Finales
La muerte no se acaba, no tiene punto y final. Los animales, da igual que pertenezcamos al eje del bien o del mal, hemos mantenido la costumbre de morirnos para siempre. Se acaban los d¨ªas de sol, las calles de las ciudades, las conversaciones con los amigos, los libros, las alegr¨ªas y las tristezas; pero no se acaba nunca, una vez que llega la muerte, la imposibilidad de disfrutar de la luz, de pasear por el barrio, de quedar a comer con los amigos, de abrir un libro, de vivir el mundo, el mundo que da vueltas, con sus esperanzas y sus desilusiones. Eso no ha podido remediarlo todav¨ªa el progreso cient¨ªfico, porque la inteligencia, que sirve para inventar misiles sofisticados, no ha descubierto a¨²n el cad¨¢ver ¨²ltimo modelo, capaz de levantarse para ponerle punto final a su muerte. La oscuridad definitiva no conoce treguas, pactos, rendiciones, armisticios. As¨ª que las guerras no terminan nunca, se quedan vivas con sus muertos para siempre, dispuesta a volar hacia otras fronteras y otros relojes. La p¨®lvora es un ave migratoria que pasa de un tiempo a otro, de una memoria a una realidad, de un grito a la nada. Las guerras no terminan para el muerto, ni para los padres del muerto, ni para sus hijos, ni para quien ha visto planear la muerte sobre los cielos y las palabras.
Sigue la vida con su muerte infinita, y todos nos parecemos a ese payaso que debe salir a la pista del circo la misma noche triste en la que ha perdido a su madre. Aunque suene la m¨²sica, aunque se enciendan los focos y las aplausos estallen, hay que seguir viviendo la muerte inacabada, la guerra que ya nunca se apagar¨¢ en el rinc¨®n familiar de las fotograf¨ªas, la posguerra que tapar¨¢ con la s¨¢bana del orgullo victorioso el cuerpo de unas ausencias definitivas. La ley impune de los vencedores se atrever¨¢ a decirle a miles de iraqu¨ªes que la guerra ha terminado, como si la muerte de sus hijos tuviera un final, una bajada de tel¨®n, al menos un descanso en el argumento del vac¨ªo. Los mismos que han querido buscarle razones ocultas al pacifismo, los que hablaron de intereses electorales o de conspiraciones turbias, afirmar¨¢n ahora que la guerra ha terminado. Son incapaces de comprender que para conmoverse s¨®lo basta el espect¨¢culo de una barbarie que no tiene remedio, de una herida sin final, de un silencio cargado de ruidos. Pero los muertos no son una cifra en la canci¨®n lejana de las estad¨ªsticas. Los muertos tienen nombre y apellidos, respiran en la memoria y viven en las calles por las que nunca pasar¨¢n, en las puertas que ya no van a abrir, en las palabras que jam¨¢s ser¨¢n pronunciadas. Con la misma insolencia que utilizaron para desatar la guerra, proclaman su final, el cese de la tragedia, una vuelta de p¨¢gina. Imagino a Antonia y Julio, los padres de Julio Anguita Parrado, escuchando la noticia del final de la guerra, y me siento como un payaso que debe salir a la pista de su art¨ªculo, y me quedo sin fuerzas para escribir sobre el horror del nuevo mundo que se avecina, donde apenas cabr¨¢n los periodistas que no se humillen al imperio. Pobre ilusi¨®n de la libertad y la justicia, caminando entre recuerdos por las calles de C¨®rdoba. Malditas las guerras y los canallas que las hacen.
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