Matalasca?as: la costa de Sevilla
En verano, los sevillanos agobiados por las rutinas deciden cambiar el calor y los rostros de la capital por la playa, generalmente Matalasca?as; all¨ª cesa el calor, pero no los rostros: sin sorpresa, el sevillano descubre al plantar la sombrilla en la arena que su compa?ero de costa es el vecino del quinto, el mismo con el que se pelea todas las noches para que baje el volumen del televisor, y la se?ora que rumia la paella en la silla de al lado del chiringuito resulta ser la propietaria de la mercer¨ªa de la esquina, con esa desagradable verruga en forma de fres¨®n sobre la mejilla. Aunque en su d¨ªa Alejandro Rojas Marcos propuso remediarlo, Sevilla carece de playa, al menos en teor¨ªa: en la pr¨¢ctica, como puede comprobar cualquiera que se d¨¦ un paseo en agosto por estas latitudes, el litoral que le falta a la ciudad se encuentra en Matalasca?as. En los meses de verano la poblaci¨®n se trasplanta del interior al mar ¨ªntegra, completa, como un geranio que cambia de maceta con todas sus ra¨ªces y bulbos.
Su postal m¨¢s famosa es la del tap¨®n de ladrillo y arenisca varado sobre la marea
Seg¨²n la leyenda, hace unos decenios esta playa se reduc¨ªa a dunas, jaramagos, mucho cielo y mucho mar. Hoy los edificios de apartamentos han gangrenado toda la superficie, extendi¨¦ndose a lo largo de la costa varios kil¨®metros. Si uno se pasea, preferentemente en bicicleta, por la zona urbanizada comprobar¨¢ que los pisos, bungalows, apartamentos y comercios han seguido una oscura pauta en su crecimiento: no hay director de orquesta en esta expansi¨®n, est¨¢ ausente esa simetr¨ªa planificada que la naturaleza respeta en las hojas de los tr¨¦boles, en el cristal de la nieve. Las construcciones dan la impresi¨®n de haber brotado aleatoriamente en un lado y otro, como vejigas sobre un cuerpo quemado. Aunque uno conozca o cree que conoce el trazado de las calles y la situaci¨®n de los inmuebles, se perder¨¢ sin remedio: de a?o en a?o, de visita en visita, nuevas ampollas han deformado la piel del conjunto.
M¨¢s adelante la playa y mi modesta persona nos hemos declarado mutuamente incompatibles, pero en mi ni?ez mis padres sol¨ªan arrastrarme, como a todo sevillanito de pro, a Matalasca?as un verano y otro. De aquella remota ciudadela que recorr¨ª al inicio de mi adolescencia no queda demasiado: hace unos d¨ªas me extravi¨¦ varias veces buscando el balc¨®n del apartamento de unos amigos, al embocar el sendero que cre¨ªa que deb¨ªa conducirme al umbral del chal¨¦ de mis t¨ªos, tratando de regresar a un bar en el que practicaba el kung-fu desde las m¨¢quinas. Mi padre alquilaba un escueto pisito de dos habitaciones en un edificio de aire sovi¨¦tico, junto a un solar yermo y una larga plantaci¨®n de casitas blancas que lindaba con el campo. Cuando mi familia emprend¨ªa su peregrinaci¨®n diaria hacia la playa, a una media hora de aquel refugio, yo prefer¨ªa pasear por el remedo de ciudad que hab¨ªa crecido a sus espaldas: vagabundeaba por los billares en compa?¨ªa de unos amigos reci¨¦n adquiridos, contemplaba ansioso las cubetas de helado desde los escaparates, me atrev¨ªa a introducirme en los bolsillos algunos chicles y piruletas de contrabando en las tiendas de chucher¨ªas, languidec¨ªa sobre el cemento de los bancos de alguna plaza. Con la noche, el tedio desaparec¨ªa como el vaho de un espejo para dejar paso a im¨¢genes mucho m¨¢s apasionantes: las del cine de verano de tres salas que coronaba una loma de los alrededores y donde yo establec¨ª contacto por vez primera con Indiana Jones y James Bond.
De la playa, como tal, podr¨ªa decir poco: sol¨ªa esquivarla. Su postal m¨¢s famosa es la del tap¨®n de ladrillo y arenisca varado sobre la marea, cuyo origen nadie ha llegado a esclarecer con exactitud. Unos dicen que se trata del vestigio de una fortificaci¨®n ¨¢rabe, lo que resulta dudoso porque la construcci¨®n es maciza y carece de escaleras; otros hablan de dep¨®sitos, no s¨¦ de qu¨¦; algunos, m¨¢s audaces, se atreven a barruntar visitas extraterrestres y signos de una civilizaci¨®n perdida no menos esot¨¦ricos que el pedregal de Stonehenge. El resto es conocido: arena, riadas de carne humana, sal, quemaduras, asfixia. Las playas me parec¨ªan, y me siguen pareciendo, todas iguales, como los desenga?os y las pel¨ªculas porno. La literatura se ha complacido desde sus inicios en enaltecer el mar, ese oscuro dep¨®sito de aventuras y presagios, y hoy goza de un gran prestigio cultural. Val¨¦ry amaba su corteza cambiante, Homero instal¨® a Proteo, una semidivinidad que alteraba constantemente su forma, en una costa erizada de rocas. Tal vez lo que esas im¨¢genes de la poes¨ªa tratan de vislumbrar es que el mar es distinto para cada persona que lo contempla: donde uno ve tortillas, botellines y bronceado de discoteca, otro augura molestias sin final. Un d¨ªa, en un libro de esoterismo que alguien me regal¨® siendo peque?o, encontr¨¦ que el poeta ingl¨¦s P. B. Shelley hab¨ªa nacido bajo el signo de c¨¢ncer, como yo mismo, lo que despert¨® en mi interior una profunda corriente de simpat¨ªa hacia el retrato afeminado que figuraba en la p¨¢gina; Shelley, le¨ª, se hab¨ªa ahogado al pilotar un balandro un d¨ªa de tormenta, despu¨¦s de que oyera voces insistentes que le reclamaban desde las olas, para que se hiciese a la mar. Desde entonces, s¨®lo me ba?o en piscinas.
Luis Manuel Ruiz es escritor. Es autor, entre otras novelas, de Obertura francesa.
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