Todo es posible en la Patagonia
Cualquier camino que se tome para llegar a la Patagonia est¨¢ cruzado por tempestades de polvo y piedras rodantes, mientras el viento sopla y sopla a sesenta kil¨®metros por hora, incesante, enloquecedor. Pero las ciudades -peque?as ciudades, de cincuenta mil a sesenta mil habitantes- son todas limpias, perfectas y aburridas. En las tierras del oeste se apaga el polvo y la belleza es de otro mundo. Una cadena de lagos desciende desde San Mart¨ªn de los Andes hasta el imponente glaciar de lago Argentino, alto como un rascacielos. Cada cuatro a?os, el glaciar se parte con un rugido prehist¨®rico. Los lagos son de color esmeralda, topacio, negros, amarillos, todos helados. Los que caen en ellos sin trajes t¨¦rmicos sucumben en tres o cuatro minutos, entre salmones y truchas indiferentes, que se desplazan por las corrientes subterr¨¢neas.
Ning¨²n veh¨ªculo sin blindaje en los vidrios y el chasis podr¨ªa avanzar indemne contra la furia del viento
En la Patagonia los lagos son de color esmeralda, topacio, negros, amarillos, todos helados
Avanzar contra las mareas hostiles es algo que sus habitantes hacen mejor que nadie
Ser de la Patagonia es uno de los orgullos mayores del nuevo presidente argentino, N¨¦stor Kirchner
Los hijos de la Patagonia esperan all¨ª una felicidad de para¨ªso que est¨¢ siempre a punto de llegar
Las aldeas que crecen en las laderas que los circundan han sido construidas por extra?os que vieron en esos parajes una vislumbre de El Dorado y, a veces, lo encontraron. En las ciudades tur¨ªsticas situadas hacia el norte, los primeros habitantes fueron suizos, austr¨ªacos, hippies de los a?os 60 y, anteriores a ellos, fugitivos nazis. M¨¢s abajo, en las regiones de pesca, junto a los bosques de arrayanes y las fresas silvestres, se han asentado algunos norteamericanos jubilados y j¨®venes chilenos desencantados. Y al sur, en los yacimientos de carb¨®n de R¨ªo Turbio, la mayor¨ªa de los obreros son chilenos: araucanos, mapuches, fugitivos de las ciudades.
Hace treinta a?os, cuando estaba siguiendo el rastro de los padres de Juan Per¨®n, viaj¨¦ a trav¨¦s de una l¨ªnea de aldeas galesas, en la zona este del Chubut, cuyas costumbres parec¨ªan no haberse desplazado un ¨¢pice desde el siglo anterior. Pueblos como Trelew, Gaiman, Dolavon, eran escenograf¨ªas de pel¨ªculas del oeste, con matronas sacrificadas que hac¨ªan dulces y tortas entre los rezos del amanecer y los de la noche, y hombres de consistencia de roble que trabajaban en los campos de sol a sol.
A fines del siglo diecinueve, esas aldeas ten¨ªan entre ciento cincuenta y doscientos habitantes, uno a dos pastores anglicanos, una estaci¨®n de ferrocarril a la que llegaban dos veces por semana los trenes de Rawson y un peri¨®dico, I Drafod, escrito en gal¨¦s, que defend¨ªa los intereses de los colonos. Pero en octubre de 1973, cuando viaj¨¦ a Trelew -la m¨¢s grande de esas aldeas-, ya la poblaci¨®n ascend¨ªa a veintiseis mil personas y segu¨ªa creciendo, alentada por el ¨¦xito de algunas f¨¢bricas de tejidos. Las viejas casas de latas y cartones que se alzaban entre las lomas, en las afueras del pueblo, hab¨ªan sido reemplazadas por modestas construcciones de hormig¨®n. Cientos de familias j¨®venes -ingenieros, m¨¦dicos, abogados- abandonaban Buenos Aires y La Plata en busca de una comunidad m¨¢s solidaria y menos afiebrada por el consumo.
