El recreo de piedra
Dentro de poco, la plaza de Sant Felip Neri entrar¨¢ en su fase m¨¢s gloriosa del calendario. En primavera, en mayo sobre todo, las tipuanas que crecen en medio del pent¨¢gono de piedra dejan caer un manto de flores anaranjadas. Es una vestimenta adecuada para la nueva estaci¨®n y un contraste casi irreverente con la sobriedad de los sillares de esta plaza construida con la t¨¦cnica patchwork que sirvi¨®, en tiempos, para salvar algunos edificios de la Barcelona vieja.
Hasta ahora, y durante muchos a?os, en la plaza de Sant Felip Neri han convivido un convento, una iglesia, el museo del calzado, una escuela y una casa de vecinos. Es un paisaje digamos que pintoresco que ha conseguido mantenerse bastante al margen del recorrido habitual de las hordas de turistas que invaden cada d¨ªa el centro de la ciudad. Pero pronto abrir¨¢ un hotel. Un hotel de lujo, con pocas habitaciones, que transformar¨¢ por dentro dos inmuebles, uno que da a la plaza y otro, contiguo, que ten¨ªa su puerta en la calle de Sant Felip Neri. Este segundo edificio parec¨ªa deshabitado, pero no lo estaba.
En la plaza de Sant Felip Neri conviven un convento, una iglesia, una escuela y un museo. Ahora quieren abrir all¨ª un hotel de lujo
En tiempos fue la morada de Gargamel y su perro. Porque Gargamel no ten¨ªa un gato, sino un perro. Y K¨¢sperle era una ni?a peque?ita que a veces asomaba su gorro de lana de colores por la plaza. Ella no iba a la escuela Sant Felip Neri. Yo s¨ª. Y tanto yo como mis compa?eros de curso, que conoc¨ªamos las esquinas de la plaza como si fueran nuestra casa -en cierto modo, eran nuestra casa-, detect¨¢bamos ipso facto a cualquier intruso.
Gargamel no vest¨ªa un sayo de ropa de saco, sino su¨¦teres ra¨ªdos, pantalones remendados y zapatillas de felpa. Siempre llevaba una bolsa en la mano. Era un hombre menudo de hombros cargados y mejillas hundidas que nunca le dirigi¨® la palabra a nadie. ?l parec¨ªa ser la ¨²nica persona humana que viv¨ªa en ese edificio oscuro y destartalado, lo m¨¢s parecido a un castillo de cuento de miedo que hab¨ªamos visto con nuestros ojos. Y cuando Gargamel pasaba por nuestro lado, conten¨ªamos la respiraci¨®n. La figura de K¨¢sperle, que quiz¨¢ nos ped¨ªa participar en nuestros juegos, no la comprend¨ªamos. Sal¨ªa de la tienda estrecha de artesan¨ªa de la plaza Garriga i Bachs, se adentraba sigilosamente en la plaza y nos miraba. Tampoco entend¨ªamos, y por tanto ignor¨¢bamos, la pintada en la que alguien hab¨ªa reproducido la efigie de Makoki en la puerta met¨¢lica que est¨¢ en la calle de Montju?c del Bisbe. Una puerta que siempre estaba cerrada y no sab¨ªamos ad¨®nde daba. Entonces, aunque no los ve¨ªamos porque iban de noche, hab¨ªa punkis; ahora ya no. Dicen que, recientemente, el santo de la fachada de la iglesia ha amanecido con una boa de marab¨² enrollada en el cuello. A saber.
La plaza, tanto entonces como ahora, serv¨ªa de patio de recreo para buena parte de los alumnos de la escuela. Antes era el patio de lo que se llamaba segunda etapa, momento cr¨ªtico en que muchos aprovech¨¢bamos la libertad de movimiento para escondernos en alguna callejuela y dar las primeras caladas. Ahora, cualquiera que pase por ah¨ª a seg¨²n qu¨¦ horas, interrumpir¨¢ -?ocurrencia!- los juegos de los alumnos de tercero, cuarto, quinto y sexto de primaria. Su presencia en la plaza no es ning¨²n "derecho adquirido", recuerda la directora, Carme Gotsens. Pero menudo susto si a los responsables del nuevo hotel se les pasara por la cabeza montar una terraza en la plaza. Todav¨ªa no lo han solicitado al distrito de Ciutat Vella.
En el calendario de uso de la plaza, hab¨ªa cuatro fechas se?aladas. Por orden, la Casta?ada, el Carnaval, los Jocs Florals y la fiesta del santo patr¨®n, el 26 de mayo. Sobre todo, la ¨²ltima, en pleno apogeo de la estampa ofrecida por las flores de tipuana. Ese d¨ªa se liaba gorda. A primera hora, un cercavila de locos de remate recorr¨ªa las calles del barrio. ?ltima parada, la plaza. All¨ª se celebraba un mercadillo con productos made in las clases de pl¨¢stica que se compraban y vend¨ªan con unos billetes bautizados como felips y felipons; unos billetes que deber¨ªan entrar en toda colecci¨®n de numism¨¢tica que se precie. De fondo, invariablemente, m¨²sica brasile?a: "Eeeeeh, meu amigo Charlie", cant¨¢bamos sin saber por qu¨¦ ni c¨®mo.
?se fue, y es, un territorio marcado. Un lugar donde, en invierno, las ni?as nos pel¨¢bamos de fr¨ªo cuando no nos entreg¨¢bamos al pichi -una especie de baseball jugado con pelotas elaboradas con bolas de papel albal- o, ejem, a las gomas. Mientras, los ni?os sudaban detr¨¢s de una pelota en una imposible liguilla de f¨²tbol. Por lo general, las porter¨ªas se situaban una en la puerta de hierro de la iglesia y otra en la bocacalle de enfrente. No exactamente enfrente, de hecho. Con lo que el partido no era exactamente sim¨¦trico. Y, como un convidado de piedra, esa fuente que ahora sale en anuncios de perfumes y entonces redescubr¨ªamos muy de vez en cuando; cada vez que a alguien se le ocurr¨ªa limpiarla. Y que no era el ¨²nico obst¨¢culo a sortear, tanto por los que persegu¨ªan el bal¨®n como por todos los dem¨¢s. Las cacas de perro, que se repart¨ªan tramposamente por el adoquinado, eran nuestro peor enemigo. En justicia, las sucesivas promociones de felipons tendr¨ªamos que haber salido con un instinto especial para detectar y evitar marrones.
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