Cuesti¨®n de cercan¨ªas
La crisis desatada en la Comunidad Aut¨®noma de Madrid ejemplifica -adem¨¢s de indicar que la debilidad humana acostumbra a manifestarse como comportamiento miserable- importantes carencias de nuestros sistemas democr¨¢ticos para hacer frente a la corrupci¨®n. El problema no es de un partido. Despu¨¦s de todo, si alguien se sinti¨® en la necesidad de comprar diputados es porque temi¨® que alg¨²n privilegio se le acababa con el triunfo de la izquierda. La dificultad es m¨¢s de principio. Ata?e al n¨²cleo mismo de nuestras democracias, que, en palabras de Madison, uno de los padres fundadores de la democracia americana, nacieron "(para) refinar y ampliar las opiniones p¨²blicas al encauzarlas a trav¨¦s de un selecto grupo de ciudadanos cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero inter¨¦s de su pa¨ªs y cuyo patriotismo y amor por la justicia har¨¢n m¨¢s improbable que sacrifiquen aqu¨¦l por consideraciones temporales o parciales. Con una regulaci¨®n semejante, bien podr¨ªa ocurrir que la voz del p¨²blico, pronunciada por los representantes del pueblo, concuerde m¨¢s con el bien p¨²blico que si la pronunciara el propio pueblo".
La idea es sencilla y sugestiva. Los ciudadanos, ni sabios ni santos, con sus elecciones, ser¨ªan capaces de escoger a los mejores, a los informados y sinceramente comprometidos con el inter¨¦s general. Con el tiempo y alguna manipulaci¨®n, la idea se ha reformulado para venir a decir que los sistemas de competencia pol¨ªtica obligan a las ¨¦lites pol¨ªticas a comportarse correctamente, ante el temor de que los otros partidos saquen a relucir sus trapos sucios. Desde esa perspectiva, los pol¨ªticos ya no estar¨ªan movidos -o no necesitar¨ªan estarlo- por cosa distinta que el inter¨¦s o la ambici¨®n. Los partidos en la oposici¨®n, para ganar el poder, estar¨ªan atentos a denunciar cualquier error de los que mandan y, por su parte, ¨¦stos, enterados de c¨®mo est¨¢ el patio, se ver¨ªan obligados a comportarse honradamente. Acaso la desconfianza mutua desatar¨ªa las neurosis de unos y las paranoias de otros, pero, a la postre, el sistema pol¨ªtico, a trav¨¦s de la competencia entre los partidos, asegurar¨ªa la protecci¨®n de los intereses ciudadanos, la limpieza de las decisiones. El dise?o institucional obligar¨ªa a los vicios a mudarse en virtudes. El aceite del odio engrasar¨ªa la m¨¢quina de la democracia y cada cual, por la cuenta que le trae, cumplir¨ªa con su deber.
Hasta aqu¨ª la teor¨ªa. La realidad es que los ciudadanos, sin otra fuente de informaci¨®n que lo que les cuentan los pol¨ªticos u otros con parecidas credenciales, no ven modo de separar el trigo de la paja, de discriminar entre las denuncias fundadas y las injustificadas. Incluso, y no sin razones, pueden pensar que hay pol¨ªticos honestos, pero tampoco tienen manera de reconocerlos. De poco sirven las autoproclamaciones y de menos lo que dicen los rivales en el patio de Monipodio. Por supuesto, unos y otros se pueden fatigar en pleitos para proteger su honor. Los pleitos en el presente son un arma m¨¢s de la batalla pol¨ªtica y, andando el tiempo, pues ya se sabe, para los que se ponen a tiro, la restituci¨®n del honor siempre llega tarde y en letra peque?a, en las esquinas descuidadas de los peri¨®dicos. El ascenso del PP al poder no es un mal ejemplo de lo hasta aqu¨ª contado. La ca¨ªda del PSOE tambi¨¦n.
