Debilidad por los enanos
Con la escritora Rosa Montero me ocurre algo curioso. Tengo la sensaci¨®n de que somos amigos inmemoriales, que nos vemos con mucha frecuencia y que, en nuestros innumerables caf¨¦s, cenas y compadrazgos compartidos, celebramos estupendas chismograf¨ªas y discusiones. Y, sin embargo, lo cierto es que la veo a la muerte de un obispo y casi siempre en esas ca¨®ticas presentaciones de libros o conferencias donde se cambian abrazos y s¨ªlabas, pero jam¨¢s se traba una conversaci¨®n completa.
?De d¨®nde viene aquella falsa sensaci¨®n, entonces? De que la sigo muy de cerca, en las mil y una batallas que libra a la vez, todos los d¨ªas, en sus art¨ªculos, ensayos, libros y entrevistas, rompiendo lanzas por todas las v¨ªctimas y los desvalidos del mundo, empezando por las mujeres y terminando por los animales, con un largu¨ªsimo intermedio -los inmigrantes, los disidentes, los marginales, los invidentes, las minor¨ªas, los sordos, los perseguidos, etc¨¦tera- y opinando, en alta voz y con una franqueza temeraria, sobre todos los horrores de la actualidad. Casi siempre estoy de acuerdo con ella, pero, aun cuando discrepe, sus opiniones me parecen tan limpias, tan pol¨ªticamente incorrectas, tan faltas de oportunismo y de c¨¢lculo, tan transparentemente inspiradas en un ideal de integridad y de justicia, que estas diferencias, en vez de disminuir, aumentan el respeto que le tengo. Ahora se lo tengo todav¨ªa m¨¢s, despu¨¦s de leer La loca de la casa, un libro sobre la ficci¨®n que, aparentando ser un ensayo sobre el mundo de la novela y de los novelistas, se las arregla para ser tambi¨¦n ficci¨®n e ilustrar ¨¦l mismo las tesis y reflexiones de Rosa Montero sobre los fabuladores de historias.
En las ant¨ªpodas de los d¨®mines y profesores que pretenden explicar cient¨ªficamente la naturaleza de la ficci¨®n, hablando con neutralidad ol¨ªmpica, este libro es un testimonio subjetivo a m¨¢s no poder, donde la autora se ofrece en espect¨¢culo a sus lectores, desvelando su intimidad para rastrear en ella los or¨ªgenes de su vocaci¨®n, las fuentes que la alimentan, los alicientes que la ayudan a vencer las dificultades, las expectativas que cifra en aquello que fabula, y el misterioso encaminamiento que en su memoria y en su vida siguen ciertas im¨¢genes antes de cuajar en personajes, temas, trayectorias, novelas.
El libro, como ocurre con todas las ficciones, est¨¢ lleno de trampas, de principio a fin. Escrito con una prosa tersa y directa, que reh¨²ye el desplante y la pretensi¨®n, todo aquello que dice parece muy claro y expl¨ªcito. Y, sin embargo, es lo contrario: un campo minado de fantas¨ªas. La seguridad con que el lector lo va leyendo al principio, enga?ado por lo cristalino de la exposici¨®n, va desapareciendo a medida que advierte, aqu¨ª y all¨¢, contradicciones, incongruencias, repeticiones, que, s¨®lo al final, en un verdadero malabar de la diestra prestidigitadora que es la autora, le revelan otra historia, soterrada bajo la aparente, es decir, la verdadera que el libro quiere contar. Esta historia es una demostraci¨®n pr¨¢ctica de la manera como la imaginaci¨®n -a la que Santa Teresa de Jes¨²s llam¨® magn¨ªficamente la loca de la casa- desordena la vida de los humanos para que sea m¨¢s rica, m¨¢s intensa, y, sobre todo, m¨¢s tolerable.
