Muerte en Castelldefels
Los que se ocupan en escribir largos obituarios que convierten, a veces, en biograf¨ªas no tendr¨¢n dificultad en verificar y precisar las principales referencias de mi ya vacilante memoria. La cosa sucedi¨® en abril de 1972. Hab¨ªa un puente vacacional en perspectiva y ten¨ªa previsto ir a Mallorca. Los d¨ªas eran altos y duraderos, aquella primavera. La luz ten¨ªa una claridad mortuoria, cruda y quieta. ?Qu¨¦ brillantes deb¨ªan de verse las higueras, los almendros y las zarzas de camino en los campos de Felanitx y qu¨¦ limpias las hileras de vides oscuras! Estaba, sin embargo, todav¨ªa en Sant Cugat yendo por la calle adoquinada, escasa de transe¨²ntes, aquella media ma?ana, hacia la plaza del monasterio. All¨ª, en las galer¨ªas por encima del claustro, estaban las aulas y los despachos de la Universidad Aut¨®noma de Barcelona (UAB). Entre los docentes y los estudiantes hab¨ªa una percepci¨®n inadecuada de comienzo de un proyecto acad¨¦mico de calidad diferenciable. El peque?o n¨²mero inicial de seres all¨ª congregados propiciaba, seguramente, aquella sensaci¨®n de regocijo y complacencia en una misi¨®n de superioridad. Pronto, al crecer seg¨²n los mecanismos acad¨¦micos establecidos, se pudo ver cu¨¢n falaz hab¨ªa sido el tacto. En el monasterio, vac¨ªo y en desarreglo, se concentraban tambi¨¦n urracas torpes y procaces y p¨¢jaros negros.
El lugar del final de Sanders fue electivo y ex¨®tico. El de Ferrater fue interior y dom¨¦stico. Todo ocurri¨® en un mes de abril
Unos d¨ªas antes los diarios hab¨ªan publicado la noticia del suicidio en Castelldefels de George Sanders, el actor brit¨¢nico. Uno de los peri¨®dicos reproduc¨ªa la nota de despedida en traducci¨®n espa?ola y una foto del texto ingl¨¦s del manuscrito original. Me conmovi¨® la elegante y fr¨ªa escritura de la despedida. Por supuesto, el autor no entra en los detalles precisos que le condujeron al suicidio. S¨ª, en cambio, hay un inter¨¦s manifiesto en se?alar su desencanto con los humanos a quienes nos deja con nuestras alcantarillas (sewers). Creo recordar bien la palabra tan metropolitana, alusiva a un orden que prev¨¦ su propia basura y con ella, amenazante, cohabita. Pens¨¦ muchas veces en los d¨ªas previos al suicidio, en c¨®mo aquel hermoso y distante cliente se hab¨ªa movido con normalidad por el hotel medio desierto, fuera a¨²n de temporada, batido por el viento marino y la arena, en primera l¨ªnea, quiz¨¢ cerca de la antigua estaci¨®n. Borracho, acaso, ?lleg¨® o no a mirar por la ventana?
En la plaza del monasterio, entrando a la izquierda, est¨¢ el bar El Mes¨®n, con terraza de vidrieras. Erguido, al borde de la puerta, estaba Gabriel Ferrater, aquel d¨ªa. Como siempre que el tiempo lo permit¨ªa iba vestido de joven universitario norteamericano. Unos tejanos azules, unas zapatillas de tenis y un, aquella vez, polo verdoso ce?ido a su liviano tronco compon¨ªan su figura. Nos saludamos. Jovial, conversador, descansado, parec¨ªa aguardar una cita. Le coment¨¦ lo de Sanders y le pregunt¨¦ si hab¨ªa le¨ªdo la nota de despedida. Me dijo que s¨ª, sonriente. Yo manifest¨¦ que el motivo de las alcantarillas en donde, efectivamente, viv¨ªamos todos, era una buena raz¨®n para suicidarse. Observamos que la traducci¨®n al espa?ol de sewers era defectuosa. Y ¨¦l, de pronto, a?adi¨®, arrastrando las erres en catal¨¢n: "Jo en tinc cinquanta de raons per fer-ho". Acompa?¨® las palabras el gesto repetido de golpear con la otra una mano extendida como quien exige un pago al contado. Nos despedimos. Unas horas despu¨¦s, al volver de mi trabajo, le vi de nuevo en El Mes¨®n tras las vidrieras sentado en una mesa con j¨®venes estudiantes que le escuchaban con devoci¨®n. Inclinado sobre s¨ª mismo y con las manos extendidas como antenas contaba seguramente maravillas. Estaba descompuesto. Yo esper¨¦ a ver c¨®mo cesaba su narraci¨®n de s¨²bito y entonces el maxilar inferior, que s¨®lo el habla manten¨ªa firme, se desprend¨ªa abruptamente en un gesto de derribo facial.
De regreso a la estaci¨®n record¨¦ que una amiga suya alguna vez hab¨ªa comentado el anuncio ¨ªntimo de Ferrater de acabar con su vida a los 50 a?os. No me extra?¨® que estas fueran las 50 razones mencionadas por ¨¦l. Comparando, si, en efecto, ocurriera, su suicidio con el de Sanders era clara la diferencia de motivos, por lo menos en su expresi¨®n. Desencanto y extra?amiento humano en uno o vejez prematura, contante y sonante, insoportable, de alguien que no sab¨ªa sino seducir. El lugar del final de Sanders fue electivo y ex¨®tico. El de Ferrater, en cambio, como su muerte misma, si ocurriera, ser¨ªa interior y dom¨¦stico. Un d¨ªa o dos despu¨¦s, en Mallorca, por la tarde, vi en la primera p¨¢gina del TeleXpr¨¦s su fotograf¨ªa y la noticia de su muerte en un vac¨ªo Sant Cugat. Se me turb¨® la vista. O¨ª, de repente, el rumor del agua de la fuente, not¨¦ el sol, ol¨ª a calles de infancia conocida y me sent¨ª aliviado de saber que era de all¨ª y que all¨ª estaba para siempre, lejos y a salvo de los se?ores de la naci¨®n y de las letras, de Barcelona, en donde resid¨ªa, temporalmente, s¨®lo por oficio.
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