Interioridades
En otros tiempos proliferaban en Madrid los que, con un punto de menosprecio, se llamaban ratones de biblioteca, que hoy reciben la m¨¢s pomposa denominaci¨®n de investigadores. Pasaban parte de la jornada en aquello lugares movidos por dos impulsos: la inclinaci¨®n hacia la sabidur¨ªa y el calorcito que suele reinar entre el papel impreso. La biblioteca del Ateneo con sus garbeos desentumecedores por la "cacharrer¨ªa" tertuliana, las hemerotecas generales y municipales y la Biblioteca Nacional, amplio regazo acogedor, que desde los principios exigieron el carn¨¦ de lector y el paso por diversos tamices que confirma el triste, pero cierto, axioma de que la sabidur¨ªa es un bien minoritario. En alg¨²n momento experiment¨¦ la necesidad de acceder al arcano de "los raros", pero los obst¨¢culos fueron m¨¢s poderosos que mi precisi¨®n puntual y segu¨ª acarreando el liviano fardo de mis superficiales conocimientos. Hoy, lo que anta?o estuvo concentrado se halla felizmente disperso en multitud de centros universitarios, culturales, fundaciones y entidades privadas.
Como recuerdo personal y remoto, el duro trabajo de pendolista que llev¨¦ a cabo en la hemeroteca municipal, copiando a mano los art¨ªculos de aqu¨¦l gran escritor y periodista que fue Eugenio Montes, mentor y modelo de mis afanes, con destino a uno de sus libros. Hoy han cambiado mucho las cosas, y no para mejor, como deduzco de la carta enviada a EL PAIS por mi viejo amigo y antiguo colaborador, Julio G¨®mez de Salazar y Alonso, que lleva casi sesenta a?os repasando legajos y documentos, preferentemente sobre la historia de Madrid. La pareja de la Guardia Civil que velaba por la integridad y el orden en la Biblioteca Nacional ha sido sustituida por una turbamulta de guardas de seguridad, contratados con onerosa incidencia en el presupuesto general. Algo habr¨¢ mitigado el paro, pero no facilitado las tareas culturales pues son numerosas las quejas, en este y otros recintos, acerca del inadecuado comportamiento de los nuevos centuriones de la cultura, que hoy son innumerables.
La pantalla del ordenador acabar¨¢ por sustituir la consulta directa de los estudiosos, cuando el ¨²ltimo de ellos se haya rendido y entregado a la cibern¨¦tica. No se sabe si eso ser¨¢ bueno o terminar¨¢ por volver romo el instrumento de los saberes, porque a¨²n quedan personas parapetadas tras sus h¨¢bitos, que rechazan las modernidades, quiz¨¢s porque el aprendizaje resulta m¨¢s dificultoso en las altas edades. Acabar¨¢n pasando por el aro, como se salt¨® del recado de escribir a la estilogr¨¢fica, luego al bol¨ªgrafo y ahora al teclado del ordenador, puras manualidades que no hacen al ser humano m¨¢s inteligente, sino m¨¢s c¨®modo.
Se ha quejado p¨²blicamente G¨®mez de Salazar de la zafiedad e impericia de los vigilantes en la Biblioteca Nacional, cuyo comportamiento es reflejo de las normas selectivas que all¨ª les permiten ejercer. En algunos casos parece predominar la prepotencia del contratado sobre su condici¨®n de custodio de aquellos tesoros insustituibles y garantes del sosiego de quienes tienen acceso a ellos. Algo equivalente podr¨ªa decirse de algunos ujieres y vigilantes de los museos que, quiz¨¢, debieran ser elementalmente instruidos en lo que salvaguardan y no en se?alar, solo, el camino de salida.
Hombre meticuloso, el mentado amigo ha llevado su disgusto al propio Director General de la Biblioteca, al Defensor del Pueblo y a los peri¨®dicos, donde ha encontrado diversa acogida. No es problema que suscite alarma social, pero s¨ª cuesti¨®n que debe resolverse con energ¨ªa, equidad y rapidez, aclarando la idoneidad entre los celadores de esos bienes p¨²blicos y su comportamiento con los usuarios, que acabar¨¢n siendo inferiores en n¨²mero al reba?o de cancerberos. Echa de menos, dice, a la discreta pareja de civiles en el zaquizam¨ª bajo la escalera, con silenciosas rondas por los pasillos superiores, calzados los guantes cuando proced¨ªa alguna inspecci¨®n y con ciertas nociones anejas a su cometido. Una cosa es bien cierta: el comportamiento de los empleados se corresponde con la calidad de quienes les escogen y controlan. Y aquellos son el rostro visible de las instituciones, entre cuyas actitudes se cuentan la diligencia y la atenci¨®n hacia los destinatarios de sus servicios, en una biblioteca, en un museo, en grandes almacenes o en el autob¨²s. El servicio p¨²blico es una obligaci¨®n aceptada por quien la desempe?a. Mediando, como es natural, la cortes¨ªa y el respeto por parte del usuario. No es tan dif¨ªcil.
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