A poco de llegar a Trelew, quise alquilar un autom¨®vil para viajar a Comodoro Rivadavia -cuatrocientos kil¨®metros al sur-, y me preguntaron si estaba loco. Algunos amigos me llevaron campo afuera, para que tuviera un atisbo de la traves¨ªa. Por las tierras amarillas del sur de la ciudad pasaba el r¨ªo Chubut; del otro lado, en el p¨¢ramo, hab¨ªa colinas bajas y matorrales de molles y coirones. El viento empujaba las ramas de espino y los ripios con una fuerza inveros¨ªmil. Ning¨²n veh¨ªculo sin blindaje en los vidrios y en el chasis podr¨ªa avanzar indemne contra la furia del viento.
Quiz¨¢ todo sea distinto ahora, pero la soledad y la naturaleza hostil siguen convirtiendo a¨²n a los m¨¢s d¨¦biles en personas de car¨¢cter, resistentes a cualquier adversidad. Ser de la Patagonia es uno de los orgullos mayores del nuevo presidente argentino, N¨¦stor Kirchner, hijo de croatas y alemanes, que lleg¨® a Buenos Aires bebi¨¦ndose los vientos por un pa¨ªs nuevo. Desear, beber los vientos, avanzar contra las mareas hostiles es algo que los patag¨®nicos hacen mejor que nadie.
La ilusi¨®n del reino
Una larga carretera, la 3, une el norte con el sur de la inmensa Patagonia. La regi¨®n entera, de casi setecientos mil kil¨®metros cuadrados, tiene una extensi¨®n que supera con holgura la de Espa?a y Portugal juntos, pero su poblaci¨®n es cincuenta veces menor. Entre este y el oeste, las rutas son escasas, vac¨ªas, a menudo intransitables. Un heroico explorador y ge¨®grafo, el perito Francisco P. Moreno, intent¨® un reconocimiento de los desiertos infinitos entre 1870 y 1902, y se aventur¨® desde el feraz valle del R¨ªo Negro, en el l¨ªmite norte del territorio, hasta las fuentes del r¨ªo Santa Cruz. Su cuerpo fue enterrado en una isla solitaria del lago Nahuel Huap¨ª, frente a San Carlos de Bariloche. Cada vez que pasan frente a la tumba, los barcos la saludan tocando sus sirenas funerarias.
El m¨¢s extravagante viajero de la Patagonia fue, sin embargo, un franc¨¦s enloquecido, Orllie Antoine de Tounens, que intent¨® fundar all¨ª, a mediados del siglo diecinueve, un reino hereditario. A¨²n ahora, sus herederos siguen emitiendo monedas y concediendo -en venta, claro- t¨ªtulos nobiliarios.
Como Don Quijote, Orllie lleg¨® a los p¨¢ramos del sur con la imaginaci¨®n encendida por las lecturas de viajeros. En vez de novelas de caballer¨ªas, sus autores de cabecera eran Cook, La P¨¦rouse, Bougainville, Orbigny y cuanto navegante pudiera confirmar su vocaci¨®n de monarca.
Orllie Antoine de Tounens era un oscuro procurador de P¨¦rigueux -capita1 de la Dordogne, Francia- cuando, en agosto de 1858 desembarc¨® en la costa norte de Chile con el designio de "reunir las rep¨²blicas hispanoamericanas en una Confederaci¨®n Mon¨¢rquica Constitucional". Ten¨ªa treinta y tres a?os y llevaba, despeinada, una cabellera de le¨®n que se prolongaba en una barba negra y patriarcal. Al pasar por Santiago de Chile supo que los hechiceros araucanos hab¨ªan tejido una leyenda seg¨²n la cual el fin de la servidumbre ind¨ªgena coincidir¨ªa con la llegada de un hombre blanco a la regi¨®n. Eso lo decidi¨®: cruz¨® la cordillera, se intern¨® en las planicies polvorientas del este, y el 17 de noviembre de 1860 proclam¨® all¨ª, desde un lugar ahora ignoto, el nacimiento del reino de Araucan¨ªa y Patagonia.
