Necesidad de la literatura
Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo alguno. Vivir, para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesi¨®n de conformidades, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con ¨¦l, sentidos, referencias y todo ese mon¨®tono universo de ecos que los medios de transmisi¨®n de im¨¢genes, sonidos y letras codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibilidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero tambi¨¦n, por los intereses pol¨ªticos que las dominan y orientan, pueden hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspectivas, para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las im¨¢genes y las palabras nos conforman a sus semejanzas -a las determinadas semejanzas que nos agobian- y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo as¨ª como conformarse con lo que hay e, incluso, aceptar que "no hay quien d¨¦ m¨¢s". Pero conformarse a?ade tambi¨¦n otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia, para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa p¨¦rdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que, como dec¨ªa el fil¨®sofo, "hemos llegado a construir nuestra propia estatua", es p¨¦rdida de ser, p¨¦rdida de la sustancia que nos pertenece o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos.
La lectura, los libros, son el m¨¢s asombroso principio de libertad y fraternidad
A veces esta p¨¦rdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada consciencia individual, donde s¨®lo el lenguaje interior con el que acompa?amos a cada uno de los instantes de la vida presta la suficiente luz para reconocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos conforma, en una ¨¦poca tan abundante de mon¨®tonos mensajes y tan retumbante de comunicaciones, puede, efectivamente, conformarnos con desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la consciencia. Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad. Tal vez, por las resonancias marxistas -hoy tan olvidadas-, apenas utilizamos el concepto de "alineaci¨®n" (entfremdung) para expresar un constante fen¨®meno de la cultura contempor¨¢nea.
Esa excesiva informaci¨®n que los medios de comunicaci¨®n nos ofrecen, a trav¨¦s de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillarnos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones; donde aparecen tambi¨¦n los "imaginarios" con los que esos medios elaboran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses econ¨®micos: intereses de poder. Nunca ha sido m¨¢s arrolladora la maquinaria para crear alienaci¨®n, para aniquilar. Alienaci¨®n quiso decir, en toda la historia del idealismo alem¨¢n, desde Guillermo de Humboldt, la disoluci¨®n del vigor intelectual y sentimental de la cultura en un conglomerado de tensiones, obsesiones, ideas y realidades insustanciales que nos vac¨ªan y cosifican.
Nos convertimos as¨ª en peque?os bloques ideol¨®gicos o, mejor dicho, en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen est¨ªmulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la terrible l¨®gica de la falsedad. Porque esa l¨®gica se hace de los retazos que sostienen pasiones ego¨ªstas, soluciones incompletas a los problemas de la vida y de la sociedad. Una l¨®gica de la incoherencia que, sin embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la "publicidad" pol¨ªtica e ideol¨®gica que nos sirven, efectivamente, para la total enajenaci¨®n. Todo esto nos conduce a un hecho fundamental de la sociedad de nuestros d¨ªas. Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser personas, seres aut¨®nomos y reales, si no tienen posibilidad de desarrollar su propio pensamiento por muy modesto que sea. Un pensamiento que s¨®lo se nutre de libertad.
La lectura, los libros, son el m¨¢s asombroso principio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegr¨ªa, de luz reflejada y escudri?adora, nos deja presentir la salvaci¨®n, la ilustraci¨®n, frente al trivial espacio de lo ya sabido, de las aberraciones mentales a las que acoplamos el inmenso andamiaje de noticias siempre las mismas, porque es siempre el mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan m¨¢s, y nos dan otra cosa. En el silencio de la escritura cuyas l¨ªneas nos hablan, suena otra voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin su compa?¨ªa, jam¨¢s habr¨ªamos llegado a descubrir. Uno de los prodigios m¨¢s asombrosos de la vida humana, de la vida de la cultura, lo constituye esa posibilidad de vivir otros mundos, de sentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo en la inmediata compa?¨ªa de la triturada experiencia social y sus, tantas veces, pobres y desrazonados saberes.
La literatura no es s¨®lo principio y origen de libertad intelectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podr¨ªa cerrarnos jam¨¢s, a pesar de todas las censuras. S¨®lo una censura ser¨ªa realmente peligrosa: aquella que, inconscientemente, nos impusi¨¦ramos a nosotros mismos porque hubi¨¦ramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los grumos mentales, la pasi¨®n por entender, la felicidad hacia el saber.
