Viaje al fin de la noche
Doce de la ma?ana de un domingo cualquiera. Carretera del Saler arriba, camino de Cullera. Coches cargados hasta la baca con sombrillas, tumbonas, lanchas hinchables y chiquillos enhebrados en la histeria de su d¨ªa feliz pasan camino de la playa. El sol cae sobre los arrozales e incendia el aire de la ma?ana. Un perro muerto se pudre en la cuneta.
En una de las m¨¢rgenes de esa carretera, la macrodiscoteca termina de cerrar, pero el aparcamiento sigue lleno. El Virus, jefe del servicio de seguridad, encarga al Pincho la penosa tarea de vaciar la sala. Esperamos a que Noelia entregue al gerente la recaudaci¨®n de su barra y salimos los tres en busca de mi coche. Aquello es el mismo Serenguetti, con toda su infinita variedad de predadores y de presas. Desde los maleteros abiertos de algunos coches, la m¨²sica sigue atronando el aire limpio del mediod¨ªa. Neveras port¨¢tiles llenas de botellas. El piso tapizado de vidrios rotos, paquetes vac¨ªos de tabaco y condones usados. Alrededor de un viejo Dodge rosa con lunares blancos, un grupo de maricas contin¨²a la fiesta. Uno de ellos, lujosamente ataviado con altas botas de plataforma y unos pantalones cortos incrustados de pedrer¨ªa, baila con los ojos cerrados, los brazos tendidos hacia el sol, en mitad de un ostentoso ¨¦xtasis son¨¢mbulo. Cuando pasamos a su lado, el Virus escupe al suelo. Cerca de all¨ª, sentados sobre el cap¨® de un Golf negro con los cristales opacos, un grupo de cabezas rapadas observa la escena. Desde dentro del coche, una obsesiva letan¨ªa desgrana su pentagrama de alambres y de plagas. Cada grupo tribal lleva su propia banda sonora. Y la de los calvos es una fanfarria de martillos compulsivos. Acero contra acero, una lluvia de esquirlas incandescentes. En un incansable traj¨ªn de mand¨ªbulas torturadas por la anfetamina, se les ve masticar el odio, como si el odio fuera su alimento, un trozo de pan duro, dif¨ªcil de tragar. Los maricas siguen exhibi¨¦ndose como inocentes cervatillos, ajenos por completo a la amenaza. Los camellos rematan su negocio. La parroquia repone provisiones antes de continuar su trashumancia en busca del final de la noche, que es s¨®lo un nuevo d¨ªa. Manos abiertas por debajo de las cinturas, manos ansiosas detr¨¢s de las espaldas, un afanoso traj¨ªn de temblorosos dedos, recibiendo el tesoro clandestino. En los asientos de algunos coches, los adictos a la ketamina duermen su g¨¦lido sue?o de melod¨ªas l¨ªquidas con los ojos bien abiertos, perdidos en el hondo planeta de la infinita velocidad. En cuclillas, un adolescente vomita. El Virus le golpea el trasero con la suela de su bota. "A potar al sal¨®n de tu casa, a ver si le gusta a tu mam¨¢", dice.
"El aparcamiento es el mismo Serenguetti, con toda su infinita variedad de predadores y presas"
"Adictos a la ketamina duermen su g¨¦lido sue?o de melod¨ªas l¨ªquidas con los ojos bien abiertos"
Al entrar en mi viejo Renault, Noelia nos pasa un frasco con popper. Aspiro profundamente y un tornado succiona mi cabeza, me siento como un sucio calcet¨ªn al que las manos expertas de una lavandera le sacan el rev¨¦s de un s¨²bito tir¨®n. A los pocos segundos estoy de vuelta. Noelia ha cogido un trozo de papel de aluminio y pone sobre su brillante superficie una raya de caballo. El Virus, para entonces, ya ha hecho un peque?o tubo con un billete. Parecen tenerlo todo bien ensayado, como un ama de casa que lanza la tortilla al aire y la recoge de nuevo en la sart¨¦n. Acercan un mechero a la parte inferior del papel met¨¢lico y un humo acre comienza a desprenderse de la hero¨ªna. Lo aspiramos por turnos, hasta que el polvo blanco queda convertido en oscura ceniza. "?Ad¨®nde vamos?", pregunta Noelia. "Abr¨®chate bien el cintur¨®n. Vamos en busca de la locura, reina", responde el Virus. Yo atravieso los c¨ªrculos del infierno de Dante. All¨ª, los condenados cumplen su penitencia de ayuno en la vigilia eterna. Con los ojos abiertos hasta el da?o, todos parecen ver balancearse la dorada manzana sobre sus cabezas, inalcanzable y dulce como la miel.
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