Las manifestaciones y la salud democr¨¢tica
No faltar¨¢n estos d¨ªas quienes descalifiquen a los millones de manifestantes contra la guerra en nombre de la democracia, de las decisiones tomadas por gobiernos que han sido votados. El procedimiento no es nuevo. Peri¨®dicamente, con ocasi¨®n de las manifestaciones antiglobalizaci¨®n se repiten los mismos argumentos, la misma descalificaci¨®n de origen. El procedimiento habitual consiste en contraponer las acciones de instituciones "representativas" y las llevadas a cabo por grupos de ciudadanos (ONG, movimientos sociales) o colectivos populares (integrados, por ejemplo, en manifestaciones de protesta) y dudar de la calidad democr¨¢tica de estos ¨²ltimos. A partir del argumento de que estos ¨²ltimos "no representan a nadie", la contraposici¨®n sirve ahora con la guerra como antes sirvi¨® para condenar una huelga general en contra de un decreto gubernamental y otras muchas veces para descalificar las protestas de los grupos antiglobalizaci¨®n frente a las cumbres internacionales. Se nos dice entonces que, en definitiva, los gobiernos son elegidos y pueden ser renovados en su mandato. Incluso, se sostiene, hasta el propio FMI rinde cuentas, adem¨¢s de ante los bancos centrales, ante los gobiernos y, por tanto, siquiera indirectamente, est¨¢ sometido al control popular. En cambio, nadie elige a los miembros de los "colectivos sociales", que alegan de modo m¨¢s o menos pintoresco defender nuestros intereses, mientras "nosotros" no tenemos ning¨²n tipo de control sobre sus acciones.
Al examinar estas descalificaciones conviene deslindar los escenarios. No son lo mismo los organismos internacionales que los gobiernos. Nadie duda de su necesidad, pero tampoco hay que ignorar cu¨¢les son sus condiciones de funcionamiento. Por lo general, el peso de los gobiernos se materializa a trav¨¦s de un sistema de votaciones que depende, en buena medida, de la distribuci¨®n del poder que result¨® de la Segunda Guerra Mundial y, por lo dem¨¢s, cuando llega la hora de votar, las voluntades se arrancan a trav¨¦s de presiones. En la ONU operan procedimientos que de ser utilizados en los parlamentos nacionales no dudar¨ªamos de calificar como feudales, como el derecho al veto de unos pocos, o directamente delictivos, como sucede con las diversas formas de chantajes, sobornos y amenazas que llevan a "negociar" votos y opiniones. En el FMI, una instituci¨®n ante la que los gobiernos dirigen sus pol¨ªticas, rinden cuentas y pasan sus ex¨¢menes, esto es, una instituci¨®n que sustituye a los ciudadanos, y que, con independencia de lo que es su mandato original, de facto, impone condiciones sobre mercados laborales o composici¨®n del gasto p¨²blico, los funcionarios que ocupan las posiciones m¨¢s encumbradas surgen fundamentalmente de la comunidad financiera y su presidente, elegido a puerta cerrada, nunca ha procedido de los pa¨ªses cuyos problemas, prioritariamente, deber¨ªa atender.
El otro escenario institucional es m¨¢s pr¨®ximo: el sistema de competencia pol¨ªtica entre partidos que, aparentemente, tendr¨ªan como primera virtud la de representar los intereses de la ciudadan¨ªa. ?sas son las pretensiones, pero la realidad es otra cosa y lo cierto es que no faltan indicios razonables para pensar que la representatividad de los partidos parece estar en crisis: la casi inexistente militancia en su seno; los cada vez m¨¢s bajos ¨ªndices de participaci¨®n ciudadana en las elecciones; los extendidos -y en ocasiones inevitables, dadas las reglas de juego- sistemas cesaristas de funcionamiento interno o la creciente desconfianza que manifiestan los ciudadanos hacia sus representantes. Existe la tentaci¨®n de explicar esa indiferencia ciudadana apelando a la ausencia de vocaci¨®n c¨ªvica. Es posible, pero quiz¨¢ hay que echar una parte de la culpa al propio d¨¦ficit de representaci¨®n de las instituciones. A qu¨¦ molestarse en levantar la voz cuando nadie escucha. Si los ciudadanos entienden que no pueden tener influencia en la vida interna de los partidos pol¨ªticos o en las decisiones de los funcionarios p¨²blicos es bastante razonable que no se pongan a ello. Si, tal como dijera Thomas Jefferson, el car¨¢cter republicano -y aqu¨ª debe entenderse, democr¨¢tico- de una instituci¨®n se mide por el grado de decisi¨®n y control mayoritario sobre la misma, luego, deber¨ªamos hablar seguramente del car¨¢cter poco republicano de nuestras instituciones aparentemente m¨¢s representativas.
