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Imaginando una paz posible

Ariel Dorfman

Mientras m¨¢s se aproxima la posibilidad de otra conflagraci¨®n internacional en que tantos inocentes van a morir, m¨¢s urgente es para los escritores -y no s¨®lo ellos- buscar se?ales en nuestra vida cotidiana de una paz que se nos escapa, poner de manifiesto modelos de comportamiento que podr¨ªan conjurar los demonios del estrago y la guerra.

?Por qu¨¦ ser¨¢n tan escasas las historias de paz , tan dif¨ªciles de hallar y tan dif¨ªciles para transmitir? ?Ser¨¢ el car¨¢cter espectacular y dram¨¢tico lo que explica la fascinaci¨®n que ejercen las historias b¨¦licas sobre nuestra imaginaci¨®n colectiva e individual? ?Es la masividad seductiva del torbellino de im¨¢genes violentas que nos circunda lo que hace inevitable la postergaci¨®n y derrota de las peque?as epopeyas de la paz que -cuando aparecen y si es que aparecen- tienden a representarse como mon¨®tonas y aburridas, una mera ausencia, un bostezante interludio entre hostilidades a punto de recomenzar?

Y, sin embargo, basta con abrir un poco m¨¢s los ojos para sorprender a nuestro alrerdedor cr¨®nicas de paz, incidencias y alegorias de paz, f¨¢bulas y ejemplos y espejos de una paz excitante. Aun en aquellos casos en que nos hemos preparado para descubrir se?ales de contienda y beligerancia.

Es lo que me sucedi¨® hace unos meses cuando, encargado por National Geographic de escribir un libro sobre el desierto chileno, viaj¨¦ con mi mujer Ang¨¦lica a la ciudad de Iquique. Hab¨ªamos planeado nuestra visita a ese puerto del Norte de Chile para que coincidiera con el feriado del 21 de mayo, fecha que conmemora el Combate Naval de Iquique, la batalla que, en 1879, le dio a mi pa¨ªs dominio sobre el Pac¨ªfico y la consiguiente victoria en su guerra contra Per¨² y Bolivia. Estaba curioso yo por presenciar, en el lugar mismo de los hechos, c¨®mo se festejar¨ªa aquella pelea sangrienta contra pa¨ªses latinoamericanos vecinos que hab¨ªa terminado con la anexi¨®n de una amplia zona de un territorio rico en minerales, y la verdad es que esperaba casi perversamente toparme en Iquique con una retahila de im¨¢genes marciales y peroratas chauvinistas.

Despu¨¦s de presenciar, en efecto, durante una ma?ana entera homenajes castrenses y fervores patri¨®ticos y una vasta escuadra de barcos de toda laya que desparram¨® flores en la bah¨ªa donde esa batalla naval se hab¨ªa librado, Ang¨¦lica y yo concluimos nuestro paseo en la plaza principal de Iquique donde una muchedumbre festiva y vociferante y engalanada con los colores de la bandera chilena se hab¨ªa puesto a contemplar un par de tamborileros que, en una calle lateral, danzaban sus instrumentos. Y uso el verbo danzar de esa manera, transitivamente, porque es la ¨²nica manera de atinar siquiera una descripci¨®n de aquel espect¨¢culo de pies que suben y bajan y manos que percuten y vuelan, tocando m¨²ltiples tambores y bombos y timbales, el dum-dum-dum del gran barril en la espalda de los m¨²sicos acompa?ado por un encabalgamiento de incesantes repiqueteos y embates. Primos lejanos de los organilleros perdidos del planeta, hermanos ambulantes de los jazzistas, los tamborileros son unos enamorados del ritmo, un amor que se manifiesta no s¨®lo en el sonido sino que en el cuerpo mismo que gira y se estira y reverbera, se?alando y sintetizando en la m¨²sica y la cadencia y los pasos su doble herencia espa?ola y andina.

