Un instante de gracia absoluta
Hace medio siglo que, arrastrados por el brote del inmenso talento de Luis Garc¨ªa Berlanga, un pu?ado de gentes del cine espa?ol, entre los que hab¨ªa quienes se mor¨ªan de ganas de buscar y rebuscar las mierdas que el fascismo estaba ocultando debajo de las alfombras de esparto de esta tierra, emprendieron la preciosa aventura de volverlas del rev¨¦s y burlarse de las miserias de la vida bajo el franquismo, fingiendo que una pel¨ªcula pasaba a la dictadura la mano por el hombro y halagaba a la Espa?a oficial por poner a parir a la canallada de la filantrop¨ªa norteamerica del Plan Marshall, que pas¨® por encima del hambre espa?ola sin detenerse a echar un mendrugo.
Nada volvi¨® a ser lo mismo en el cine espa?ol desde que aquella genial pel¨ªcula cumpli¨®, y con creces, la luminosa maldad que se propon¨ªan al escribirla Berlanga, J. A. Bardem y, metiendo metralla subterr¨¢nea, el genial aguij¨®n del comediante Miguel Mihura, cuya aportaci¨®n de glorioso veneno al acabamiento del gui¨®n fue esencial. Era tan libre y sutil el ¨¢cido esc¨¦ptico que destilaba aquel estallido de inventiva y de gracia absoluta, que los guardianes de la dictadura no lo olieron. No se enteraron de qu¨¦ y por d¨®nde iba el exacto salivazo y dejaron vivir sin tijeretazos mortales a una obra grave, pero vestida de charanga, simp¨¢tica y alegre, de las que se dec¨ªan con orgullo espa?ol¨ªsimas, con aspecto amable de sainetillo candoroso que, de pronto, en no se sabe bien qu¨¦ pliegue de su alada secuencia, soltaba un zarpazo de iron¨ªa tan afilado que si aquello no era ferocidad se le parec¨ªa mucho.
No ha perdido -al contrario, lo ha ganado por el lado severo- esta maravilla de la imaginaci¨®n subversiva lo esencial del inefable humor sublevado que la hizo c¨¦lebre en el mundo y que encresp¨® a algunas antenas averiadas del nacionalismo estadounidense, como las de Edward G. Robinson, que tras verla en el festival de Cannes -en el que era presidente del jurado, lo que no benefici¨® al filme- la empredi¨® contra la escena de la inquisici¨®n macartista, cuando lo que le perturb¨® fue la blasfema imagen de la banderita de barras y estrellas arrastrada por la lluvia a la boca del canalillo de un alba?al, en busca del destino natural de todas las banderitas, el estercolero.
Esta imagen semiescondida pasa inadvertida hasta que, ya pasada, se percibe el golpe de su potencia iconoclasta. Y ¨¦sa es la imagen que abre desde dentro la fuerza de demolici¨®n ir¨®nica que hay en la exhibici¨®n de genialidad de un pu?ado de int¨¦rpretes portentosos, viejos c¨®micos que se convirtieron en cumbre del cine espa?ol y de los que Berlanga, esta y otras veces, extrajo la esencia de su genialidad, comparti¨¦ndola con ellos. Sigue vivo el filme, porque lo mantienen vivo Isbert, Mor¨¢n, Roa, Fern¨¢ndez, Romea, Alonso y el asombroso ingenio de Berlanga para cruzar sus talentos y trazar con ellos ese m¨¢gico tejido de interrelaciones de rostros de fondo que tal vez es la aportaci¨®n m¨¢s rica y singular del cine espa?ol al Cine.
Babelia
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