Cuando entr¨® en tierras indias, llevaba un equipaje deslumbrador: la bandera verde, azul y blanca del reino, y el borrador de la Constituci¨®n. Lo acompa?aban un mestizo que oficiaba de valet y dos c¨¢ndidos franceses, los se?ores Lachaise y Desfontaines, a quienes hab¨ªa prometido los ministerios de Justicia y de Relaciones Exteriores. No lo desvali¨® la suerte: amparado por tres caciques, el procurador puso a las tribus mapuches y moluches en pie de guerra. El territorio que reclamaba estaba comprendido entre los paralelos 39 y 53; limitaba al norte con los r¨ªos Negro y B¨ªo-B¨ªo y al sur con el estrecho de Magallanes; confinaba con los dos oc¨¦anos y lo interrump¨ªan un millar de lagos.
Las tribus que le rindieron vasallaje eran las m¨¢s ind¨®mitas de Am¨¦rica, y sus fuerzas hab¨ªan sido calculadas en treinta mil lanzas. A comienzos de 1861, Orllie de Tounens emprendi¨® una febril batalla postal desde las soledades patag¨®nicas. Poco antes de la Navidad inform¨® a los presidentes de Chile y Argentina que estaba ocupando el trono de un pa¨ªs lim¨ªtrofe. Resignado a la solter¨ªa, concibi¨® un orden de sucesores: la corona corresponder¨ªa, en caso de muerte, "a Jean de Tounens, nuestro padre bien amado" y, si ¨¦l la rechazara, "al primog¨¦nito Jean de Tounens".
Los gobiernos de Chile y Argentina recibieron la noticia con indiferencia. Despechado, Orllie organiz¨® una ceremonia de coronaci¨®n. M¨¢s de dos mil ind¨ªgenas lo aclamaron junto a las tolder¨ªas del cacique Levin: desde lejos revolearon los ponchos y enarbolaron sus lanzas de colihue, enardecidos por los golpes de viento y las columnas de polvo que levantaban sus caballos. Poco antes de que terminara el a?o, el nuevo rey concert¨® con Guantecol, cacique de los huillinches, un pacto temerario: a cambio de doce mil indios armados prometi¨® la toma de Santiago de Chile. De ese delirio nacer¨ªa su ruina.
El 5 de enero de 1862, mientras se refrescaba a la sombra de un manzano, lo detuvo una patrulla del ej¨¦rcito chileno. Ni siquiera en ese momento de suprema desventura perdi¨® la calma. Prometi¨® a sus captores que, si lo dejaban libre, regresar¨ªa a Francia en el primer barco. Lo que se propon¨ªa era ganar tiempo. Esperaba que, desde alg¨²n lugar del horizonte, un ej¨¦rcito de s¨²bditos ind¨ªgenas avanzara para rescatarlo. Nadie apareci¨®. Durante nueve meses, Orllie fue encerrado en la c¨¢rcel de Los ?ngeles, Chile. Se fingi¨® loco, y s¨®lo entonces el c¨®nsul franc¨¦s decidi¨® ayudarlo. Cuando caminaba hacia la sala de audiencias, el rey destronado pas¨® ante un espejo y se paraliz¨® de horror: la cabellera frondosa que hipnotizaba a sus vasallos y era arremolinada alegremente por el viento patag¨®n, hab¨ªa sido borrada por la disenter¨ªa y el insomnio. El cr¨¢neo yermo y opaco que ve¨ªa el procurador era la cruel met¨¢fora de su infortunio.
A mediados de octubre de 1862 embarc¨® en un nav¨ªo de guerra rumbo al puerto de Brest. Al atravesar el estrecho de Magallanes volvi¨® a crecerle el pelo "tan espeso y negro como antes", mientras el aire de mar le restauraba los sue?os de grandeza.
Orllie Antoine regres¨® a la Patagonia en abril de 1874, auxiliado por sus cofrades mas¨®nicos y por un empr¨¦stito de Jacob Michael, banquero de Londres. La escala en Bah¨ªa Blanca, al extremo sur de la provincia de Buenos Aires, iba a convertirse en su ojeada final a las tierras de Am¨¦rica: mientras caminaba por la vereda de la Catedral lo reconoci¨® un oficial del ej¨¦rcito argentino y lo detuvo. A Orllie no le qued¨® otro argumento que emprender e1 regreso.