Ese d¨ªa en Iquique, los dos hombres se daban vuelta acompasadamente y, no obstante, con una secreta furia, una vuelta y otra vuelta y otra m¨¢s, pose¨ªdos y a la vez ausentes, sin atender lo que suced¨ªa en su entorno, aparentemente sin inter¨¦s en los adultos que celebraban las glorias gallardas del pret¨¦rito chileno o en los ni?os que celebraban el presente de los helados que se vend¨ªan en la vecindad. M¨¢s preocupante era que aquellos danzantes parec¨ªan no tener conciencia de algo m¨¢s amenazador que se les ven¨ªa encima. En efecto, por la Avenida Baquedano, la principal de Iquique, pod¨ªamos los espectadores percatarnos del sonido de una banda naval que avanzaba como una flecha, como una marea ineludible, avanzando desde la ceremonia que acababa de terminar hac¨ªa media hora atr¨¢s en el monumento al Marinero Desconocido al borde de la rampla, un grupo marcial que enfilaba derechito hacia la plaza, cuarenta, cincuenta m¨²sicos en marcha, hacia nosotros, hacia los tamborileros que hac¨ªan caso omiso de esa acometida, que no o¨ªan o simulaban no o¨ªr las trompetas, los atabales, los t¨ªmpanos militares. Tampoco la banda parec¨ªa interesada en evitar una colisi¨®n. Sus integrantes progresaban hacia los tamborileros como si no los vieran, como si no existieran. Nada en el mundo, pens¨¦, va a detener a estos m¨²sicos navales, y me puse a esperar el choque ineludible, casi deseando que se me confirmara la peor de mis anticipaciones, otra ri?a m¨¢s que agregar a un largo repertorio, la certeza de que esos soldados, como lo hab¨ªan hecho tantas veces en mi vida, iban a sofocar otra vez m¨¢s algo vivo y danzante y hermoso, arrollar¨ªan la creatividad popular, destruir¨ªan a quien se pusiera y opusiera en el camino. El hecho de que esos dos hombres ten¨ªan rasgos ind¨ªgenas y claramente proven¨ªan, a lo menos originalmente, de las monta?as, del interior de Am¨¦rica Latina y que quienes estaban a punto de atropellarlos eran representantes de la Armada, me permiti¨® interpretar ese enfrentamiento como una met¨¢fora de algo m¨¢s vasto. Me dije que no ser¨ªa, despu¨¦s de todo, la primera vez en la historia de nuestro continente en que hombres venidos del mar usar¨ªan su tecnolog¨ªa y poder¨ªo superiores para avasallar a los nativos.

?Volver¨ªa a suceder? ?Los dos tamborileros, armados solamente con su m¨²sica, iban a seguir bailando y tocando, invitando una confrontaci¨®n que se hab¨ªa repetido a lo largo de la existencia de Chile? O esos hombres indefensos emprender¨ªan, a ¨²ltima hora, su retirada, prefiriendo ser humillados y reducidos al silencio antes que recibir un escarmiento ejemplificador?

La multitud, vaticinando una refriega, de pronto enmudeci¨®, prepar¨¢ndose para ver, si no un r¨ªo de sangre, por lo menos un espect¨¢culo mezquinamente memorable, un desenlace dram¨¢tico, otro an¨¦cdota de guerra triste que agregar al cat¨¢logo.

No es lo que ocurri¨®.

Cuando el portaestandarte que encabezaba la banda naval se encontr¨® a unos pocos metros de los m¨²sicos andinos que segu¨ªan su imperturbable baile, en ese preciso instante, cada miembro de ese escuadr¨®n, como si estuviese animado por un acuerdo secreto o tal vez en concierto con el gran coraz¨®n del universo, lo cierto es que en ese mism¨ªsimo momento cada uno de esos uniformados simult¨¢neamente detuvo su marcha y su m¨²sica marcial. Sin que mediara ni una se?al escondida, ni una orden expl¨ªcita, del oficial a cargo del destacamento. Es, en todo caso, lo que quiero creer: que esa decisi¨®n de no arrollar a los tamborileros naci¨® de alg¨²n un¨¢nime pacto interior.

