Los dedos rosados de la aurora
Debi¨® de ser en junio de 1957. Las noches eran cortas y entraba pronto la aurora con sus dedos rosados. Por la empinada calle de Muntaner baj¨¢bamos, crepusculares, hacia el mar. No recuerdo si ¨¦ramos cuatro -Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Luis Marques¨¢n y quien ahora lo cuenta- o cinco o alguno m¨¢s. El tr¨¢nsito hacia el puerto era lento y lleno de episodios. Uno de ellos, acaso el m¨¢s prominente, por lo menos aquella vez, hab¨ªa sido la cena, donde se apuraron bebidas y chismes desasosegantes, como noticias de muerte repentina. El camino hacia las Ramblas pasaba entonces por el bar librer¨ªa llamado Cristal-City, en la calle de Balmes, justo por encima de la plaza de Molina, cerca de donde viv¨ªa el atildado "monstruo de sanjuanistas", de apariciones sujetas a un severo pero ins¨®lito horario. No recuerdo si continu¨® con nosotros o se separ¨® para proseguir sus dom¨¦sticas torturas. De todas, ¨¦sta era la estaci¨®n m¨¢s formal o, al menos, de la que quedaba mayor iluminaci¨®n, mejores detalles. Las que ven¨ªan a continuaci¨®n eran confusas, tanto que resultaba imposible, incluso, recordar el orden en que se suced¨ªan.
Con la vista fija en el suelo, como si cantase o maldijera, grita "?b¨²lgaro, b¨²lgaro!"
Se hac¨ªa m¨¢s negra la noche, el paso vacilante y m¨¢s terca la discusi¨®n de d¨®nde deb¨ªa ser la pr¨®xima parada. Estaban los bares de los callejones cercanos a la plaza Real, la Posada del Mar, por ejemplo, que acog¨ªa a Agamen¨®n y a Ulises y a otros exiliados griegos innombrables. Y tambi¨¦n hab¨ªa locales de menos ambiente a lo largo del final de las Ramblas, alguno llamado intraduciblemente The Beachcomber's y de evidente fundaci¨®n por un poeta ingl¨¦s seriamente afeminado, visitante ocasional de la ciudad. No recuerdo qu¨¦ hicimos aquella noche. S¨ª recuerdo, como en trazos sin orden depositados, el ruido compacto, acompasado, de los paseantes demorados, las quietas luces de los quioscos y el olor del mar, cada vez m¨¢s cercano. No deb¨ªa de ser muy tarde aquella noche porque recuerdo que todav¨ªa circulaban soldados de permiso y se agrupaba la gente en los bordes de la acera, sin pasar. Por los balcones abiertos sal¨ªan olores de cocina y pedazos de conversaci¨®n alguna vez desde?osa.
Ignoro c¨®mo fuimos a para all¨ª, al bar circular, de cristales y madera, plantado en el costado izquierdo de las Ramblas, batidas ya por la brisa marina. Lo recuerdo vivamente. Ahora nos acercamos a ¨¦l en dos grupos, Jaime, Luis y yo en el primero, con paso de legionario, como hace notar Jaime. Ligeramente rezagado va Carlos chupando de un cigarrillo entre los dedos mientras mantiene el codo a la altura de su boca. Va solo midiendo su caminar como si anduviera en la cubierta de un barco ballenero. M¨¢s atr¨¢s, tambaleantes, vienen dos sombras. Un hombre medianamente joven doblado sobre s¨ª mismo nos impide el paso. Con la vista fija en el suelo y con los dedos separados de la mano derecha, como si cantase o maldijera, grita "?b¨²lgaro, b¨²lgaro!": ?qu¨¦ significa la imprecaci¨®n? ?Qui¨¦n conoc¨ªa entonces un b¨²lgaro? ?Qu¨¦ turbia reconvenci¨®n escond¨ªa la extra?a voz? Entramos y recuerdo la turbaci¨®n de Carlos.
Ahora, de improviso, nos dirigimos hacia un chiringuito de Montju?c. Ya han aparecido los dedos rosados de la aurora. Se ve el mar azul abajo con un fondo de nubes radiantes tapando la l¨ªnea del horizonte. Entramos. Hay pocas mesas ocupadas. Formamos parte de los primeros clientes que buscan en vano prolongar una noche que sus mismos cuerpos rechazan. Las paredes son blancas y huele a limpio. Se oyen voces sosegadas y nos miramos cansados como despu¨¦s de cumplir un farragoso tr¨¢mite. Pedimos de beber. De repente alguien abre la puerta y aparece recortado a contraluz en el umbral. Brevemente detenido, como si viniera de un largo recorrido, da, por fin, un paso adelante y lo vemos. Tiene el pelo untuoso con una gran onda balace¨¢ndose en su frente. Lleva una camiseta imperio que se ajusta a sus carnes sin rastro de musculatura. Pasea por los clientes sentados unos ojos henchidos de melancol¨ªa. Con gruesa voz grita: "?Ponme medio litro de menta que todav¨ªa se la tengo que chupar a mi Antonio!".
Nos callamos todos. La fr¨ªa luz entra por la puerta. En el silencio se oye correr el agua del grifo en el fregadero. La voz del camarero repite mon¨®tona la orden: "?Un vaso de menta para Manolo que todav¨ªa se la tiene que chupar a su Antonio!".
Vuelven a hablar los clientes. Jaime echa la cabeza hacia atr¨¢s, cierra los ojos, sonr¨ªe levemente y musita: "Isa¨ªas, 4-6".
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