Toda verdadera liberaci¨®n, todo gozo de vivir y de sentir, empieza en nuestra mente. Y esa mente, parte ideal de nuestro cuerpo en la prodigiosa red de sus neuronas, requiere tambi¨¦n alimentaci¨®n y sustento. Las palabras son la sustancia de las que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho lenguaje, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el decir, todo el sentir, es posible. Pero un mundo, adem¨¢s, que, en su soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya nadie manipula, nadie tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar.
Las palabras de la obra literaria est¨¢n libres tambi¨¦n de todo compromiso con los latidos del presente, con los desgarros de la pragmacia, con las insinuaciones del oportunismo y de la doblez. Pero, al mismo tiempo, nos comprometen con un mundo m¨¢s hermoso -quiero decir de "formas" m¨¢s claras-, con el mundo ideal de los sue?os en su m¨²ltiple, dispar, idealidad de sus inacablables propuestas. La literatura nos ense?a a mirar mejor este mundo de las cosas a¨²n no bien dichas, estos contornos hist¨®ricos inmediatos de los balbuceos pol¨ªticos, de los apa?os para justificar el ego¨ªsmo envilecido, de las trampas para conformarnos a vivir con la desesperanza de que lo que hay ya no da m¨¢s de s¨ª.
Basta haber sentido alguna vez hablar, a trav¨¦s de la escritura, a nuestros cl¨¢sicos, a los cl¨¢sicos del siglo XX y de todos los siglos, para entender qu¨¦ quiere decir tan sorprendente y extra?a palabra. Suponemos que su clasicismo tiene que ver con una llamada de atenci¨®n para que despertemos de las oscuras pesadillas diarias. En la etimolog¨ªa de "cl¨¢sico" est¨¢ tanto el significado de Clar¨ªn que nos convoca y aviva, como el de ciudadano de primera clase, el de orden; pero tambi¨¦n el de modelo. Un modelo que no est¨¢, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar comportamientos o actitudes. El car¨¢cter mod¨¦lico de los cl¨¢sicos, capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpretaciones que sobre ellos se hagan, consiste, precisamente, en hacer vivir, en incorporarse, desde la inalterable p¨¢gina de la escritura que la sostiene, al latido del coraz¨®n de cada lector. Un latido que es ef¨ªmero, que es tiempo, pero un tiempo que, desde la aparente frialdad de p¨¢ginas que superaron los siglos o los a?os, adquirieron, por ello, una cierta forma de pervivencia, que se encarna, de nuevo, en el cuerpo y en el aire que respira el lector.
Tendr¨ªamos que agradecer a todos esos escritores que nos acompa?an, en el siempre breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que construyen una humana manifestaci¨®n de eternidad. Una eternidad que no promete otra existencia m¨¢s all¨¢ de las fronteras de cada vida y que, en el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja esquivar las paredes del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las espaldas de no s¨¦ bien qu¨¦ especie de inacabada amistad.
El lenguaje fue, como es sabido, lo que empez¨® a distinguir al animal humano de todos los otros animales pr¨®ximos a ¨¦l. Un lenguaje que, adem¨¢s de comunicaci¨®n y comprensi¨®n, cre¨® tambi¨¦n sensibilidad, emociones, pasiones, desde el complejo entramado de la realidad corporal. Pero las palabras, fuente de abstracci¨®n y solidaridad, se fueron ci?endo al territorio de las primeras e inmediatas experiencias, a lo que los ojos ve¨ªan y las manos tocaban, condicionadas a la dureza del vivir, a la necesidad de sobrevivir: "ma?ana llover¨¢", "tengo sed", "la cosecha es buena", "quiero comprar tu escudo".
En un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunci¨® ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hex¨¢metro: "Canta, Musa, la c¨®lera de Aquiles", y no exist¨ªa Musa alguna que cantase, ni siquiera Aquiles alguno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la que cantaba, sino el hombre que dec¨ªa esos versos, que nos har¨ªan emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas eran el origen de esa emoci¨®n. Al no podernos conformar a ninguna experiencia pragm¨¢tica, ese lenguaje nos ense?aba que o¨ªr, leer, interpretar se desplazaban ya a un dominio donde la naturaleza del "animal que habla" constru¨ªa y afianzaba su posibilidad, su liberaci¨®n y, en definitiva, su humanidad.
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