Escribir es una manera de vivir, dec¨ªa Flaubert, y este libro de Rosa Montero lo confirma en cada p¨¢gina. Un escritor no escribe solamente con lo que sabe, ha aprendido, sue?a, recuerda e inventa, sino con todo lo que lleva dentro, y, principalmente, con aquellos ¨ªncubos que ha sepultado en lo m¨¢s profundo del subconsciente, porque no quiere saber de ellos y porque su sola existencia lo espanta. Por eso, para explicar el lugar que ocupa la vocaci¨®n en la vida de un escritor, hay que hablar de todo lo que hay en esta vida, sin excepci¨®n: los amores y los odios, las grandezas y peque?eces, y las extra?as fobias y simpat¨ªas que trazan en torno esos crucigramas irrellenables que son las personalidades humanas. Rosa Montero lo hace con desenvoltura y mucha gracia, atenuando con chispazos de iron¨ªa y buen humor las truculencias de su biograf¨ªa -su pasado hippy, su desorden dom¨¦stico, las locas pasiones de la juventud- y, confesando que, en lo que se refiere a los varones, sus preferencias son inequ¨ªvocamente hollywoodenses: rubios apol¨ªneos de recios pectorales, aquejados de timidez y, si no es mucho pedir, dotados tambi¨¦n de algo de sesos. (Viniendo de una feminista como Rosa, ni qu¨¦ decir que estas inclinaciones producir¨¢n un suspiro de alivio en sus lectores encandilados por las mu?ecas plateadas y curvil¨ªneas).
?C¨®mo se compagina este prototipo varonil estilo Mel Gibson con la debilidad de Rosa Montero por los enanos? En las p¨¢ginas acaso m¨¢s divertidas de La loca de la casa, la autora confiesa su flaqueza -no, m¨¢s que eso: su amor- por las mujeres y los hombres peque?itos, aquellos gnomos queridos que, por lo dem¨¢s, burlando incluso sus resueltas prevenciones a la hora de escribir, se las arreglan siempre para filtrarse y comparecer en roles estelares en todas sus historias. La explicaci¨®n que ella misma ofrece de su inclinaci¨®n por la humanidad liliputiense es inconvincente, aunque bonita. De ni?a, su madre la habr¨ªa fotografiado visti¨¦ndola y maquill¨¢ndola como a una mujer adulta, por lo que Rosa creci¨® vi¨¦ndose en aquella imagen transformada en una enanita: de ah¨ª su amor a esos cong¨¦neres. En verdad, la foto susodicha, que adorna la portada del libro, no es nada de lo que ella dice, sino la de una ni?a normal¨ªsima, y ni?ita a m¨¢s no poder. La explicaci¨®n debe de ser otra, si es que existe, o tal vez no la haya y todo sea atribuible a esos desaguisados que produce la loca de la casa en la vida de las personas sensibles, cuando le abren los brazos con toda la felicidad del mundo como hace Rosa Montero.
Un novelista se hace viviendo, escribiendo y, sobre todo, leyendo. Hipnotizado por las grandes novelas se contrae el vicio de escribir, y en ellas se aprenden los sortilegios del oficio: a organizar el tiempo de las historias, una invenci¨®n no menos neur¨¢lgica que la del narrador, la de los puntos de vista y la de los datos que se ocultan para que resulten a
la larga m¨¢s visibles, y las peque?as astucias para mantener la expectativa y el hechizo y los cl¨ªmax y los anticl¨ªmax que van vistiendo una novela con las apariencias de la vida. Rosa Montero habla de sus maestros, pero no se detiene en los libros que escribieron y gracias a los cuales ella los conoci¨® y admir¨®, hurga tambi¨¦n en sus vidas y se enoja con sus peque?eces y miserias -el ego¨ªsmo de T¨®lstoi, el salvajismo de Rimbaud, los fracasos de Robert Waltzer, las concesiones de Goethe, las contradicciones de Zola, la vanidad de Calvino y la frivolidad de Truman Capote- o se entusiasma con los escritores que, adem¨¢s de grandes prosistas y pensadores, fueron tambi¨¦n, como Voltaire con el asunto de Jean Callas, grandes justicieros. A Rosa Montero le gustar¨ªa que todos los buenos escritores que tanto le han dado fueran tambi¨¦n buenos a secas, y su esp¨ªritu generoso, de irredimible enderezadora de entuertos, se rebela al comprobar que algunos de los m¨¢s eximios prosistas y m¨¢s audaces inventores fueron tambi¨¦n, en su vida familiar o en su conducta c¨ªvica, unas basuras. Lo importante, en todo caso, es que, aunque a veces sus autores est¨¦n lejos de ser unos dechados humanos, las grandes novelas tienen siempre un efecto ben¨¦fico en los lectores, aguzando su sensibilidad, su conocimiento de la vida y ofreci¨¦ndoles un orden en el cual refugiarse cuando sienten que a su alrededor crecen el caos y la confusi¨®n.
