La memoria gastron¨®mica de Garc¨ªa M¨¢rquez por las calles de Cartagena de Indias
De la Torre del Reloj al caf¨¦ San Alberto, una ruta urbana por la joya del Caribe colombiano siguiendo el rastro de las recetas que aparecen en la obra de Gabo, con personajes reales que a veces parecen sacados del realismo m¨¢gico de sus novelas
¡°Gabo se sentaba ah¨ª mismo, en esa esquina de la Torre del Reloj, a ver pasar la gente y a charlar con ella, era un gran conversador. Adem¨¢s, sabemos que esta torre y esta puerta fueron el primer lugar que vio de Cartagena cuando lleg¨® en 1948, porque lo describe de una manera muy bonita en su biograf¨ªa Vivir para contarla: ¡®Hab¨ªamos llegado a la gran Puerta del Reloj y me bast¨® con dar un paso dentro de la muralla a la luz malva de las seis de la tarde y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer¡±. Quien cuenta esto se llama Ruth, es una joven gu¨ªa de la empresa Foodies, pero viste a la moda del siglo XIX y se hace llamar Fermina Daza, como la protagonista de El amor en los tiempos del c¨®lera. Son las cinco de la tarde de un crep¨²sculo inusualmente fresco en Cartagena de Indias y empieza as¨ª una de las propuestas m¨¢s originales para descubrir la joya colonial del Caribe colombiano: un tour gastron¨®mico siguiendo las recetas que aparecen en los libros de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, que vivi¨® durante casi dos a?os en Cartagena y en ella se inici¨® como periodista.
La cita y primera parada es esta Torre del Reloj, que antecede a la plaza de los Coches, y bajo cuyos arcos est¨¢ a¨²n la librer¨ªa Los M¨¢rtires, la m¨¢s antigua de Cartagena, que en realidad son unas vitrinas callejeras de madera de intenso color amarillo donde venden primeras ediciones de sus libros y t¨ªtulos menores o ya descatalogados en diversos idiomas. Para mit¨®manos: custodian bajo llave un par de primeras ediciones, una de Cien a?os de soledad y otra de El amor en tiempos del c¨®lera, firmadas por el autor, que venden por unos 350/400 euros.
Dejamos la antigua puerta principal de la muralla cartagenera por la plaza de la Paz, donde hoy est¨¢ el Centro de Convenciones, pero donde estuvo antes el mercado p¨²blico de Getseman¨ª. En un rinc¨®n, que antes era agua y luego se rellen¨®, a la sombra de grandes cauchos gomeros, existieron docenas de tenderetes donde vend¨ªan fritos y patacones, la receta del Caribe colombiano por excelencia. Hoy solo queda uno, Palito de Caucho, que con m¨¢s 70 a?os de historia es patrimonio gastron¨®mico de la ciudad. Todos los d¨ªas machacan y fr¨ªen docenas de kilos de pl¨¢tano macho, que sirven con queso. ¡°Como lo tomaba Diego Samaritano, capit¨¢n de la Compa?¨ªa Fluvial del Caribe de Florentino Ariza en el momento en que se embarca para hacer su viaje sin fin con Fermina Daza¡±, explica Ruth enfundada en su traje de Fermina Daza, mientras busca en su tel¨¦fono el audio con el p¨¢rrafo donde aparece este detalle. Por el peque?o altavoz que le cuelga en bandolera, como si fuera un bolso, surge una voz solemne y sensual, tal parece que fuera el mism¨ªsimo Gabo quien nos lo est¨¢ leyendo: ¡°Se llamaba Diego Samaritano¡ y ten¨ªa en com¨²n con los otros capitanes del r¨ªo una corpulencia de ceiba, una voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino¡. Esa ma?ana encontraron al capit¨¢n en el comedor del barco en un estado de desorden que no estaba de acuerdo con la pulcritud de sus h¨¢bitos, revent¨® con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos y los arreba?¨® en el plato con patacones de pl¨¢tano verde que se met¨ªa enteros en la boca y los masticaba con un deleite salvaje¡±.
