Guy Debord y la Internacional Situacionista
En varias ocasiones -la ¨²ltima por Rafael Conte en las p¨¢ginas de este peri¨®dico- he sido invitado a referir por escrito mi relaci¨®n con Guy Debord y la Internacional Situacionista, a la que aludo de pasada, seg¨²n creo, en alg¨²n pasaje de Coto vedado. En mi voluntad de aligerar la lista de encuentros con personas c¨¦lebres, o que luego lo ser¨ªan, como Debord, prefer¨ª dejar de lado los que entonces juzgaba de incidencia escasa en mi vida y trabajo. Conforme advierto ahora, me equivoqu¨¦. No porque La sociedad del espect¨¢culo, que no le¨ª sino en fecha reciente, haya ejercido una influencia en mi visi¨®n del mundo y de la literatura, sino porque el Debord peripat¨¦tico que frecuent¨¦ me ense?¨® algo que me procurar¨ªa m¨¢s tarde una educaci¨®n tan importante como la de los libros: una lectura viva, desestabilizora y cambiante de la ciudad.
Conoc¨ª a Guy Debord en oto?o de 1953, durante mi primera escapada a Par¨ªs. Ten¨ªa yo veintid¨®s a?os y llegaba deslumbrado a la capital francesa, con el prop¨®sito de sacudirme para siempre el polvo de la Pen¨ªnsula. No recuerdo si nuestro encuentro fue en el Old Navy o en alg¨²n caf¨¦ del bulevar de Saint Michel. Viv¨ªa con su compa?era, Mich¨¨le Bernstein, en un hotel de la Rue Racine contiguo a aqu¨¦l y les visit¨¦ en una ocasi¨®n en un cuarto en el que reinaba un desorden extremo y casi ejemplar: libros, peri¨®dicos, prendas de vestir, botellas de vino o cerveza vac¨ªas cubr¨ªan la moqueta y el gran lecho. Aunque era mediod¨ªa, acababan de despertarse y permanec¨ªan en cama risue?os y juguetones, como despu¨¦s de una noche de alegres festejos.
Ignoro las razones de su simpat¨ªa por un desconocido como yo: probablemente el hecho de que procediera de un pa¨ªs sometido a una dictadura como la de Franco y manifestara con vehemencia mi aversi¨®n a ¨¦ste y a su Iglesia. Debord y Mich¨¨le Bernstein eran ateos, paganos, c¨ªnicos, divertidos: pon¨ªan en solfa lo divino y humano e inclu¨ªan en sus cr¨ªticas corrosivas a la casi totalidad de la cultura francesa que yo admiraba. Los nombres de Gide, Malraux, Sartre o Camus provocaban su sonrisa. Nadie o casi nadie se salvaba de la quema. Me pasaron ejemplares del bolet¨ªn de la Internacional Situacionista, cuya causticidad me encant¨®. Pero no estaba dispuesto a renunciar a mis lecturas y ellos toleraban mi af¨¢n de ponerme al d¨ªa con amable condescendencia. ?Para vomitar todo aquel f¨¢rrago de lecturas, primero deb¨ªa arrimarme al pesebre! (A mis amigos les interesaba mucho m¨¢s el cine y me pusieron en la pista de algunos filmes desconocidos u olvidados que pude ver en la antigua cinemateca de la Rue d'Ulm: L'Atalante y ? propos de Nice, las primeras obras de Carn¨¦-Pr¨¦vert, una pel¨ªcula rusa experimentalista de un autor cuyo nombre se me escapa).
La Internacional Situacionista se reduc¨ªa a una media docena de miembros y la composici¨®n de su consejo editorial variaba de un bolet¨ªn a otro en raz¨®n de la frecuente expulsi¨®n de quienes se alejaban de la l¨ªnea trazada por Debord o incurr¨ªan en conductas, dichos y hechos dignos de su reprobaci¨®n. Citar a Camus, elogiar a Aragon, interesarse por la trayectoria del surrealismo de Breton, evidenciaban una cong¨¦nita endeblez intelectual y moral y merec¨ªan una rotunda condena. No llegu¨¦ a conocer a ning¨²n otro miembro del grupo, a excepci¨®n de un argelino muy simp¨¢tico que era, a su manera, el guardaespaldas de Debord. Amad¨² (no estoy seguro de su nombre) era jovial, gran bebedor y re¨ªa de buen grado cuando aqu¨¦l jugaba con la hip¨®tesis de su contundente intervenci¨®n contra alg¨²n recalcitrante obtuso.
Cuando en enero de 1954 tuve que regresar a Barcelona -quer¨ªa buscar a un editor dispuesto a publicar mi novela, Juego de manos, presentada sin ¨¦xito al Nadal-, Guy Debord me mantuvo al tanto de sus actividades gracias al env¨ªo del bolet¨ªn de la Internacional Situacionista. En ¨¦ste adelantaba ya la cr¨ªtica sarc¨¢stica de la publicidad que desenvolver¨ªa luego en su obra maestra. El dibujo de un avi¨®n envuelto en llamas iba acompa?ado de la leyenda: "Directo al cielo con Air France". La provocaci¨®n, heredada de los surrealistas, ocupaba asimismo un buen lugar en sus p¨¢ginas. Recuerdo que en uno de los boletines, Debord hab¨ªa a?adido de su pu?o y letra: "?El Papa va a morir!".
