El otro Estado de bienestar
La dichosa guerra no ha impedido que grupos diversos de ciudadanos se hayan ocupado estos d¨ªas de los cambios en la revoluci¨®n de las mujeres. El paso del tiempo diluye mitos. Hoy ya se reconoce que las mujeres han trabajado siempre, como una vez me dijo, indignada, la escritora Doris Lessing. Es cierto: las mujeres, en su mayor parte, no han vivido la vida regalada de las burguesas. Lo que no es menos cierto es que ni las mujeres ni los hombres, ni la sociedad en su conjunto, han sabido -ni saben a¨²n- valorar la naturaleza de este trabajo femenino clandestino, que contin¨²a poniendo aceite en los desvencijados engranajes sociales.
No me refiero a las antiguas tareas del hogar, sino a algo mucho m¨¢s amplio. La periodista argelina Salima Ghezali sostiene que lo que mueve a las mujeres no s¨®lo a limpiar o cocinar, sino a ocuparse de sus hijos, de sus padres, de su entorno, y tambi¨¦n a trabajar fuera de casa, es "hacer la vida m¨¢s agradable a todos". Esto puede parecer exagerado en un momento en el que campea el mito de que las mujeres -ah¨ª est¨¢ la terrible Condolezza Rice- compiten y rivalizan con mayor dureza que los hombres por el control del poder, dom¨¦stico o social. La mujer-hombre gana adeptos como todo lo que se introduce en el mundo del espect¨¢culo. Pero el espect¨¢culo y la notoriedad, con frecuencia, est¨¢n muy alejados de la realidad.
La realidad, ahora mismo, habla de que mientras el Estado de bienestar se desmantela, aparece un Estado subterr¨¢neo de bienestar muchas de cuyas protagonistas son mujeres, an¨®nimas, desconocidas, ocultas. Mujeres pa?o de l¨¢grimas a las que van a parar los problemas, grandes o peque?os, de los que las rodean.
La joven fil¨®sofa inglesa Sabine Levibond (ver Feminismo y filosof¨ªa, Idea Books) explica que lo caracter¨ªstico de las mujeres es "la ¨¦tica de la disponibilidad", "la ¨¦tica del cuidado": ellas son alguien con quien los otros cuentan. Lo cual implica una permanente obligaci¨®n hacia el otro y una responsabilidad a la que es imposible fijar l¨ªmites u horarios. Levibond se?ala que, de esta forma, las mujeres "se convierten en rehenes de las necesidades o exigencias de los dem¨¢s", unas necesidades o exigencias infinitas, inacabables. Cuando esa interiorizada disponibilidad permanente se incumple, aparece un sentimiento de culpabilidad contra el que muchas mujeres, efectivamente, tambi¨¦n luchan porque consideran que han ca¨ªdo en una peligrosa trampa cultural.
M¨¢s all¨¢ de esta trampa real, se extienden las necesidades de la sociedad: una pl¨¦yade de debilidades humanas que deben ser atendidas por otros humanos. ?se es el papel invisible de tantas mujeres, y no negar¨¦ que de algunos hombres, aunque para ellos las tareas de su competencia -impartir justicia y poner orden- suelen tener horarios razonables. Pero para que ellos ejerzan su papel necesitan del cuidado de alguien: generalmente mujer. Es as¨ª como suele ignorarse ese engranaje oculto de un bienestar social que cuesta grandes esfuerzos individuales no reconocidos. Es el esfuerzo de que la vida resulte vivible: que haya alguien que escuche, que atienda, que comparta; que haya alguien que, simplemente, est¨¦ ah¨ª.
Quien escucha, quien atiende, quien comparte, quien est¨¢ disponible, no es necesario que sea mujer, pero da la casualidad de que eso es lo que suele suceder ahora mismo. Es una funci¨®n depreciada que resulta cada d¨ªa m¨¢s imprescindible. De ella depende ese otro Estado de bienestar espont¨¢neo, el de la capacidad para vivir, que, al igual que el Estado de bienestar organizado, tambi¨¦n est¨¢ seriamente amenazado. ?Qui¨¦n cuida de las cuidadoras? ?Qui¨¦n las escucha? La disponibilidad permanente de s¨®lo la mitad de la humanidad garantiza un estr¨¦s permanente en ese aceite social. Y eso se nota.
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