Guerra de marchas
La guerra de marchas y manifestaciones en Venezuela no puede mantenerse de manera indefinida -y menos a¨²n en el contexto de una huelga general que ya va para tres semanas- sin que el paroxismo reinante corra el peligro de desbordarse en cualquier momento y se reproduzcan as¨ª los grav¨ªsimos sucesos de abril pasado, en los que perdieron la vida 19 manifestantes. Eso es precisamente lo que en el corto plazo hay que evitar por encima de todo. Un sentimiento masivamente ciudadano -y no solamente de aquellos que hayan estado siempre en contra de un l¨ªder populista como el presidente Ch¨¢vez, de gestos izquierdizantes y que emplea el t¨¦rmino bolivariano como quien amenaza con la revoluci¨®n pendiente- es capaz de convocar en la calle a cientos de miles de manifestantes que piden su renuncia o, en su defecto, la celebraci¨®n de elecciones anticipadas. Enfrente, los partidarios de Ch¨¢vez, con frecuencia armados, se yerguen como un muro menos masivo pero igual de resuelto a impedir, como el viernes pasado, que la protesta llegue hasta el palacio de Miraflores, donde reside el primer magistrado.
Y, como tel¨®n de fondo, ese paro que parece haberse centrado en la lucha por el control de Petr¨®leos de Venzuela (PDVSA), gigantesco consorcio de 60.000 trabajadores que es el verdadero pulm¨®n de la econom¨ªa del pa¨ªs. En estos momentos, pese a que el Supremo ha declarado ilegal la huelga de los empleados de la compa?¨ªa, ¨¦sta sigue desafiante, ampar¨¢ndose en un art¨ªculo de la Constituci¨®n just¨ªficalo-todo, el 350, que, ret¨®ricamente, establece el derecho del venezolano a la desobediencia a un Gobierno ileg¨ªtimo o antidemocr¨¢tico: el derecho de rebeli¨®n cl¨¢sico contra el tirano.
Ni la protesta presenta hoy signos de debilitamiento ni el poder parece que pueda asistir, m¨¢s o menos impotente, al desabastecimiento cada vez m¨¢s angustioso de la poblaci¨®n o a la negativa de los huelguistas de someterse a una legalidad que ha sido establecida, en cualquier caso, por medios perfectamente democr¨¢ticos. Ch¨¢vez no se halla en Miraflores como producto de una asonada -aunque s¨ª lo intent¨® en 1991 como militar-, sino como consecuencia de un proceso electoral al que en su d¨ªa nadie puso pega alguna.
La soluci¨®n al cargad¨ªsimo impasse venezolano s¨®lo puede venir por la v¨ªa del di¨¢logo. El secretario general de la OEA, el colombiano C¨¦sar Gaviria, est¨¢ en Caracas al frente de una operaci¨®n mediadora internacional cuyo ¨¦xito depende de la capacidad de ceder de las partes para abrir el camino a una soluci¨®n pac¨ªfica al problema.
Ch¨¢vez sabe que, mientras conserve el apoyo del Ej¨¦rcito, puede mantenerse en el poder, pero no sin exponerse a pagar por ello, en cualquier momento de ceguera propia o ajena, el precio de un pavoroso derramamiento de sangre, as¨ª como sumir en la ruina econ¨®mica a la naci¨®n. Por eso deber¨ªa convocar elecciones en un plazo prudente, para que los ciudadanos decidan, expresando libremente su opini¨®n, como lo han hecho hasta ahora. No es la libertad de prensa lo que hoy sufre en Venezuela.
Y de otro lado, la oposici¨®n, necesariamente m¨²ltiple y, por ello, con puntos de vista pol¨ªticos de imposible coincidencia m¨¢s all¨¢ del prop¨®sito de derrotar al chavismo, no puede exigir m¨¢s ca¨ªda que la que determinen las urnas. El golpe de Estado civil del 11 de abril pasado, que s¨®lo pudo apartar del poder al presidente por 24 horas, no debe en modo alguno repetirse. Es al propio Ch¨¢vez al que m¨¢s le conviene relegitimarse con el voto aunque una interpretaci¨®n estricta de la legalidad no se lo exija.
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