "Es as¨ª como se entiende a Pinochet. Es un sobreviviente".
?Ser¨¢ cierto?
Tanto tiempo pensando yo que nosotros ten¨ªamos que exorcizar a Pinochet y mientras tanto, sin que nos di¨¦ramos cuenta, era ¨¦l quien hab¨ªa estado tratando desesperadamente de exorcizarnos de su vida, era ¨¦l quien tem¨ªa, como Macbeth, el retorno incesante de los fantasmas.
La clave secreta de Pinochet
?Ser¨¢ tan primordial como esto?
?Ser¨¢ cierto que todos estos a?os el que tuvo de veras miedo fue ¨¦l? ?Y que la ¨²nica manera de borrar al hombre que le llevaba el malet¨ªn a Orlando Letelier era matar a Orlando Letelier? ?Y que la ¨²nica manera de olvidar al hombre que jur¨® lealtad y amistad al general Prats era mandar asesinar al general Prats? ?Y que la ¨²nica manera de negar al hombre que llev¨® regalos al hijo de Jos¨¦ Toh¨¢ era ultimar a Jos¨¦ Toh¨¢? ?Que todos estos a?os la persona a la que m¨¢s tem¨ªa era a ¨¦l mismo, al hombre que ¨¦l alguna vez lleg¨® a ser, al hombre que ¨¦l hab¨ªa sofocado y muerto cuando se uni¨® a la conspiraci¨®n contra Allende?
Qu¨¦ grand¨ªsimo hijo de puta.
Y pensar que casi caigo en la trampa de tenerle l¨¢stima.
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