Soledad y abandono
Aunque ha disminuido mucho su empleo, todav¨ªa es frecuente tropezarse en contextos muy diversos con un tipo de afirmaciones acerca de la forma de vida en las grandes ciudades en las que se subraya la paradoja de que, d¨¢ndose en ellas la concentraci¨®n de un n¨²mero tan elevado de individuos, apenas existen v¨ªnculos interpersonales, siendo extremadamente frecuente el desconocimiento mutuo, incluso entre los miembros de grupos o comunidades peque?as. Tal an¨¢lisis, heredero en ¨²ltimo t¨¦rmino de los planteamientos que presentara el soci¨®logo norteamericano David Riesmann en su libro de los a?os cincuenta La muchedumbre solitaria (aunque en sentido an¨¢logo se han ido pronunciando posteriormente autores como el celebrado Richard Sennett entre otros), acostumbra a coronarse con la referencia al ejemplo de que casi todos nosotros, viviendo en inmuebles habitados por una considerable cantidad de vecinos, a menudo ignoramos la identidad del que vive en la puerta de al lado en nuestro mismo rellano.
El an¨¢lisis ha ido entrando en desuso sobre todo por lo que hace a la tesis ¨²ltima que pretend¨ªa sostener, que no era otra que la tesis del radical aislamiento del hombre contempor¨¢neo. Es cierto que resulta frecuente no conocer al vecino de al lado, pero eso en modo alguno implica que hoy en d¨ªa se viva aislado. Pensemos, por ejemplo, en el ritual que acostumbra a seguir cualquier persona cuando se retira a su domicilio, tras finalizar su jornada laboral: abre el buz¨®n por si le ha llegado alguna carta, pregunta al entrar en casa si ha telefoneado alguien, mira la ventanita del contestador autom¨¢tico por si tiene alguna llamada y muy probablemente eche un vistazo a su ordenador buscando alg¨²n nuevo mensaje de correo electr¨®nico. Tras haber cumplimentado este ritual, lo m¨¢s normal es que encienda el televisor o sintonice un programa de radio (en el que, por lo dem¨¢s, no ser¨ªa raro que se le ofreciera participar a trav¨¦s de las llamadas telef¨®nicas, los e-mails o los mensajes de texto del tel¨¦fono m¨®vil), sin excluir la posibilidad de que entre en alg¨²n chat, de acuerdo con su edad y sus preferencias. A simple vista no parece, desde luego, el panorama de una existencia muy aislada.
A pesar de esto, no habr¨ªa que descartar que la pervivencia del t¨®pico fuera en s¨ª misma indicativa de algo (distinto a lo que el propio t¨®pico sostiene expresamente). Sin duda que en el ¨¦nfasis en las maldades de nuestra vida urbana hay mucho de reacci¨®n antigua y visceral hacia los cambios, especialmente cuando ¨¦stos comportan una transformaci¨®n radical en nuestro modo de existencia. La reacci¨®n es criticable en la medida en que se sirva de argumentos que falseen la naturaleza del pasado o del presente. Cosa que parece ocurrir cuando se contrapone a la situaci¨®n actual la de una supuesta Arcadia feliz preurbana y pretecnol¨®gica en la que exist¨ªa una relaci¨®n fluida, transparente y constante entre las personas, situaci¨®n id¨ªlica de comunicaci¨®n y conocimiento mutuos que habr¨ªa sido arruinada, seg¨²n este relato, no s¨®lo por las grandes aglomeraciones urbanas sino tambi¨¦n por un desarrollo tecnol¨®gico (radio, televisi¨®n, etc.) que habr¨ªa acabado con un ancestral gusto por la palabra en com¨²n.
Pero, insisto, junto a esta fantas¨ªa nost¨¢lgica por un pasado que nunca existi¨®, la persistencia de los t¨®picos acerca de la muchedumbre solitaria expresa tambi¨¦n la persistencia de un profundo malestar, que acaso determinadas transformaciones sociales no han hecho otra cosa que incrementar. Por ejemplo, los cambios radicales que en los ¨²ltimos tiempos se han venido produciendo en la estructura familiar (Ulrich Beck ha escrito cosas pertinentes al respecto en su libro La sociedad del riesgo y entre nosotros tuve la oportunidad de escuchar recientemente interesantes consideraciones de la soci¨®loga Pilar Gonz¨¢lez acerca de esta cuesti¨®n), con el debilitamiento del v¨ªnculo conyugal tradicional y la aparici¨®n de nuevas formas de familia (monoparentales, homosexuales con hijos adoptados, etc.), han incrementado de manera notable el n¨²mero de personas que viven solas, n¨²mero que en ciertos pa¨ªses empieza a suponer una proporci¨®n muy alta sobre el conjunto total de la poblaci¨®n. Lo que es como decir que la conquista de espacios de libertad dentro de la instituci¨®n familiar ha tenido como correlato inexcusable la aparici¨®n de lo que bien pudi¨¦ramos llamar bolsas de soledad.
Esta situaci¨®n parece haber sacado a la superficie un problema que antes, cuando el peso de la tradici¨®n presionaba a los individuos a vivir juntos, quedaba semioculto. En nuestra sociedad los individuos no parecen estar preparados para permanecer solos, constituyendo esta falta de preparaci¨®n -mucho m¨¢s, por cierto, que un presunto d¨¦ficit de interlocutores- la aut¨¦ntica ra¨ªz del problema. Dicha falta representa una carencia profunda, casi constituyente, a la que su familiaridad ha acabado por tornarnos insensibles, hasta el punto de que s¨®lo empezamos a percibirla a trav¨¦s de la exageraci¨®n. En ese soberbio testimonio vital que es el libro Al correr de los a?os, Arthur Miller relata su experiencia con una banda de delincuentes juveniles de un barrio de Nueva York. Una tarde, estaba jugado con ellos al beisbol cuando alguien lanz¨® la pelota a la parte m¨¢s alejada del campo. Miller volvi¨® la cabeza y cu¨¢l no ser¨ªa su sorpresa al ver que diez o doce chicos corr¨ªan detr¨¢s de la pelota. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ir solo: ten¨ªa que ir toda la banda. M¨¢s tarde, Miller cay¨® en la cuenta de la raz¨®n de tan extra?a conducta colectiva: "el chico pod¨ªa fallar y perder la pelota, y en ese caso no soportar¨ªa la humillaci¨®n".