Pero voy a centrarme en lo esencial de una propuesta que inconscientemente asimil¨¦ m¨¢s tarde. Su lectura de una metr¨®poli como Par¨ªs invert¨ªa las jerarqu¨ªas establecidas de la ciudad ensalzada por escritores y poetas, tanto franceses como extranjeros. El monumentalismo de la Estrella, el Arco de Triunfo, las avenidas trazadas con comp¨¢s y tiral¨ªneas por el arquitecto oficial de Napole¨®n Chico a fin de facilitar los eventuales disparos de la artiller¨ªa contra su propio pueblo le repugnaban. La museizaci¨®n del espacio urbano, el almac¨¦n cultural del Louvre, la vistosidad de la Torre Eiffel se situaban en los ant¨ªpodas de su visi¨®n est¨¦tica. Ni siquiera el Barrio Latino y Montparnasse escapaban a sus sarcasmos: bober¨ªa, papanatismo, mal gusto burgu¨¦s, puro decorado de cart¨®n piedra. No s¨¦ si se hab¨ªa arrimado al Walter Benjamin lector de Baudelaire -dos autores que luego influir¨ªan en mi trabajo-, pero su perspectiva reflejaba su huella. No obstante, el Par¨ªs que le interesaba no era ya el de las galer¨ªas y pasajes cubiertos de los Distritos Segundo y D¨¦cimo, sino el heterog¨¦neo, meteco, portador de g¨¦rmenes de un futuro convulso pero auroral. Con Debord y Mich¨¨le Bernstein visit¨¦ los cafetines norteafricanos pr¨®ximos a Maubert-Mutualit¨¦. Las callejuelas que desembocan en los muelles del Sena no eran entonces esa zona residencial elegante en la que estableci¨® sus cuarteles Fran?ois Mitterrand: hab¨ªan temporalmente venido a menos y se hallaban habitadas por una poblaci¨®n parisiense, h¨ªbrida de inmigrante y franc¨¦s proletario y orgulloso de serlo, como en Belleville y Menilmontant. Guy Debord parec¨ªa intuir la metr¨®poli del futuro, la que vemos gestarse ya en las grandes ciudades europeas, y acechaba con delicia la infiltraci¨®n paulatina del centro por una periferia proteica y portadora de savia nueva.
Su lugar preferido era Aubervilliers. Con ¨¦l y su compa?era cog¨ª m¨¢s de una vez el autob¨²s que iba de la Gare de L'Est a la zona de su querencia: recuerdo que en el curso del trayecto divis¨¦ a los magreb¨ªes que acuden a¨²n al mercadillo desmontable de debajo del metro a¨¦reo del bulevar de La Chapelle y contempl¨¦ el panorama de viviendas grises de una desaparecida zona industrial que se extend¨ªa desde la capital hasta los canales de aguas muertas que Jean Vigo retrat¨® en su pel¨ªcula. Nada de eso figuraba en las gu¨ªas y su descubrimiento lo debo a ¨¦l.
El punto de destino de Debord era un caf¨¦ de refugiados republicanos de la guerra civil espa?ola. Nos sent¨¢bamos all¨ª entre vecinos del barrio de diferentes pa¨ªses y lenguas, a mil leguas del Par¨ªs grandioso y culto a cuya llamada hab¨ªa acudido desde una Barcelona asfixiante por asfixiada y sujeta a una brutal camisa de fuerza. Yo no pod¨ªa adivinar que estas incursiones con Debord ser¨ªan quiz¨¢ la semilla de una educaci¨®n en la que la nueva forma de captar la polifon¨ªa ca¨®tica de la ciudad -de su espacio abigarrado y mutante- valdr¨ªa tanto como el magisterio de Cervantes. En el Sentier, Barb¨¦s, Manhattan, Estambul, Marraquech, me adiestr¨¦ as¨ª a la escucha de una m¨²sica urbana disonante para o¨ªdos no avezados a la ruptura y violencia de su gestaci¨®n, pero para m¨ª aguijadora y bella.
Mi relaci¨®n con Debord se cort¨® aqu¨ª y fue decisi¨®n m¨ªa. En 1956 me instal¨¦ en Par¨ªs, con todas las ¨ªnfulas y vanidad del escritor primerizo que ve su nombre y fotograf¨ªa en los peri¨®dicos y magazines literarios: una fama que, ayer como hoy, tiene muy poco que ver con la calidad de la obra. Sab¨ªa que Debord despreciar¨ªa con raz¨®n mi ef¨ªmera condici¨®n de novelista medi¨¢tico (los surrealistas hab¨ªan prevenido ya, "toda empresa o idea que triunfan corren fatalmente a su ruina"), y no aprobar¨ªa tampoco mis nuevas amistades situadas en la ¨®rbita de Gallimard y Les Temps Modernes. Nos cruzamos una vez de noche, en una calle de Amsterdam -yo iba con Monique Lange y Genet- y no s¨¦ si me vio. En cualquier caso, no nos saludamos.
Mi alejamiento, primero moral y luego f¨ªsico, de la escena literaria parisiense hizo que permaneciera al margen de la polvareda levantada por La sociedad del espect¨¢culo. No le¨ª el libro a su debido tiempo, como tampoco los de la mayor¨ªa de pensadores y ensayistas franceses que a menudo veo citados cuando se habla de mi trabajo. Sin duda fue un error: el libro de Debord da en el blanco. No vivimos en el mundo de Marx ni en el de los fil¨®sofos marxistas y antimarxistas que le han sucedido. Ahora se distribuye el pensum -?en el castellano medieval se llamaba "pensadores" a quienes distribu¨ªan el pienso al ganado!- a trav¨¦s de la pantalla del televisor. La ideolog¨ªa se ha disuelto en su representaci¨®n medi¨¢tica. Vivimos irremediablemente, como dictamin¨® Debord, en la sociedad del espect¨¢culo, y esto vale para todos, nos guste o no.
Juan Goytisolo es escritor.
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