La playa de la monta?a rusa
Puro Nueva York en Coney Island
A los cuatro a?os ella se perdi¨® en las arenas de Coney Island comiendo una ciruela. En esa ¨¦poca era dif¨ªcil ver arena en la playa m¨¢s concurrida de Nueva York. El mar comenzaba al pie de los edificios de ladrillo y escaleras de incendio de Brooklyn. Los jud¨ªos rusos y polacos llegaron no muy lejos de ah¨ª, en la isla Ellis, y como si atravesar la mitad del mundo les hubiese bastado para temer a las transmigraciones, se quedaron mirando el oc¨¦ano lo m¨¢s cerca posible de su puerto de desembarco. Los que se han ido de Coney Island han vuelto, o han vuelto sus hijos. Ah¨ª estudi¨®, se cas¨®, enviud¨® y muri¨® su abuelo, en Brighton Beach, al final de la playa, el mar a un lado y el murmullo del tren sobrevolando los techos grises como entra?as de palomas al otro lado.
Balneario y suburbio, los mejores knishes de la ciudad, en Mrs. Stahl's. Ella, como muchos neoyorquinos, tiene sus ra¨ªces no en un pueblo, ni en el tronco de un ¨¢rbol, ni en la cima de una catedral, como en Europa, sino en una playa un poco triste, y una monta?a rusa cuya ¨²nica gracia es estar montada en madera y ser susceptible de quemarse. El pa¨ªs m¨¢s rico del mundo sabe como ning¨²n otro conservar su pobreza.
Coney Island es bello porque es cutre, y es cutre de tan bello que es. A pesar de que tantas canciones cantan las alegr¨ªas melanc¨®licas de Astroland (el parque de atracciones al final de la playa), de ese mar que mira la ciudad, o de esas ancianas que a¨²n hablan ruso en el portal de sus edificios, el barrio no se ha convertido en atracci¨®n tur¨ªstica. Es de lo poco que en Nueva York no se muestra, ni sonr¨ªe. La playa es la misma que no perdona a los ni?os perdidos, sobre la madera del malec¨®n una pareja compuesta por un puertorrique?o y una rubia sueca discuten qu¨¦ hacer con el hijo que no quiere entrar en la Universidad. La costanera en que un anciano rabino jasid pasea de la mano de un ni?o negro, y un mexicano sudoroso reparte conejos de peluche a los que disparan en su stand del parque de atracciones.
Coney Island es la misma de siempre, aunque nunca nada es lo mismo en Nueva York. Nada es lo mismo porque aqu¨ª el cambio es la permanencia, la novedad el ¨²nico monumento, la energ¨ªa es lo ¨²nico estable. As¨ª que cuando los viejos rusos de Brighton Beach, llegados a comienzos del siglo pasado, ya hab¨ªan aprendido ingl¨¦s, cuando ven¨ªan a morir bajo la bandera estrellada, llegaron los nuevos rusos. Jud¨ªos tambi¨¦n, pero no tan pobres como sus predecesores. Hoy los portales de los viejos edificios de Brighton Beach est¨¢n enchapados en dorados, y en los escaparates de las tiendas debajo del metro elevado (al estilo French Connection) se vende en cir¨ªlico toda suerte de mini componentes, bisuter¨ªa, productos de belleza y v¨ªdeos en ruso. El restaurante sobre la playa, con rubias sonrientes, tiene conectada la televisi¨®n directo a canales de Mosc¨² donde transmiten una teleserie hist¨®rica con dos bellas oficiales del Ej¨¦rcito Rojo hablando de amor. Miran de reojo los nuevos due?os del barrio, pecho descubierto, para mostrar el oro de sus collares y anillos. Anteojos oscuros, y -se rumorea- algunos muertos bajo el malec¨®n. La mafia rusa no perdona. En el ba?o, una babuchac humana pide unas monedas por el papel higi¨¦nico.
Algod¨®n de az¨²car
Todo ha cambiado para permanecer igual. A la salida del Winter Garden, restaurante cien por ciento moscovita, ella me muestra su infancia. Vodka, Bork, la costanera en que compiten en una carrera silenciosa las sillas de ruedas de las gordas. A lo lejos, los veleros. Y aunque yo no me perd¨ª como ella en esa playa, huelo el olor a su infancia como si fuese mi infancia. Esa tristeza que se llama infancia, esos juegos donde los padres te ense?an el miedo, el de la vieja casa del terror con el carro que casi no anda, los carruseles donde lloran ni?os de todos los colores, el barco pirata y las monta?as de algod¨®n de az¨²car.
No hay rusos ya en Astroland, con s¨®lo recorrer 200 metros hemos cambiado de pa¨ªs. Estamos en uno que no existe, el de los recuerdos sin destinos, el del ruido, del rosado, y las fotos trucadas. Y, finalmente, una ultima gaviota sobre el metro elevado, y filas de afroamericanos entrando en la boca oscura y h¨²meda de la estaci¨®n. Y de ah¨ª, sobrevolar los techos de Brooklyn para celebrar una vez m¨¢s que ella no se perdi¨® en Coney Island, que yo la encontr¨¦ en Brighton Beach.
- Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970), es autor de 'Memorias prematuras' y 'Comedia nupcial' (Debate).
GU?A PR?CTICA
C¨®mo llegar
- Coney Island es la ¨²ltima estaci¨®n de la l¨ªnea W del metro de Nueva York. Tambi¨¦n se puede ir en autob¨²s. Toda la informaci¨®n se encuentra en la p¨¢gina de transporte p¨²blico de la ciudad: www.mta.nyc.ny.us.
Informaci¨®n
- www.coneyislandusa.com.
- Oficina de turismo de Nueva York (001 212 484 12 22 y www.nycvisit.com). Est¨¢ situada en el n¨²mero 810 de la S¨¦ptima Avenida (entre las Calles 52 y 53).
- Parque de atracciones Astroland (001 718 372 02 75 y www.astroland.com). Precio de entrada, 16 euros.
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