Espa?a, traicionada
Durante mis a?os de adolescencia en Argentina, Espa?a posey¨® en mi imaginaci¨®n una curiosa dimensi¨®n heroica. Nuestros manuales de historia alababan las haza?as de hidalgos conquistadores derrotados en las guerras de independencia; nuestros campos eran cultivados por vascos y gallegos de honradez proverbial; nuestras bibliotecas buscaban sus ra¨ªces en el Cantar del M¨ªo Cid y en Berceo; nuestra propia literatura era publicada y puesta a la venta por valerosos exiliados de la dictadura de Franco. El trato brutal de los ind¨ªgenas, la codicia de Pizarro, el testarudo rechazo de nuestra sangre judeo-¨¢rabe, la encapuchada Inquisici¨®n, la agobiante prosa del siglo diecinueve, las torpezas aristocr¨¢ticas de nuestros Anchorena y Mart¨ªnez de Hoz, no lograron empa?ar del todo la imagen de una Madre Patria aventurera y valiente, con un ¨ªntimo sentido de su honra y, por sobre todo, aut¨®noma. Incluso en su hora m¨¢s infame, aliada a la Alemania de Hitler y a la Italia de Mussolini, para nosotros en Argentina Espa?a hablaba menos con la voz del Caudillo que con la de la Pasionaria y la de Lorca. Para nosotros, Espa?a proyectaba, antes que nada, una portentosa individualidad.
Lord Macaulay, escribiendo hace siglo y medio, observ¨® que "ning¨²n pa¨ªs de Europa es tan f¨¢cil de invadir como Espa?a, y ninguno tan dif¨ªcil de conquistar". Lord Macaulay no sab¨ªa entonces de la existencia del se?or Aznar. Convencido por Tony Blair de los beneficios de unirse a una nueva cruzada de Bush contra los moros, el se?or Aznar acept¨® la alianza, qui¨¦n sabe con qu¨¦ promesas de futura ayuda econ¨®mica. L¨¢stima que nadie le recordase al se?or Aznar aquella f¨¢bula de La Fontaine en la que el zorro, lacayo del Rey Le¨®n, propone a los otros animales unirse al servicio del monarca y acaban, uno despu¨¦s de otro, servidos en la mesa real. L¨¢stima tambi¨¦n que no le importase, como se?al¨® el presidente Costas Simitis de Grecia, "socavar el camino de Europa hacia la integraci¨®n".
El se?or Aznar imagina que ha colocado a Espa?a en un acuerdo con los poderes anglo-sajones. Pero Bush no quiere acuerdos, quiere una guerra. Necesita ahora el apoyo de Espa?a, pero s¨®lo le interesa su propio e inmediato beneficio financiero. El futuro de Espa?a, como el del planeta, no le importa. Recientemente, sostuvo que su Gobierno no regular¨¢ la poluci¨®n industrial como prometi¨®, sino hasta dentro de quince a?os y que, con la excusa de prevenir incendios, permitir¨¢ a la industria forestal americana abatir nuevas y vastas arboledas. Su modelo econ¨®mico requiere un enemigo, pero tambi¨¦n c¨®mplices. El se?or Aznar imagina que poni¨¦ndose del lado de quienes (cree ¨¦l) ser¨¢n los ganadores, ¨¦stos le echar¨¢n alg¨²n hueso durante el banquete triunfal. El se?or Aznar debe haberse dormido antes del final de Bienvenido, Mr. Marshall. Pero tal conveniente ceguera no debe sorprendernos, viniendo de quien prefiri¨® no hacerse presente cuando la cat¨¢strofe de Galicia.
Sabemos que el r¨¦gimen de Sadam Husein es infame (como lo son tantos otros en este momento infame de nuestra historia); sabemos tambi¨¦n que una guerra, lejos de solucionar el conflicto, servir¨¢ sobre todo a promover los intereses petroleros de Bush. Pero m¨¢s all¨¢ de estas mezquindades, la idea de una guerra purificadora es nefasta porque una vez iniciada no tendr¨¢ l¨ªmites. Puesta en acci¨®n, la maquinaria guerrera siempre desborda sus supuestos prop¨®sitos. La arquet¨ªpica guerra de Troya comienza con el prop¨®sito de redimir un rapto y acaba, diez a?os m¨¢s tarde, con el holocausto de una raza entera. Pero las ideas nefastas tienen sus adeptos. El aforista colombiano Nicol¨¢s G¨®mez D¨¢vila escribi¨®: "Para fustigar a una idea, los dioses la condenan a entusiasmar a los imb¨¦ciles".
