Permanencia
Los f¨ªsicos Werner Heisenberg y Niels Bohr, dos de los fundadores de la mec¨¢nica cu¨¢ntica, paseaban cierto d¨ªa junto al castillo de Kronberg, en Dinamarca, cuando Bohr, seg¨²n el relato del primero, coment¨® la extra?eza que le causaban sus propios sentimientos: como cient¨ªfico, s¨®lo pod¨ªa ver el castillo como una estructura en piedra, reparar en la calidad verde de la p¨¢tina del tejado o en las tallas de su capilla. Sin embargo, al saber que Kronberg era Elsinor, el castillo de Hamlet, su impresi¨®n cambiaba radicalmente. Como cient¨ªfico, el hecho de que Shakespeare situara en ¨¦l la morada de Hamlet no deb¨ªa alterar en nada su percepci¨®n del castillo, pero lo cierto era que el recuerdo de esta tragedia hac¨ªa de su experiencia un acontecimiento totalmente diferente.
Como los antiguos canteros marcaban con un punz¨®n su firma, el sentimiento es capaz de dejar su huella en la piedra
?Qu¨¦ clase de energ¨ªa ponen en juego las piedras de Elsinor, unas piedras que han escuchado las dudas de Hamlet, que se han preguntado por los sue?os de la muerte, que han sido eco de la locura de Ofelia o han palpado la sangre del rey de Dinamarca?
Gracias a la fuerza de los sentimientos, las piedras guardan memoria de esas dudas, de esos sue?os, y esa memoria, sumida en la materia, se desprende de ¨¦sta cada vez que alguien la pone en marcha, al entrar en resonancia con su recuerdo; cada vez que alguien toca el instrumento de la piedra.
Como los antiguos canteros marcaban con un punz¨®n un signo distintivo, su firma sobre la piedra que trabajaban, el sentimiento es capaz de dejar su huella en la piedra.
En el Lie zi, El libro de la perfecta vacuidad, se cuenta la historia de una muchacha que, de viaje hacia el pa¨ªs de Qi, y habi¨¦ndose quedado sin provisiones, canta para pagar su habitaci¨®n en una posada. El sonido, la profundidad del sonido, se enrosca a las vigas de la casa, que siguen sonando sin cesar durante tres d¨ªas consecutivos despu¨¦s de su marcha, haciendo que todos en la posada crean que no la ha abandonado. El relato deja en nosotros tambi¨¦n una estela de significado.
Es la energ¨ªa de la emoci¨®n que se convierte en memoria de s¨ª misma. El espectro del padre de Hamlet es la huella profunda de un crimen que contin¨²a hablando. Junto al Elsinor contempor¨¢neo, Heisenberg y Bohr la sienten. No saben acotarla, no pueden medirla, pero la perciben. No perciben una idea, sino una energ¨ªa, una vibraci¨®n que resuena una y otra vez en el tiempo.
Y cuantas m¨¢s veces se repita, cuantas m¨¢s veces resuene ese instrumento invisible, mayor ser¨¢ la energ¨ªa que atrapar¨¢ al int¨¦rprete.
El s¨ªmbolo de la cruz se superpone al sacrificio de una mirada, entra en sinton¨ªa con la cruz misma de una mirada. El linga de los altares de la India es un im¨¢n que atrae la oraci¨®n: la talla en piedra devuelve la fe multiplicada por la fe de millones de fieles; la energ¨ªa de la fe se incuba en la piedra y rebota hacia el orante, intensamente fortalecida.
La fe tiene la fuerza de un sonido, es un sonido.
Por un momento, al separar las hojas ca¨ªdas en la l¨¢pida del cementerio abandonado, y leer un epitafio, escuchamos el rumor de la piedra que despierta del letargo. Llega el eco del instrumento enterrado; recorremos la distancia del sonido; nos convertimos en recept¨¢culo de un sentimiento; nos reconciliamos con el tiempo.
Pienso en todo esto, cuando contemplo una vez m¨¢s la pintura de Caspar David Friedich: el viajero errabundo contempla el horizonte de monta?as desde una encumbrada roca. A sus pies, un mar de niebla nos habla del duro ascenso. Del viajero s¨®lo vemos la espalda. No hace falta imaginar la expresi¨®n que domina su rostro, porque inmediatamente sabemos que es la nuestra: una mezcla de v¨¦rtigo hecho de distancia y de aceptaci¨®n. Mi mirada abismada sustituye a la mirada del viajero, multiplicando su alcance; nuestra mirada, la mirada de Friedich, la mirada de otros muchos antes que nosotros: un juego de lentes. El viento surge del ¨®leo y resuena en nuestros o¨ªdos. El abismo del cuadro se convierte en el im¨¢n del linga y nos devuelve la energ¨ªa de todas las miradas que se han asomado a ¨¦l. El v¨¦rtigo se apodera del mismo horizonte del cuadro.
Heisenberg y Bohr vuelven a caminar junto al castillo de Hamlet. La poes¨ªa contin¨²a escuchando el sonido de la piedra y hace de ese sonido la ¨²nica realidad.
Durante un tiempo, tras la muerte de un familiar, algunos pueblos de la antig¨¹edad ten¨ªan cuidado de guardar bien tijeras u objetos punzantes: el muerto rondaba la casa y pod¨ªa herirse... tan perceptible era la presencia del fantasma, el rumor de quien todav¨ªa no hab¨ªa podido partir hacia el m¨¢s all¨¢, atado a¨²n a la tierra por las cadenas del apego. Su resonancia era casi tangible.
La fot¨®grafa sueca Miriam B?ckstr?m intenta atrapar en su obra esos fantasmas, esas almas que todav¨ªa no han abandonado la habitaci¨®n en la que alguien acaba de morir, fotografiando espacios aparentemente vac¨ªos. Unas habitaciones en las que, sin embargo, alguien ha llorado; alguien ha sentido miedo; alguien no ha sabido decir adi¨®s. Quiz¨¢ el instrumento de Elsinor, la perplejidad de Niels Bohr, se traduzca en un sonido a la vista de quien interprete ese vac¨ªo, esa reordenaci¨®n de ¨¢tomos que se produce ante una partida.
Los sentimientos, m¨¢s duraderos que las fuentes que los originaron, son due?os de su propia materialidad.
Tantas cosas se quedan realmente, tantos caminos hay para los sentimientos... tantas llamadas y asteriscos en las l¨ªneas del tiempo.
Se quedan los misterios y, una y otra vez, los misterios son nuestros imanes.
Misteriosa invitaci¨®n la del gato de Alicia: en la rama del ¨¢rbol parece la serpiente del para¨ªso.
Su sonrisa, o el sentimiento que se esconde tras los barrotes de esa infinita hilera de dientes, no desaparece.
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