Por supuesto, siempre nos quedar¨¢n los votos. Y es cierto. El voto peri¨®dico constituye hoy la herramienta m¨¢s importante -entre otras cosas porque es casi la ¨²nica- en manos de la ciudadan¨ªa para actuar sobre sus representantes. Se trata, sin embargo, de una herramienta muy tosca. Normalmente, a trav¨¦s del voto queremos expresar nuestro acuerdo con determinadas pol¨ªticas, nuestro rechazo hacia otras, nuestro apoyo a ciertos l¨ªderes pol¨ªticos, nuestro repudio hacia otros. Al final, el voto pavimenta aquellas distinciones y torna finalmente indistinguible el sentido de nuestra voluntad. Despu¨¦s del recuento, nadie sabr¨¢ si nuestro voto en favor de determinado partido pol¨ªtico, por ejemplo, implic¨® el apoyo a todos sus representantes o s¨®lo a algunos; la aceptaci¨®n de alguna o todas sus propuestas; un mensaje de aprobaci¨®n general al pasado -a lo ya realizado- o a su hipot¨¦tico futuro, a sus promesas; el rechazo de todos los l¨ªderes opositores o s¨®lo de algunos. Peor a¨²n, incluso en el caso de que nuestro voto tuviera un mensaje claro y distinto, no deja de actuar como una entrega de voluntad, como un cheque en banco: servir¨¢ para habilitar cientos de decisiones futuras sobre las cuales no tendremos ning¨²n control. En el mejor de los casos, podremos criticar ciertas decisiones a trav¨¦s de los medios de comunicaci¨®n, o a trav¨¦s de manifestaciones en las calles, pero nuestros representantes, como ha sucedido tantas veces, podr¨¢n seguir obstinados afirmando sus pol¨ªticas, y en contra de "nuestra" voluntad. El hecho es que carecemos de herramientas efectivas para ejercer nuestro reproche y nuestro control sobre las acciones de los representantes. Despu¨¦s de m¨¢s de doscientos a?os de historia de la democracia constitucional, el sistema institucional no ha producido innovaciones significativas, capaces de revitalizar nuestra capacidad de decisi¨®n, escrutinio y control sobre lo que hacen nuestros representantes. Cuando son tan d¨¦biles y escasos los medios institucionales a nuestro alcance; cuando la participaci¨®n p¨²blica aparece desalentada desde la esfera estatal; cuando el sistema pol¨ªtico se muestra m¨¢s sensible a la presi¨®n de grupos de inter¨¦s que a los reclamos de millones de personas; cuando las decisiones m¨¢s importantes dependen cada vez m¨¢s de menos gente; resultan especialmente valiosas las diversas formas de protesta, las cl¨¢sicas, como las manifestaciones, y las renovadas, como las que hacen uso de las nuevas tecnolog¨ªas de la informaci¨®n.
Cuando las instituciones, en nombre de la democracia, ignoran la opini¨®n de los ciudadanos sobre aspectos decisivos de sus vidas como lo es el hecho de que se comprometan en una guerra, quiz¨¢ es cosa de abandonar actitudes de autosuficiencia descalificadora. Aunque s¨®lo fuera por modestia, deber¨ªamos aprender a mirar con menos suspicacias estas formas alternativas de intervenci¨®n p¨²blica, que constituyen "pol¨ªtica" en el sentido m¨¢s noble y digno de la palabra: una valiosa demanda de mayor participaci¨®n, publicidad y control democr¨¢tico. Finalmente, ellas nos hablan tambi¨¦n de la permanencia de una saludable disposici¨®n c¨ªvica en los individuos que, todav¨ªa hoy, y a pesar de todo, siguen mostr¨¢ndose dispuestos a entregar parte de su tiempo y sus energ¨ªas a empe?os colectivos.
F¨¦lix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona, autor de La libertad inh¨®spita.
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