Las luces
Siempre le recuerdo a mi mujer que no se deje la luz encendida, y est¨¢ de m¨¢s que se lo indique porque no es despistada ni manirrota -y lo que digo sobre las luces se puede ampliar al grifo chorreando agua o a la llave del gas abierta-; todo lo contrario, tengo una mujer ordenada y met¨®dica, y me lo ha demostrado con creces en nuestros muchos a?os de matrimonio -ella lleva la cuenta-, de forma que no me importa reconocer que el problema es m¨ªo y, m¨¢s que m¨ªo, de mi colocaci¨®n, pero no est¨¢n los tiempos para renegar de un empleo fijo y mejor retribuido que lo que se paga por ah¨ª.
Ella ser¨ªa la primera en prohibirme la retirada, dir¨ªa que despu¨¦s de haber dado mi vida a la empresa y con la jubilaci¨®n cada vez m¨¢s pr¨®xima, no debo pedir la baja por ese tipo de prejuicios. Fig¨²rense qu¨¦ excusa para quedarse en paro, como si uno fuera amigo de andar con velas.
Pero admito que la cuesti¨®n me preocupa desde el d¨ªa, ya antiguo, en que mi mujer vino a recogerme a la oficina. Era una tarde de primavera anticipada, se hab¨ªa alargado el crep¨²sculo hasta el punto de que no hac¨ªa falta la luz artificial -con lo que parec¨ªa un derroche el alumbrado de los servicios p¨²blicos-, y de eso habl¨¢bamos mientras nos dirig¨ªamos por la avenida del general Mart¨ªnez Campos hacia la glorieta de Iglesia y la calle de Eloy Gonzalo. Como nadie nos esperaba, camin¨¢bamos sin prisa, mirando las fachadas de los edificios y se?alando los que recurr¨ªan a la electricidad sin sacar partido a la extraordinaria claridad de la hora.
Nos hab¨ªamos metido por la calle de Juan de Austria para entrar en la de Sagunto, que es donde vivimos, cuando mi mujer crey¨® apreciar, desde la distancia donde nos encontr¨¢bamos, que la bombilla de nuestro cuarto de ba?o estaba encendida. Como era imposible inculparla de ese descuido a poco que se conociese su disposici¨®n, lo atribuimos en principio a un reflejo del atardecer o de una habitaci¨®n pr¨®xima, pero, conforme nos acerc¨¢bamos, nos pusimos en lo peor: pensamos que nos hab¨ªan robado o estaban a¨²n los ladrones y, por un impulso temerario, afrontamos el problema sin avisar a la polic¨ªa.
Optamos por no tomar el ascensor ni pulsar el autom¨¢tico del descansillo, y siempre que en mi trabajo realizo una operaci¨®n an¨¢loga, me acuerdo de aquella tarde en que mi mujer y yo, aturdidos por el presagio de la luz, subimos a ciegas las escaleras de nuestra casa, con la zozobra de que en cualquier instante los delincuentes pod¨ªan aparecer con el bot¨ªn y arrollarnos o herirnos. Sent¨ª entonces ese malestar que se me renueva cuando un ciudadano telefonea a mi oficina con la alarma y marchamos al domicilio del encausado como si se tratara de sofocar un incendio y llamamos al timbre con la respiraci¨®n a mil.
Llamamos varias veces y, si nadie nos contesta, recurrimos a otros medios. Aquella tarde no hubo voces ni nos colgamos del timbre, ya que utilizamos las llaves, y la maniobra cost¨® un mundo, porque yo ten¨ªa que actuar con decisi¨®n y sin hacer ruido para sorprender a los intrusos, pero me sudaban las manos y no atinaba con la cerradura. Mi mujer lloraba detr¨¢s de m¨ª con el sofoco de cuando el ni?o se ahog¨® en la ba?era y tambi¨¦n yo, despu¨¦s de abrir la puerta, me ech¨¦ a llorar ante el silencio de cementerio de nuestro piso, ya sin la voz de ese ¨¢ngel que corr¨ªa a recibirnos pronunciando nuestro nombre y ten¨ªamos que activar la l¨¢mpara del pasillo para que no tropezase con el perchero.
En mi trabajo, la tragedia suele presentarse donde hay luz, aunque la experiencia me obliga a inspeccionar las zonas de oscuridad. En principio me resisto a pensar mal, as¨ª que, cuando por necesidades del servicio comparezco en una vivienda sospechosa, imagino a su ocupante insomne o jubilado, resolviendo el crucigrama, oyendo la radio o con la tele puesta. Pero, como todos sabemos, una luz en la noche de Madrid -y peor si se mantiene a pleno d¨ªa- significa que quien la dio vive solo y no puede apagarla. As¨ª que ahora, cuando nos reclama alguien del entorno y acudimos al inmueble que lleva tiempo iluminado, no olvido aquella tarde en que mi mujer y yo sufrimos la premonici¨®n. Y en el abrazo que entonces nos dimos con el alivio de haber superado una prueba -porque era el recuerdo de nuestro ni?o, y no un nuevo accidente, lo que nos angustiaba-, hab¨ªa tambi¨¦n la confianza de que, llegado el momento y antes de que el portero o un vecino alertase a mi oficina, tendr¨ªamos al otro para apagarnos la luz.
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