Atropellos
Nos atropellan. Puede que no seamos carne de ca?¨®n todav¨ªa, como los iraqu¨ªes, pero podemos presumir de ser carne de utilitario o de berlina, de autob¨²s o tranv¨ªa. Ahora que los tranv¨ªas, lo mismo que fantasmas de regreso al futuro, han vuelto a recorrer semivac¨ªos las calles de Bilbao, sus v¨ªctimas eternas emerger¨¢n del fondo del armario del tiempo. Un tranv¨ªa hasta los topes mat¨® a Antonio Gaud¨ª, que caminaba ausente por una Barcelona prodigiosa que ¨¦l iba a convertir o estaba convirtiendo en una especie de Lladr¨® modernista. Peor, en todo caso, fue lo de Roland Barthes, que muri¨® atropellado por una camioneta de reparto de leche que lo dej¨®, como dice Antonio Altarriba, completamente en blanco, desnatado y descremado, reducido al grado cero de la existencia.
Tarde o temprano somos atropellados; m¨¢s temprano que tarde, seg¨²n la autoridad municipal bilba¨ªna que entiende de estos casos. Porque la edad de los atropellados no es tan provecta como algunos podr¨ªan sospechar. Los ancianos, es cierto, suelen ser piezas f¨¢ciles para los parachoques de los autom¨®viles, pero un buen n¨²mero de los atropellados pertenece a las categor¨ªas juvenil y senior. A los j¨®venes aplastados sobre el asfalto no les queda siquiera el consuelo de los muertos eternamente hermosos -"cuerpos que nunca envejecen"- cantados por Cavafis. No sabemos si por ese motivo o por otros de orden m¨¢s prosaico, en el Ayuntamiento de Bilbao han decidido tomar medidas frente a los atropellos. De momento, prometen vigilarnos a los peatones, no quitarnos el ojo de encima y llamarnos la atenci¨®n si cruzamos un sem¨¢foro en rojo o hacemos un movimiento sospechoso. M¨¢s tarde empezar¨¢n a sancionarnos. Eso prometen. Su deseo es que no nos atropellen, y si es preciso, juran, nos har¨¢n pagar cara la imprudencia. Es el ¨²ltimo y tonto atropello de los poderes p¨²blicos, que en los ¨²ltimos tiempos no descansan en su empe?o de ordenar nuestras vidas. Uno recuerda el viejo Tribunal Tutelar de Menores y sospecha que para las instituciones seguimos siendo eso: menores a los que hay que tutelar, peatones incautos a los que es necesario cruzar la calle y amedrentar con multas.
No deja de resultar curioso que mientras en Bagdad el mero hecho de cruzar una calle es una acci¨®n heroica, en algunas ciudades puede ser un motivo de sanci¨®n econ¨®mica y reprensi¨®n verbal (cualquier perdonavidas de uniforme es capaz de leernos la cartilla igual que en el colegio). La estupidez humana no conoce l¨ªmites. Y una de las mayores muestras de esa inconmensurable estupidez es el af¨¢n sancionador de algunos. Multas por fumar o multas por cruzar un sem¨¢foro en rojo o por llevar los zapatos mal atados, qui¨¦n sabe. No habr¨¢ multas en cambio, me temo, para los responsables de que cruzar las calles bagdad¨ªes sea algo parecido a jugar a la ruleta rusa. Nadie sancionar¨¢ al Pent¨¢gono por su oscuro (o clar¨ªsimo) contrato de explotaci¨®n petrol¨ªfera entre el Ej¨¦rcito y una filial del grupo Halliburton, dirigido hasta el a?o 2000 por el vicepresidente Dick Cheney. En fin, nos atropellan.
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