Planteada la cosa en t¨¦rminos generales, tal vez se pudiera decir que el que teme a la soledad lo que necesita (o cree necesitar) es la presencia del otro. Dicha percepci¨®n es desde luego abiertamente discutible, como a menudo los propios individuos que antes experimentaban tan fuerte necesidad terminan por descubrir cuando est¨¢n con alguien el tiempo suficiente. El otro no siempre nos libera de nuestra propia soledad. M¨¢s a¨²n, a menudo hace que percibamos su aut¨¦ntico calado. El ant¨ªdoto frente a la soledad no est¨¢ fuera de uno mismo, sino en el propio interior (si se me permite un lenguaje de tan inequ¨ªvocas resonancias dualistas). En la medida en que el miedo a la soledad revela, como el ejemplo de Miller deja claro, una exasperada y enfermiza manera de necesitar a los dem¨¢s, vivir en soledad exige un aprendizaje, un trabajo sobre uno mismo. Habr¨¢ quien proponga desarrollar dicho trabajo de diversas maneras, por ejemplo a trav¨¦s de diferentes t¨¦cnicas de autoconocimiento, algunas de ellas tan antiguas y lejanas como respetables. No ser¨¦ yo quien discuta las virtudes que puedan ofrecer cualesquiera formas de apaciguar el oleaje interior de los individuos, pero, por lo que se ver¨¢, considero preferible encarar el ¨²ltimo tramo del presente texto haciendo referencia a una de las formas de aprender a estar solo, la lectura, m¨¢s representativas de nuestra tradici¨®n cultural.
La lectura representa, en efecto, una manera solitaria de estar con los dem¨¢s. Se recordar¨¢ lo que hac¨ªa en la pel¨ªcula Copycat la protagonista, afectada de agorafobia, en medio de un ataque de p¨¢nico: se colocaba ante su ordenador, se conectaba al chat correspondiente y preguntaba, desesperada, "?Hay alguien ah¨ª?". Su reacci¨®n ejemplificaba con notable claridad una determinada manera, ciertamente frecuente hoy en d¨ªa, de intentar huir de la soledad. Pues bien, no estar¨¢ de m¨¢s recordar que aquella elemental pregunta hace mucho que dispone de respuesta. Buscar entre los libros es, de entre las formas que conocemos de intentar establecer un di¨¢logo, la m¨¢s potente, rica y ambiciosa: nos responden los que est¨¢n y los que se fueron, los vivos y los muertos, los que tenemos y los que nos faltan. Ya s¨¦ que el desesperado piensa que ese tipo de comunicaci¨®n no le sirve, porque est¨¢ persuadido de que la respuesta que necesita ha de ser en tiempo real, pero habr¨ªa que preguntarse si esa instantaneidad anhelada merece ser calificada de tiempo real o, por el contrario, constituye un tiempo del todo irreal, esto es, supone la desaparici¨®n absoluta del tiempo (con lo que se introducir¨ªa la sospecha acerca de si no ser¨¢ precisamente la vivencia del tiempo lo que le resulta insoportable a nuestro desesperado). Los textos son, ciertamente, palabra aplazada, pero precisamente por ello constituyen una residencia del tiempo. Del tiempo solitario de los autores y los lectores, que en el instante m¨¢gico de la lectura ponen a prueba sus respectivas experiencias. La lectura muestra entonces su m¨¢s aut¨¦ntico rostro: constituye no s¨®lo una particular manera de estar solo, sino tambi¨¦n una manera silenciosa de estar con los dem¨¢s al mismo tiempo.
Con estas ¨²ltimas consideraciones no se persigue encontrar el final feliz a toda costa, rompiendo una bienintencionada lanza a favor de la ilustrada causa de la lectura o reivindic¨¢ndola como el anhelado remedio que precisa el hombre contempor¨¢neo para combatir su soledad. Adem¨¢s, tampoco hay que llamarse a enga?o al respecto. Tal vez esa experiencia, a la vez ¨ªntima y compartida, que es la lectura, est¨¦ ella misma en trance de desaparici¨®n o cuanto menos en serio peligro, si hemos de creer en el testimonio l¨²cido y desesperanzado que presenta Franco Ferraroti en su notable libro Leerse, leer (Pen¨ªnsula). O tal vez suceda que, por todo lo que qued¨® se?alado, al hecho de leer siempre le ha acompa?ado un destino en cierto modo ambiguo, seg¨²n el cual tanto puede aparecer como el refugio para el que quiere estar solo como representar un alivio para el que quiere atenuar su soledad. En cualquier caso, no es eso lo que importa ahora. Lo que la referencia a las vicisitudes de la lectura pretend¨ªa finalmente mostrar es que el problema de la soledad en nuestra ¨¦poca se ubica en un lugar distinto, bastante alejado de donde se le suele plantear. En sustancia: acaso lo malo no sea estar solo sino quedarse solo. Lo que es como decir: el problema no es la soledad, el problema es el abandono. Pero eso es ya empezar a hablar de otro asunto.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona
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