Los segundos se fueron estirando, se fueron convirtiendo en un minuto, en un segundo minu

to, mientras los dos danzantes siguieron su interminable baile, bajo las mismas narices de la banda tan augusta, sin mofarse de los m¨²sicos navales, sin provocarlos, simplemente esperando, aquellos tamborileros, al igual que los marinos y los espectadores, esperando todos nosotros, esperando incansablemente que terminara esa ceremonia, que ese ciclo musical concluyera. Y entonces, poco a poco, el ritmo se fue acallando, los golpeteos y sonidos se volvieron menos vigorosos, los pies comenzaron a arrastrarse en vez de saltar, y los dos hombres se sacaron los gorros y se adentraron en el gent¨ªo en busca de monedas y billetes. Y s¨®lo cuando hab¨ªan abandonado en forma definitiva la calle y se hab¨ªa extinguido el ¨²ltimo eco del ¨²ltimo timbal, s¨®lo entonces la banda naval retom¨® su himno marcial y partieron hacia el puerto donde se le dar¨ªa la bienvenida a los barcos que retornaban de su homenaje a la bah¨ªa.

Me sent¨ª invadido por la maravilla de ese momento de... -?c¨®mo llamarlo?- reconciliaci¨®n, tregua, amparo. No se trataba tan s¨®lo de la intuici¨®n de que acababa de presenciar una especie de entendimiento subterr¨¢neo y transitorio entre el pueblo chileno profundo y sus soldados, separados por las d¨¦cadas de la dictadura de Pinochet y todas las masacres que la hab¨ªan precedido y de alguna menara anunciado, pero algo igualmente significativo y reparador, el encuentro entre las alturas y la costa, un reconocimiento mutuo de derechos que se basaba en que el mar aceptara lo que el interior de Am¨¦rica ofrec¨ªa y hab¨ªa estado ofreciendo hace siglos, la esperanza de un futuro latinoamericano en que los antagonistas no iban a recurrir irrevocablemente a la violencia para decidir qui¨¦n dominaba el aire y las alamedas. Ofreciendo tambi¨¦n un modelo de c¨®mo es posible resolver los conflictos. Se puede, en efecto, evitar la guerra si el lado m¨¢s d¨¦bil en una disputa persiste e insiste en su dignidad, logrando conquistar su miedo; siempre, por cierto, que el otro lado, el que aparentemente dispone de m¨¢s poder, destierre su presunci¨®n autom¨¢tica de superioridad, detenga su propia marcha para autoexaminarse.

Ese intervalo moment¨¢neo de paz se negoci¨® invisiblemente entre seres ordinarios y cotidianos en una ciudad como cualquier otra de este planeta asesino, y estoy seguro de que en este mismo instante, ahora mismo, en miles de sitios igualmente ordinarios, incidentes similares de concordia se est¨¢n llevando a cabo, aunque es muy raro que alguien hable de ellos o los recuerde y los comunique en forma masiva. Cada instante contiene las aguas profundas de lo que m¨¢s deseamos, cada hombre, cada mujer, cada ni?o: que el ¨ªnfimo espacio que rodea nuestro cuerpo tan fr¨¢gil sea respetado, que aquellos que tienen el poder y la posibilidad de invadir ese espacio nos reconozcan una m¨ªnima territorialidad o identidad o autonom¨ªa.

?Es tan dif¨ªcil imaginarse un mundo donde tal respeto y tal reconocimiento ser¨ªa la norma y no la excepci¨®n? ?Estamos tan hu¨¦rfanos de historias de paz que cada uno de nosotros ser¨ªa incapaz de recordar por lo menos un momento milagroso parecido en nuestra vida reciente cuando presenciamos a un ser humano exigiendo y recibiendo el derecho a controlar su propia existencia sin ser violado? ?No habr¨¢ llegado el momento, ahora que la amenaza de otra guerra vuelve a envenenar nuestra tierra, de buscar y contar y volver a contar una y otra vez m¨¢s las historias de una paz posible?

Ariel Dorfman es escritor y acaba de publicar M¨¢s all¨¢ del miedo: El largo adi¨®s a Pinochet.

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