Felizmente, a tal imbecilidad se ha opuesto una creciente y sensata voz popular. Ignoramos las voces de los griegos que pudieron haberse opuesto a la guerra de Troya; s¨®lo nos han llegado las de sus promotores y las de sus v¨ªctimas troyanas. Hoy, en cambio, los millones de opositores que desfilaron hace unas semanas en las calles de tantas ciudades del mundo, dejar¨¢n constancia de sensatez cualquiera sea el futuro de esta tragedia anunciada. Escritores y artistas de todos los pa¨ªses, con algunas curiosas excepciones, han declarado su rechazo de una soluci¨®n armada. Incluso los intelectuales chinos, a quienes toda manifestaci¨®n p¨²blica les est¨¢ prohibida, han encontrado manera de hacer conocer su oposici¨®n a trav¨¦s del Internet. El sindicato oficial de estudiantes chinos lo ha dicho claramente: "Nos sentir¨ªamos avergonzados de no estar representados en el gran movimiento internacional contra la guerra en Irak". He dicho que hay excepciones y que son curiosas: Salman Rushdie, por ejemplo, se ha declarado en favor de la pol¨ªtica de Bush, invocando, con cierta mala fe, el ejemplo de aquellos escritores que vinieron de todas partes del mundo a luchar en tierra espa?ola durante la Guerra Civil. Supongo que eso quiere decir que, si la guerra estalla, veremos al autor de Los versos sat¨¢nicos en uniforme militar, rifle en la mano, fatigando las arenas de Babilonia, porque imagino que no ser¨¢ tan cobarde como para dejar que otros vayan a defender las convicciones pol¨ªticas del mismo Rushdie.
Conocemos la respuesta. Sabemos tambi¨¦n que ni Bush ni Blair, ni siquiera el intr¨¦pido se?or Aznar, correr¨¢n el m¨¢s m¨ªnimo de los riesgos a los que condenan, con tanto entusiasmo, a miles de j¨®venes soldados y a miles de inocentes civiles. A diferencia de Agamen¨®n y Menelao, estos gobernantes que dicen preferir la acci¨®n a las palabras proponen acci¨®n para los otros y diplomacia para ellos mismos. Mientras planean cu¨¢ntos muchachos enviar¨¢n a las trincheras, el se?or Aznar se contenta con aceptar invitaciones personales al rancho de George Bush y a la residencia de Tony Blair, y con aprender el peligroso vocabulario idiotizante del Gobierno americano: hablar de "los buenos y los malos", de "democracia y terrorismo", del "eje del mal", de "misiones heroicas", todos vocablos meramente emocionales que hacen eco de aquella terrible frase de la Canci¨®n de Roland, "Pa?ens ont tort et chr¨¦tiens ont droit".
Espa?a tiene, hist¨®ricamente, la posibilidad de redimirse de la oprobiosa pol¨ªtica de los Reyes Cat¨®licos. Si quisiera, en este momento en que Europa est¨¢ buscando un modelo multicultural para hacer frente a los problemas engendrados por la diversidad de pueblos que la integran, Espa?a podr¨ªa proponer el modelo de la C¨®rdoba ar¨¢bigo-andaluza, por ejemplo, en la que hombres de tres religiones conviv¨ªan apaciblemente y conversaban juntos en al menos tres lenguas de problemas filos¨®ficos y de poes¨ªa. A la obstinada voluntad de Bush, que sue?a con un mercado mundial sujeto a su codicia; a la ego¨ªsta voluntad del Papa, que (si bien dice oponerse a la guerra) insiste en las dudosas ra¨ªces cristianas del continente; a la aut¨ªstica voluntad de los muchos peque?os nacionalismos terroristas, Espa?a podr¨ªa ofrecer a la Comunidad Europea la experiencia de un pa¨ªs que alguna vez, siquiera por un breve momento, logr¨® transformar a supuestos enemigos en camaradas y co-ciudadanos. Saber que m¨¢s tarde ese mundo fue destruido importa menos que saber que existi¨®, que fue posible. Qu¨¦ pena olvidar esa experiencia ahora, y que en el momento de poder demostrar su independencia e hidalgu¨ªa, Espa?a haya sido traicionada (otra vez) por quienes siempre est¨¢n dispuestos a venderla.
Alberto Manguel es escritor.
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