Cuando la escala de escenario se reduce, como sucede en las elecciones locales o auton¨®micas, el dibujo anterior experimenta algunas variaciones en la peor direcci¨®n. En principio, cabr¨ªa pensar que en las distancias cortas es m¨¢s f¨¢cil airear la podredumbre. De hecho, cuando se defiende el incremento de las competencias de los poderes auton¨®micos y locales es com¨²n apelar a las ventajas de un Gobierno cercano a los ciudadanos; incluso se estiran las palabras y se invoca la importancia del autogobierno para la salud de la democracia.
Ese juicio, tal cual, peca de cierta ambig¨¹edad que conviene despejar, porque una cosa es la agrimensura y otra la pol¨ªtica. Que el Gobierno de mi comunidad aut¨®noma est¨¦ a un par de kil¨®metros de mi casa no quiere decir que yo, como ciudadano, tenga un mayor control sobre sus decisiones que la que tengo sobre las del Gobierno de Madrid. La proximidad m¨¦trica no siempre es buena para la democracia. Entre vecinos es m¨¢s f¨¢cil encontrarse en plazas para mercar favores y m¨¢s embarazoso decir que no. Los pol¨ªticos de los gobiernos municipales y auton¨®micos participan de una doble cercan¨ªa que tiene mal combinar: a las instancias de decisi¨®n, mucho menos complicadas que las de los parlamentos nacionales, en donde resulta m¨¢s trabajoso controlar la secuencia completa de pasos que cuajan en una decisi¨®n y tambi¨¦n al tejido social, por utilizar una met¨¢fora textil hoy en desuso, circunstancia que es precisamente la que en muchos casos los lleva -por "notables"- a recalar en la pol¨ªtica. Pero, cuidado, el tejido no es cualquier pa?o. Sus relaciones sociales se abastecen de fino percal, del que por lo general proceden o con el que, dada la naturaleza del oficio, se ven en la necesidad de tratar: de quienes pueden decidir y "tomar iniciativas". De los poderosos, vamos. Un terreno pantanoso, a qu¨¦ dudarlo. Eso a veces se llama proximidad a la sociedad civil y da miedo. Nunca hay que olvidar que s¨®lo se corrompen quienes tienen poder y s¨®lo corrompen quienes tienen dinero.
Y entre buenos vecinos ni siquiera est¨¢ asegurada la presencia del aceite del odio. Sobre todo en territorios pol¨ªticos con escasa movilidad y poco oreo, en donde todos se conocen desde antiguo y nadie quiere agitar las aguas. En tales casos, las clases pol¨ªticas disponen de mecanismos opacos para, por as¨ª decir, disuadir la aparici¨®n de problemas. Las llamadas telef¨®nicas y las cenas suplen a los controles democr¨¢ticos. Han compartido colegio, comparten despacho y, con frecuencia, los fines de semana, comparten una familia que, generaci¨®n tras generaci¨®n, se preocupa por sus v¨¢stagos que, en su sentir, es lo mismo que preocuparse por su ciudad y su pa¨ªs. En fin, que comparten identidad de la que importa, de la que ayuda a superar las dificultades con sobreentendidos, sin levantar la voz ni exhibir las verg¨¹enzas ante los intrusos o los advenedizos. Adem¨¢s, como las navajas no relucen, como nadie remueve las aguas, al observador ingenuo le puede parecer que aquello es un oasis, un remanso. Es lo que tienen las ci¨¦nagas vistas en la lejan¨ªa.
