Alucinar en Titulcia
Mientras el Ayuntamiento de Madrid decid¨ªa poner el nombre de Jos¨¦ Hierro a un centro cultural de la ciudad, se inauguraba un puente en Titulcia. A primera vista, parece que tuviera m¨¢s que ver con Hierro el centro que el puente, pero no estoy seguro. Muchas veces cruc¨¦ con ¨¦l el viejo puente de Titulcia sobre el Jarama en aquel seiscientos suyo, que era a veces un inexplicable coche de l¨ªnea en el que cab¨ªamos todos los invitados y otras veces furgoneta cargada de aperos de labranza o materiales de derribo, si se tiene por tales a los objetos que inundaban su casa de la ciudad y encontraban acomodo en su r¨²stica mansi¨®n de Los Cohonares, el terreno yermo de ese nombre en el que le gustaba al poeta luchar con la tierra bald¨ªa para convertirla en huerto. Porque parte de los sue?os de Jos¨¦ Hierro transcurrieron en Titulcia, tratando de que el verdor de sus recuerdos de c¨¢ntabro encontrara espacio en el erial, d¨¢ndole al erial su aroma de romero o de cantueso y vida a las parras mimadas que traer¨ªan uva para la fiesta alucinada de la vendimia; un erial que las ausencias, la enfermedad y, ahora la muerte de su due?o, han convertido en espacio de abandono, lleno de hojas secas, en aquella finca de pobre que bautiz¨® con el expresivo y resignado nombre de Nayagua.
All¨ª creci¨®, porque le fueron saliendo alas con el tiempo, esa casa en la que coincid¨ªan hispanistas despistados y profesoras doctas o pizpiretas con poetas y pintores ebrios que le hac¨ªan honores a un vino que Hierro se trabajaba y para el que no admit¨ªa reparos que hubiera permitido, quiz¨¢, para sus versos. All¨ª est¨¢ la casa: "Esta casa no es la que era./ En esta casa hab¨ªa antes/ lagartijas, jarras, erizos,/ pintores, nubes, madreselvas,/ olas plegadas, amapolas,/ humo de hogueras..." Los poetas y estudiosos que all¨ª iban ten¨ªan que trabajarse la compa?¨ªa del poeta sigui¨¦ndole por aquellos barrancales en un sube y baja continuo, con sus manos de labriego empe?adas en el golpe de azad¨®n. Sol¨ªa bromear con la amenaza de que en el bolsillo de sus pantalones de faena guardaba un largo poema in¨¦dito y con las bromas sobre s¨ª mismo y lo suyo se salvaba y nos salvaba de las curiosidades eruditas del estudioso de turno o del peligro de un poeta pelmazo embelesado en su gloria: "No pod¨ªamos ser solemnes,/ pues que hubieran pensado entonces/ el gato, con su traje verde,/ el gal¨¢pago, el rat¨®n blanco,/ el girasol acromeg¨¢lico..."
Por eso, si digo que no s¨¦ si tiene m¨¢s que ver con ¨¦l un centro cultural que un puente, no es porque tuviera nada en contra de los centros culturales con los que colaboraba y a los que acud¨ªa siempre que se le llamaba, sino porque otorgaba a la vida y a sus necesidades perentorias y a sus gozos la prioridad de aquel al que la poes¨ªa encontraba siempre metido en las faenas del vivir. Ya ten¨ªa Hierro, desde hace bastantes a?os, una Universidad Popular con su nombre en San Sebasti¨¢n de los Reyes y si acept¨®, con gratitud de buena crianza, el honor de que se le recordara as¨ª, tambi¨¦n tom¨® ese homenaje como responsabilidad impuesta por la buena conducta c¨ªvica a la que se obligaba: no les fall¨® nunca, ni siquiera en tiempo de enfermedad, cuando lo necesitaron o cuando ¨¦l estim¨® por su cuenta que pod¨ªa echar una mano en San Sebasti¨¢n. Tambi¨¦n all¨ª se otorga el premio de poes¨ªa Jos¨¦ Hierro, cuya ¨²ltima ganadora fue Elsa L¨®pez, la poeta que ley¨® junto a su f¨¦retro el hermoso soneto que cierra Cuaderno de Nueva York. Y all¨ª, en el cementerio, Manuel Romero, su yerno, eligi¨® y ley¨® el poema Historia para muchachos que describe una vida, la de un santanderino, Jos¨¦ Hierro, una vida que acababa de apagarse y que se inici¨® en Madrid por casualidad: "Probablemente era ya viejo/ cuando nac¨ª, cerca de un r¨ªo./ Aunque no me acuerdo de ese r¨ªo,/ sino del mar bajo el sol de septiembre." Una forma de ser madrile?o es ser incluso santanderino, siempre de otro lado, tener los pies aqu¨ª y el coraz¨®n y los sue?os en otra geograf¨ªa.
Pero al recordarnos ¨¦l que su casa madrile?a de Titulcia no era ya la que era, nos describi¨® anticipadamente la estampa de aquella casa hoy: "...Y los ajos, qu¨¦ pensar¨¢n/ el domingo los ajos, qu¨¦/ pensar¨¢n el barril de orujo,/ el tomillo, el cantueso, cuando/ se miren al espejo y vean/ su cara cubierta de arrugas./ Qu¨¦ pensar¨¢n cuando se sepan/ olvidados de quienes fueron/ la prueba de su juventud,/ el signo de su eternidad,/ el pararrayos de la muerte."
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