Devorados los patacones, volvemos a la plaza de los Coches, en la que paraban los carruajes de caballos que serv¨ªan de transporte p¨²blico en la ciudad y donde hoy esperan carruajes similares la llegada de los turistas que bajan de los cruceros. Es nuestra segunda cita gastron¨®mica. Nos espera Junior, uno de los muchos vendedores ambulantes de limonada. ?l es heredero de una saga familiar que lleva generaciones sirviendo limonada en el centro hist¨®rico de Cartagena. Y nos la sirve como se la serv¨ªan a Fermina Daza, que ven¨ªa todas las tardes a comprarla para su marido, el doctor Juvenal Urbino, a quien ¡°le gustaba tomar una limonada con abundante hielo picado antes de salir a visitar a sus enfermos¡±.
Siguiente parada, sin salir a¨²n de la plaza de los Coches: el m¨ªtico portal de los Dulces o de los Mercaderes. El portal es la fachada oeste y porticada de este espacio cartagenero, donde desde tiempos inmemoriales se instalaban las vendedoras que tra¨ªan sus productos de pueblos cercanos. El lugar que no deb¨ªa traspasar la marquesita Sierva Mar¨ªa de Todos los ?ngeles en Del amor y otros demonios, pero que desoyendo a su padre traspasa y es mordida por un perro rabioso. En cada pilastra de los soportales hay un puesto de dulces. Cuando conoc¨ª este lugar hace ya 10 a?os, cada quiosco era de un pelaje, armarios asim¨¦tricos de madera desvencijada y mesitas con modestos manteles de encaje llenas de bandejas y botes de cristal. Sin embargo, hace pocas semanas estrenaron nuevos mostradores; la municipalidad puso unos nuevos, todos iguales: pulcros, pintados de blanco y amarillo con una franja roja. Menos folcl¨®rico, pero m¨¢s higi¨¦nico. Como entonces, detr¨¢s de ellos hay sobre todo mujeres. Mujeres cargadas de sabidur¨ªa, de esfuerzo y de historia. Como Mercedes Deulofeutt, la que nos atiende, que lleva 25 a?os haciendo cocadas y conservitas de leche y que ya piensa en la retirada tras pasarle los conocimientos del negocio y del fog¨®n a su hija.
¡°Venimos aqu¨ª porque aqu¨ª ven¨ªa Fermina Daza, la Diosa Coronada, a comprar dulces que mezclan las tradiciones de las tres culturas bases de Latinoam¨¦rica, la ind¨ªgena, la espa?ola y la africana¡±. Mientras Mercedes me sirve una bandeja con cabellitos de ¨¢ngel y ladrillos de ajonjol¨ª, Ruth vuelve a darle al play para reproducir otro fragmento de El amor en los tiempos del c¨®lera: ¡°Fermina Daza, poco diestra en el uso de la calle, se meti¨® en el portal sin fijarse por d¨®nde andaba, buscando una sombra de alivio para el sol bravo de las once. Se sumergi¨® en la algarab¨ªa caliente de los limpiabotas y los vendedores de p¨¢jaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces que anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de pi?a para las ni?as, las de coco para los locos, las de panela para Micaela. Luego fue con las dulceras y compr¨® seis dulces de cada clase se?al¨¢ndolos con el dedo a trav¨¦s del cristal: seis cabellitos de ¨¢ngel, seis conservitas de leche, seis ladrillos de ajonjol¨ª y los iba echando en los canastos de la criada con una gracia irresistible¡±.
Nos internamos ahora por las calles cuadriculadas y bullangeras del centro hist¨®rico. Bien distintas a la de hace 76 a?os, cuando Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez deambulaba por ellas. Ahora todas las fachadas lucen impecables, pintadas de colores pastel que dudo fueran los originales, todo gentrificado y dedicado al turista.
Siguiente parada, el restaurante San Valent¨ªn, donde a Ruth/Fermina y a un servidor nos sirven arepa de huevo y jugo de corozo. Gabo contaba en una entrevista que la nostalgia siempre empieza por la comida y hac¨ªa un recuento de algunos de esos platos que para ¨¦l representaban la a?oranza de sus ra¨ªces y su cultura. La arepa de huevo era uno de ellos, y la ten¨ªa por un invento fant¨¢stico, elogiando a qui¨¦n ¡ªvete t¨² a saber cu¨¢ndo y c¨®mo¡ª ¡°se le hab¨ªa ocurrido meter un huevo dentro de una arepa¡±. ¡°Tambi¨¦n es muy frecuente en su obra el corozo¡±, dice Ruth, ¡°una de esas frutas que nosotros consumimos de muchas maneras pero que tambi¨¦n tiene otros usos, tanto como el coco. ?l en su libro menciona que el corozo era el aceite que alumbraba aquellas noches en que Florentino Ariza escrib¨ªa cartas de amor para Fermina Daza¡±.