El autogobierno importante para la democracia es otra cosa. Tiene que ver con la capacidad de escrutinio de los ciudadanos sobre sus representantes, con la transparencia, con la posibilidad de pedir explicaciones a los representantes y la sensaci¨®n por parte de ¨¦stos de que tienen que darlas. Cuando eso se produce, cuando se teme a una ciudadan¨ªa que dispone de mediospara ejercer los controles, es m¨¢s resistible la tentaci¨®n de la corrupci¨®n. Entre otras razones, porque el pol¨ªtico honesto puede mostrar su calidad, y tambi¨¦n, puestos en la mejor hip¨®tesis, porque los tejemanejes resultan menos necesarios, porque, para poder hacer las cosas, no es menester saltarse los procedimientos. Es ¨¦sta una idea de democracia distinta de la de Madison. Aqu¨ª el nicho ecol¨®gico de los pol¨ªticos no mejora por permanecer alejado de los ciudadanos e impermeable a sus preocupaciones. Hay mecanismos de control, plazos limitados, posibilidades de renovaci¨®n y prevenci¨®n contra quienes se les pone cara de hombres de Estado. El encapsulamiento de los pol¨ªticos se ve embridado por unos ciudadanos en condiciones de hacerles llegar sus problemas y de exigirles respuestas. Ciudadanos que, porque saben que su opini¨®n cuenta, tendr¨¢n razones para hacerla llegar.
Conviene insistir: el problema es de reglas de juego, no de mala fe. Sencillamente, quienes no padecen los problemas los ignoran o no les otorgan importancia. Por precisar las cosas, un ejemplo libre de toda sospecha que tomo de Javier Cercas. No creo yo que a los ciudadanos de Catalu?a les quite el sue?o la queja de Joan Saura en el Parlamento porque en un programa literario en televisi¨®n se pidiese a un invitado que utilizase Gerona en lugar de Girona. Entretanto, en el hospital de Bellvitge, en la periferia de Barcelona, es f¨¢cil encontrarse con personas mayores desorientadas en los pasillos -y no son pocas; la medicina p¨²blica, ya se sabe- porque no hay un solo r¨®tulo en castellano, la lengua de la abrumadora mayor¨ªa de los usuarios, trabajadores casi todos ellos. En su sinsentido -el entrevistado hablaba en castellano, y en castellano la palabra correcta es Gerona-, la preocupaci¨®n del diputado resulta reveladora. Uno no puede por menos que pensar que el peculiar sesgo en su sensibilidad se debe a que los usos ling¨¹¨ªsticos de los pol¨ªticos catalanes, entre s¨ª y con las gentes que tratan, no se parecen ni remotamente a los de la sociedad catalana.
Pero no hay que perder la perspectiva. El problema es de sistema pol¨ªtico, no de escala, aunque se hace m¨¢s evidente en las instituciones "pr¨®ximas". Cuando las feministas destacan la escasa sensibilidad de los parlamentos a los problemas de las mujeres, no necesariamente est¨¢n pensando en una conspiraci¨®n de los varones. Pasa en muchos ¨¢mbitos: quienes caminamos sin dificultad no hab¨ªamos ca¨ªdo en la cuenta de que no es trivial subirse a las aceras. Lo que pasa es que las reglas de juego, al final, lo que seleccionan son personas. Lo que no es consuelo, porque los vicios, recalcitrantes, se ceban a s¨ª mismos: los problemas que no aparecen no se encaran ni se debaten, y los nuevos pol¨ªticos, si llegan las renovaciones, s¨®lo surgen entre aquellos que se han entrenado en los problemas de toda la vida.
Del mismo modo que en la competencia del mercado no se manifiestan todas las demandas, sino s¨®lo las de quienes tienen capacidad de compra, dinero, en la competencia pol¨ªtica s¨®lo se atiende a quienes pueden hacer llegar sus asuntos. Los problemas de quienes no tienen modo de hacer llegar sus voces ni cuentan ni aparecen. Ellos no manejan el c¨®digo de la tribu, y, por su parte, quienes lo conocen, ni imaginan los problemas de fuera de su burbuja. Por eso no es mala cosa que la composici¨®n de los parlamentos o los partidos no se aleje de las sociedades. Y eso, de alg¨²n modo, con sus torpezas, es lo que buscan asegurar las propuestas de participaci¨®n democr¨¢tica. De vez en cuando la realidad se encarga de recordarnos su buen sentido. De la peor manera.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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