?Cu¨¢l es el secreto v¨ªnculo que hermana a la novela con la ciudad? Ambas nacieron y crecieron juntas, y sin la ayuda de la otra ninguna ser¨ªa lo que es. Par¨ªs sin Balzac, Londres sin Dickens, Madrid sin Gald¨®s y Baroja no existir¨ªan; pero es cierto que esta dependencia es reversible: sin la ciudad habr¨ªa teatro, poes¨ªa, no novelas. La condici¨®n urbana de la novela ha sido subrayada una y otra vez por los cr¨ªticos, Lukacs por ejemplo, quien precisaba, sin embargo, que era sobre todo a la burgues¨ªa a quien la novela ten¨ªa ligada su suerte, y cuyas aspiraciones, ideales, intereses, mitos y costumbres las ficciones habr¨ªan representado mejor y de modo m¨¢s aut¨¦ntico que ning¨²n otro g¨¦nero. Para Rosa Montero la novela y la ciudad poseen "un af¨¢n innato de orden y estructura". La vida de la urbe -sus calles, plazas, murallas, avenidas, construcciones, erigidas seg¨²n un plan preconcebido y en contraste con los tumultos y ritmos espont¨¢neos de la naturaleza que prefiguran la vida agraria- dot¨® a la novela de una morfolog¨ªa que reflejaba los modos de vivir y de so?ar de escribidores y lectores. G¨¦nero urbano, la novela es tambi¨¦n social, historia de individuos inmersos en un entramado colectivo, que van defini¨¦ndose y eligiendo su destino dentro de la telara?a de sus relaciones con los otros miembros de la comunidad. A diferencia de la poes¨ªa, que puede expresar el yo ¨²nico en su soledad metaf¨ªsica, la ficci¨®n expresa siempre la vida gregaria, los usos, los dramas y los mitos vividos por hombres y mujeres particulares en el seno de una comunidad. Tal vez por eso la novela sea un g¨¦nero condenado a la imperfecci¨®n, a no alcanzar jam¨¢s esos paradigmas de pureza formal y perfecci¨®n art¨ªstica -el absoluto- que la gran poes¨ªa s¨ª llega a encarnar. A ning¨²n gran novelista se le ha llamado jam¨¢s "divino", como a Dante o Shakespeare. No pueden ser dioses: Cervantes, T¨®lstoi, Joyce, Proust, con toda su descomunal grandeza, son humanos a m¨¢s no poder, pr¨®jimos nuestros, los seres del mont¨®n.
Las inteligentes observaciones de Rosa Montero sobre el g¨¦nero que practica y que conoce tan bien no ser¨ªan lo divertidas que son si en La loca de la casa no las hubiera trenzado con multitud de an¨¦cdotas, confesiones, revelaciones de su vida privada, que, a la vez que ilustran sus ideas, van haciendo de ella un personaje, con el que el lector termina por encari?arse e identificarse como le ocurre con los h¨¦roes de la ficci¨®n. La curiosidad hormiguea a medida que el relato va soltando nuevos datos ¨ªntimos sobre aquella apasionada aventura sentimental que protagoniz¨® la autora con aquella estrella del celuloide. ?Qui¨¦n era ese an¨®nimo actor de la Meca del Cine con quien Rosa se extravi¨® aquella noche de trementina y largos besos en los laber¨ªnticos pasillos de la Torre de Madrid? ?Hicieron o no hicieron el amor como dos anacondas? ?Y qu¨¦ demonios pas¨® despu¨¦s? ?Se encontraron a?os m¨¢s tarde en un festival de cine? ?Fue cierto que su hermana gemela le arrebat¨® aquella conquista? ?Y aquel encuentro crepuscular, casi de ex combatientes, bajo unas s¨¢banas chilenas, tuvo realmente lugar? Cuando el lector comienza a sospechar que en esta historia hay m¨¢s mentiras que verdades y a decirse que acaso no s¨®lo ella, sino todo el sabroso fest¨ªn de infidencias que tan morbosamente ha paladeado a lo largo del libro, era nada m¨¢s -era nada menos- que una monumental fabulaci¨®n, ha comprendido a carta cabal qu¨¦ son, c¨®mo son y para qu¨¦ existen las ficciones.
La loca de la casa se lee, de principio a fin, en un puro movimiento de placer. Es un libro que, para m¨ª, tiene adem¨¢s el encanto suplementario de que ley¨¦ndolo me hizo sentir que, por fin, celebraba aquella demorada conversaci¨®n que nunca tuve con Rosa Montero, mi ¨ªntima amiga de ficci¨®n.
? Mario Vargas Llosa, 2003. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2003.
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