Muy cerca entramos en una helader¨ªa, pedimos sendos helados de maracumango (mango y maracuy¨¢) y mientras nos deleitamos con ellos paseando por los porches del parque de Bol¨ªvar nuestra gu¨ªa lanza otro audio ¡ªesta vez, de Cien a?os de soledad¡ª donde se demuestra que el helado lo invent¨® uno de los Aurelianos en su f¨¢brica de hielo de Macondo: ¡°Aureliano Centeno, desbordado por las abundancias de la f¨¢brica, hab¨ªa empezado ya a experimentar la elaboraci¨®n de hielo con base de jugos de frutas en lugar de agua. Y sin saberlo ni propon¨¦rselo consigui¨® los fundamentos esenciales de la invenci¨®n de los helados, pensando de esa forma diversificar la producci¨®n de una empresa que supon¨ªa suya, ya que su hermano, Aureliano Triste, no daba se?ales de regreso¡±.
Pasamos luego ¡°donde la negra feliz de los trapos de color en la cabeza, redonda y hermosa, que me despert¨® del hechizo con un tri¨¢ngulo de pi?a insertado en un cuchillo de carnicero¡±, una negra palenquera ataviada de vivos colores y elegante turbante, de nombre Angelina, que frente a la puerta de la catedral nos regala trocitos triangulares de fruta, como los que le dio en su d¨ªa a Fermina Daza.
Y seguimos as¨ª hasta la plaza de San Diego, donde la se?ora Dora, de 92 a?os, sigue haciendo a diario las carima?olas m¨¢s buenas y deseadas de esta parte del Caribe. Las carima?olas son una fritura a base de masa de yuca cocida y rellena de carne, queso u otros manjares. Las mismas que Santiago Nasar, uno de los personajes de Cr¨®nica de una muerte anunciada, no pudo comer justo el d¨ªa en que su muerte estaba anunciada. ¡°Margot sol¨ªa invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando hab¨ªa carima?olas de yuca. Y mi madre las estaba haciendo aquella ma?ana. Santiago Nasar acept¨® entusiasmado. ¡®Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa¡¯, le dijo a mi hermana. Ella insisti¨® en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba servido. Era una insistencia rara, me dijo Cristo Bedoya; tanto, que a veces he pensado que Margot ya sab¨ªa que lo iban a matar y quer¨ªa esconderlo en tu casa¡±.
Esta ruta por la memoria gastron¨®mica de Gabo en Cartagena de Indias toca a su fin. Y como toda buena comida, debe acabar con un buen caf¨¦. Un caf¨¦ de Colombia, por supuesto. Lo tomamos en el caf¨¦ San Alberto, en la ic¨®nica plaza de Santo Domingo, m¨¢s conocida como de la Gorda Gertrudis, por la estatua de Botero que la preside. Florentino Ariza tomaba hasta 40 tacitas de caf¨¦ diario. Pero esta parada, ¨²ltima de nuestro recorrido, me dice Ruth que es en honor a un coronel que no tiene quien le escriba. El veterano militar de la guerra de los Mil D¨ªas era tan pobre que en un momento determinado tiene que rascar el bote porque no queda ya caf¨¦ ni para una taza y termina tomando un l¨ªquido oscuro con m¨¢s sabor a ¨®xido. No ser¨¢ nuestro caso, porque en San Alberto preparan el m¨¢s premiado de los caf¨¦s colombianos, adem¨¢s con cafetera Chemex, m¨¢s parecida a un matraz de laboratorio que a una m¨¢quina de caf¨¦. Pero que, debido a su lento goteo, hace un caf¨¦ delicioso.
Como delicioso ha sido este paseo por el realismo m¨¢gico de Garc¨ªa M¨¢rquez concretado en personajes y situaciones de otro tiempo que a¨²n son reales en las calles de Cartagena de Indias. Una ciudad que, pese al auge del turismo, sigue enamorando al visitante. Exceptuando las calles m¨¢s c¨¦ntricas del casco antiguo, la ciudad tiene a¨²n vida local, los colombianos siguen viviendo y comerciando en ella. Y eso le da un toque de autenticidad, lejos del decorado de cart¨®n de piedra en que se han convertido otros enclaves tur¨ªsticos.
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