Ciudades volantes: el legado de Konstantin Tsiolkovski
ES INNEGABLE QUE LAS ALTURAS han ejercido una fuerte atracci¨®n entre la humanidad. Algunas civilizaciones primitivas han personificado en escarpadas y n¨ªveas cumbres monta?osas a sus m¨¢s veneradas divinidades; temerarios alpinistas han desafiado a la gravedad para alcanzar esas mismas cumbres y descubrir un panorama incomparable. Incluso el com¨²n de los mortales acostumbra a contemplar el ajetreo y estr¨¦s que jalonan un n¨²cleo urbano poblado desde una nueva perspectiva, cuando sube a una distante atalaya y vislumbra su propia ciudad a vista de p¨¢jaro.
No resulta extra?o que, en nuestro entorno, el precio de una vivienda se incremente en funci¨®n de la altura respecto al nivel del suelo, por mucho que en esta ¨¦poca de terrorismo globalizador, el encanto por los rascacielos haya deca¨ªdo unos cuantos enteros...
La ciencia ficci¨®n se ha hecho eco de esta fascinaci¨®n por las alturas. Ya el escritor espa?ol Domingo Santos narraba en su relato Encima de las nubes la existencia de innumerables ciudades volantes, ciudades para ricos, suspendidas en lo alto del cielo, sin contacto f¨ªsico con la infecta superficie terrestre... Mundos-isla, dif¨ªcilmente sostenibles sin un buen aparato antigravitatorio, dicho sea de paso. De hecho, el simpar aventurero Flash Gordon, en el filme hom¨®nimo de 1980, descubrir¨ªa a vista de p¨¢jaro una ciudad volante sostenida por un improbable n¨²mero de propulsores. ?Se atreven a evaluar el dispendio en combustible?
Si su riqueza es lo bastante consistente y su fobia hacia cualquier forma de contacto con la plebe, elevada, tambi¨¦n puede probar fortuna poniendo m¨¢s tierra (mejor, vac¨ªo) de por medio y construyendo su propio h¨¢bitat espacial. Hace algo m¨¢s de tres d¨¦cadas, Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke nos presentaban su pr¨ªstina visi¨®n de un tecnificado 2001, con as¨¦pticas estaciones en rotaci¨®n, verdaderas urbes espaciales. Pero el m¨¦rito no recae en estos genios creadores.
A principios del siglo XX, el ruso Konstantin E. Tsiolkovski, pionero de la astron¨¢utica (a quien se debe, por ejemplo, la teor¨ªa cl¨¢sica de la propulsi¨®n por cohetes), fue el primero en sugerir que alg¨²n d¨ªa el ser humano habitar¨ªa el espacio. En 1927, el f¨ªsico brit¨¢nico John Desmond imaginaba una ciudad espacial esf¨¦rica, de 16 kil¨®metros de di¨¢metro (sin aire, la falta de requisitos aerodin¨¢micos convierten a la esfera en el cuerpo geom¨¦trico ¨®ptimo que proporciona m¨¢s volumen habitable), ideada para 30.000 humanos.
A principios de la d¨¦cada de 1970, el f¨ªsico norteamericano Gerard O'Neill retom¨® dichas ideas y plasm¨® una serie de proyectos originales con ayuda de sus estudiantes en Princeton, un compedio de los cuales pueden hallarse en su celebrada obra Ciudades del espacio (The High Frontier, 1977). O'Neill sostiene tres razones b¨¢sicas para la creaci¨®n de ciudades espaciales: la instauraci¨®n de actividades industriales, que reducir¨ªan de forma ostensible la contaminaci¨®n atmosf¨¦rica, as¨ª como la generaci¨®n de residuos; una v¨ªa inexplorada en la que revertir el incesante aumento de la poblaci¨®n mundial, sin reducir exageradamente los recursos del planeta y, por ¨²ltimo, la instauraci¨®n de una nueva sociedad con los antiguos ideales de un mundo ut¨®pico.
Los modelos de colonias espaciales propuestos por O'Neill se basan en cilindros en rotaci¨®n, de tama?o variable (entre 1 y 32 kil¨®metros de longitud, y radios entre 0,1 y 3,2 kil¨®metros, que permitir¨ªan albergar una poblaci¨®n estimada entre 10.000 y un mill¨®n de habitantes), provistos de un sistema exterior de espejos de aluminio capaces de ocultar la luz procedente del Sol y recrear a bordo el ciclo d¨ªa / noche... ?Riesgos? M¨²ltiples, empezando por el posible (y catastr¨®fico) impacto de un peque?o asteroide errante. Parece que, por ahora, los sue?os coloniales de Tsiolkovski no ser¨¢n rescatados de su ba¨²l. El futuro pasa primero por instaurar bases permanentes en la Luna o en Marte. Aunque so?ar es gratis (de momento).
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