Ping-pong
La ¨²ltima vez que el escritor norteamericano Jerome Charyn estuvo en Barcelona, con motivo de la presentaci¨®n de su novela Marilyn la Fiera, coment¨® que estaba a punto de publicar un libro sobre el deporte del ping-pong, conocido oficialmente con el repelente nombre de tenis de mesa. No era un farol: el libro, titulado Ping-pong, acaba de publicarse en Francia. Es una delicatessen de casi 300 p¨¢ginas que, a medida que vas leyendo, te despierta unas tremendas ganas de coger la raqueta y practicar este extraordinario juego de precisi¨®n y agilidad. Al terminar la lectura, no pude reprimir acudir a una gran superficie de art¨ªculos deportivos a mirar precios y medidas de mesas, para ver si, prescindiendo de alg¨²n mueble o echando a alg¨²n pariente, consegu¨ªa instalar una en el comedor. Miniinforme: una mesa desmontable de la marca Cornilleau cuesta 539,99 euros, aunque las hay m¨¢s baratas. En la secci¨®n de raquetas, abundan las horteras, de colores chillones y avaladas por campeones como Jean-Philippe Gatien o Liu Guoliang. Al final, y como gesto testimonial, me llev¨¦ una raqueta de debutante, de tan s¨®lo 3,19 euros, de forma cl¨¢sica y con el mismo mango de madera que me recuerda las que utilic¨¦ de ni?o, cuando el ping-pong me parec¨ªa el colmo de la sofisticaci¨®n, pasatiempos de se?oritos a los que envidiaba con una rabia s¨®lo comparable a la que, a?os m¨¢s tarde, me produc¨ªa verlos montados sobre sus flatulentas Montesas y Bultacos, llevando de paquete a las que deber¨ªan haber sido nuestras novias.
Pero empecemos por el principio: descubr¨ª el ping-pong en unas felices (y por desgracia excepcionales) vacaciones en Transilvania, observando a un grupo de vietnamitas, ex combatientes de la guerra, que se pasaban las tardes d¨¢ndole a la raqueta. Mis hermanos mayores andaban por all¨ª y participaban en partidas donde pon¨ªan en pr¨¢ctica un ping-pong veloz y pasional, de escuela sovi¨¦tico-coreana. Uno de aquellos jugadores vietnamitas, que en la piscina del hotel luc¨ªa una espalda con cuatro cicatrices de bala, me ense?¨® un saque oriental del que me siento muy orgulloso pese a que, por falta de pr¨¢ctica, ha ido degenerando en burda e inoperante imitaci¨®n de lo que fue. Consist¨ªa en flexionar las piernas, lanzar la pelota muy alta y, al final de la trayectoria descendente, golpearla desde una l¨ªnea inferior al nivel de la mesa para que el rival no pudiera percatarse de qu¨¦ efecto tomaba.
Leyendo Ping-pong, el gustazo literario de un escritor al que sus editores suelen pedir novelas vagamente policiacas, revives las veces que has escuchado el sonido de la pelota rebotando sobre la mesa, ya sea en un cuartel de infanter¨ªa, en el rinc¨®n m¨¢s oscuro de un local de deportes de la calle de Mallorca, en la terraza de un compa?ero de infancia o en el jard¨ªn de un buen amigo que sabe apreciar lo que supone tener una mesa abierta a cuantos aficionados se presten a dejarse ganar (tiene mal perder). Charyn, que pasa muchos meses del a?o en Par¨ªs, cuenta c¨®mo se inici¨® en este deporte y construye una mezcla de memoria personal de jugador pies planos y de ensayo sobre el ping-pong, con referencias a los maestros, a las connotaciones pol¨ªticas y al uso propagand¨ªstico de la raqueta (Oriente contra Occidente, chinos, coreanos y japoneses contra norteamericanos).
"Para nosotros, el ping-pong era un acto de devoci¨®n", escribe. Y as¨ª debe de ser porque, a lo largo de sus m¨²ltiples cambios de residencia, Charyn ha ido arrastrando sus raquetas y ha puesto en pr¨¢ctica este extra?o sexto sentido para descubrir en seguida en qu¨¦ parte de la ciudad se esconde el oscuro s¨®tano ocupado por devotos a esta secta del mate y del efecto endiablado. Los or¨ªgenes, la evoluci¨®n del reglamento, la influencia de la tecnolog¨ªa en los recursos del jugador, las diferencias entre escuelas tan opuestas como la h¨²ngara o la japonesa, todo sale en este texto ideado como una obsesiva y monotem¨¢tica conferencia. En el aspecto personal, Charyn cuenta que, en Par¨ªs, ha acabado participando en torneos, encontrando c¨®mplices de sus vicios, y ?a que no adivinan con qui¨¦n comparte esta obsesi¨®n por el ping-pong practicante? Con Georges Moustaki, que resulta ser un experto en la materia y que puede presumir de haber jugado con, entre otros, el mism¨ªsimo Henry Miller, quien, con 80 a?os, le gan¨® claramente (Miller era un loco del ping-pong: ahora se entiende la energ¨ªa de sus libros). Hasta que me enter¨¦ de esta faceta de Moustaki, el cantante no me despertaba gran simpat¨ªa. Ahora, en cambio, lo escuchar¨¦ con m¨¢s respeto, esperando advertir, en el fondo de sus melod¨ªas, el adictivo sonido de la pelotita botando (por cierto: la sede territorial de pingpongf¨ªlicos de esta ciudad est¨¢ en la calle de la Duquesa de Orleans, 29 interior, y el tel¨¦fono es el 93 280 27 38).
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