Tres cosas hay en la vida
La primera vez que ca¨ª en la cuenta de que la cosa iba en serio y hacerse viejo era un mal rollo fue cuando encerraron a mi abuela por demencia senil. Por suerte, su cautiverio s¨®lo dur¨® tres meses porque se muri¨® -creo que de pena-. A partir de aquel momento empec¨¦ a darme cuenta de por qu¨¦ estaban tan saturadas las residencias: los viejos son un estorbo, especialmente cuando no pueden valerse por s¨ª mismos. Nadie tiene tiempo ni humor para dedicar unos minutos a escucharles y, con la excusa de que todos trabajamos y no hay tiempo que perder, nuestros abuelos se van quedando como momias abandonadas, sentados en su sill¨®n delante de la tele, que es la manera de que no estorben, y a¨²n mejor, de que no piensen. Si Occidente -esa civilizaci¨®n aparentemente avanzada- aborrece a sus viejos, Oriente y los pa¨ªses ¨¢rabes los veneran. A nadie se le ocurrir¨ªa encerrar al abuelo en Marruecos, en India o en China, sencillamente porque ellos son los patriarcas y se les debe un respeto. Esos abuelos viven con la familia y se sienten ¨²tiles hasta el d¨ªa de su muerte, que es de lo que se trata.
Si Occidente, esa civilizaci¨®n aparentemente avanzada, aborrece a sus viejos, Oriente y los pa¨ªses ¨¢rabes los veneran
La cosa es que hace unos meses que un conocido m¨ªo est¨¢ en una residencia de Barcelona. Tiene 84 a?os y a veces perd¨ªa el mundo de vista y le daba por levantarse a media noche a buscar papeles, o agred¨ªa a su mujer, o se iba de casa. Total que ella -que tiene su edad- decidi¨® buscar una residencia, sin saber en qu¨¦ l¨ªo se met¨ªa. Se fue a hablar con la asistenta social de su barrio. Y lo primero que ella le pregunt¨® fue de qu¨¦ cantidad de dinero dispon¨ªan en el banco, con lo cual mi amiga se qued¨® de piedra y, asustada, le contest¨® media verdad, o sea, la mitad de sus ingresos. Hay que se?alar que esa pareja vivi¨® la amarga experiencia de quedarse sin parte de los ahorros acumulados a lo largo de toda su vida por culpa del se?or De la Rosa (que de se?or no tiene nada). La asistenta le comunic¨® que con aquella cantidad no ir¨ªa a ning¨²n sitio y que se quedar¨ªa en la calle, con lo cual mi amiga - a sus 84 a?os y sin tener ni idea de por d¨®nde empezar- se lanz¨® a la calle en busca de un geri¨¢trico que conviniera a sus necesidades.
Todo lo que encontr¨® cerca de su barrio estaba lleno, pero lo que m¨¢s la impresion¨® fueron las cantidades que le ped¨ªan. Si hablamos en pesetas -como habla ella-, las cifras pueden rozar las 300.000 mensuales. Sigui¨® buscando porque no se ve¨ªa con ¨¢nimos de quedarse en casa sola con el marido (no tienen ning¨²n hijo porque se les muri¨® en una operaci¨®n). A ella le hubiera gustado encontrar una residencia con jard¨ªn, porque su marido estaba acostumbrado al aire libre y a cuidar un peque?o huerto que ten¨ªan instalado en la terraza. Pero eso era pedir demasiado y tuvo que conformarse con una residencia en una de las calles m¨¢s ruidosas del Eixample. Y all¨ª est¨¢, sin jard¨ªn, ni amigos, ni una bocanada de aire puro. Cuando le visito le encuentro siempre sentado en la misma silla, en el mismo rinc¨®n, rodeado de hombres y mujeres que ya no son de este mundo. Paga -en pesetas - 270.000 al mes por una habitaci¨®n compartida; la ropa la lava su mujer.
Los ancianos pasan las horas en una sala donde no cabe ni una aguja. Las sillas van escasas y el visitante debe procurar no dejar la suya porque, si no, se la lleva alguien. Todos visten impecablemente y a la mayor¨ªa se les nota una clase que llevan impregnada en su ser y que ni la vejez ni la enfermedad pueden borrar jam¨¢s. Se sientan siempre en el mismo sitio y pasan la tarde sin hacer nada, esperando la hora de cenar. Algunos tienen la compa?¨ªa de su pareja, de su hija, pero la mayor¨ªa est¨¢n solos. De vez en cuando alguien rompe a llorar o levanta los brazos como pidiendo ayuda. Los otros le miran en silencio, los visitantes que ya lo conocen le animan sin ¨¦xito. Los m¨¢s felices son los que no se enteran de nada. Hay un se?or que colecciona peines y de vez en cuando se los saca del bolsillo y los quiere vender. Otro -que hab¨ªa sido m¨¦dico- fuma puros en la terraza esperando a su hijo. Otro m¨¦dico que s¨®lo sonr¨ªe tiene a su sirvienta hecha una furia porque no cobra. Otro s¨®lo busca a alguien que sea de Vilanova, como ¨¦l. Otra no para de llorar. En el centro de la sala hay una asistenta que anima a confeccionar collares de bolitas. Pero son pocas las que le siguen. Lo que le gusta m¨¢s es cantar. Tiene especial devoci¨®n por los temas de zarzuela, que canta a pleno pulm¨®n. El se?or de los peines es el que mejor entona. A veces la asistenta consigue formar un coro. Parece una olla de grillos y los visitantes se divierten. "?Mira que eres linda!", canta ella dirigiendo los brazos a una dama en silla de ruedas que babea. La se?ora ni se inmuta. Cuando la asistenta consigue m¨¢s qu¨®rum es con Tres cosas hay en la vida. Aquello se convierte en una explosi¨®n de j¨²bilo y hasta el de Vilanova, que hace poco lloraba porque se hab¨ªa ido su mujer, sonr¨ªe. "?Salud, dinero y amor!", cantan al un¨ªsono. Mi amigo sigue con su mirada triste, esperando el d¨ªa de volver a casa a cuidar su huerto. No camina m¨¢s de 10 pasos cada d¨ªa, cuando hace s¨®lo cuatro meses andaba m¨¢s de un kil¨®metro.
Visto el panorama, miro a mis hijos y me pregunto qu¨¦ har¨¢n conmigo si llega el caso. No quisiera terminar mis d¨ªas cantando Tres cosas hay en la vida ni ning¨²n repertorio de zarzuela. Pero nunca se sabe.
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