Pas¨® en Par¨ªs los ¨²ltimos a?os. Se lo ve¨ªa a menudo en las cercan¨ªas de la Madeleine, con una levita negra de cuello aterciopelado, un chaleco de fantas¨ªa y un sombrero aludo que ocultaba apenas las cascadas de su cabellera. Aun entonces, aferrado a las ilusiones de su reino, public¨® avisos en La Couronne d'Acier suplicando a las j¨®venes parisienses que viajaran a la Patagonia "para edificar all¨ª, junto a los indios, una poblaci¨®n fecunda". Poco antes de morir, el 19 de setiembre de 1878, dio a conocer un ¨²ltimo aviso, al que titul¨® "Ep¨ªstola de amor a las ni?as casaderas de Francia y del extranjero".
Ma?ana en el para¨ªso
Lo que sobrevive del reino de la Patagonia son unas pocas medallas y folletos, una direcci¨®n postal en el distrito XVI de Par¨ªs, un escudo de armas, algunos papeles de carta y un pr¨ªncipe de modales elegantes que ha instalado su cuartel general en el C¨ªrculo Republicano, de la avenida de la Opera, en Par¨ªs.
Philippe-Paul-Alexandre-Henri Boiry, el pretendiente de la Corona, ya no cree que el reino de la Patagonia sea sino una tradici¨®n, un punto de apoyo para exaltar los derechos de las comunidades ind¨ªgenas de Sudam¨¦rica, avasalladas por el poder espa?ol y condenadas al exterminio por los generales argentinos que conquistaron el desierto. Sentado bajo un busto de Alfred Mascuraud, fundador del C¨ªrculo, Philippe ha aprendido a destilar cierta iron¨ªa cortesana, a derrotar a los esc¨¦pticos con el relato de sus propios lustros familiares y a sortear las preguntas temerarias recurriendo al "secreto diplom¨¢tico".
"Soy una v¨ªctima del tiempo", admite. En su reino de fantas¨ªa hay muy pocas celebraciones. Hace ya veinte a?os ha designado al sucesor. Como no tiene hijos -igual que Orllie- eligi¨® al de un primo hermano, el conde Darboussier, que habit¨® la isla de Guadalupe durante mucho tiempo y amas¨® all¨ª una estupenda fortuna. El heredero tiene 43 a?os y se llama Jacques-Marie.
A su modo, la Patagonia es el ¨²ltimo El Dorado que ha quedado sobre la tierra, porque los seres humanos que van all¨ª para quedarse sue?an, invariablemente, con fundar algo nuevo: colonias agr¨ªcolas anarquistas, reinos, comunidades hippies, centros nudistas, todas met¨¢foras de la libertad que no se encuentra en las regiones habitadas, donde la ley es una valla para la imaginaci¨®n.
En 1887, un rumano de treinta a?os, Julio Popper, crey¨® encontrar en las costas desoladas de Tierra del Fuego un yacimiento de oro. El oro era ilusorio, casi inexistente, pero le bast¨® para acu?ar algunas monedas que a¨²n se exhiben en el museo de Ushuaia. Entre 1905 y 1907, el c¨¦lebre asesino y salteador Butch Cassidy vivi¨® como un apacible ganadero en Cholila, un pueblo cordillerano de Chubut, junto a sus c¨®mplices Etta y Henry Place, tambi¨¦n conocido como Sundance Kid. Mucho despu¨¦s, entre 1965 y 1990, cientos de j¨®venes desencantados de Buenos Aires se desplazaron al valle de R¨ªo Negro, a cosechar manzanas, o se instalaron m¨¢s al oeste, en el pueblo de El Bols¨®n, donde cultivaron fresas, frambuesas, moras, y se dedicaron a la artesan¨ªa. Ahora, entre los vientos feroces y el hielo de los lagos, los hijos de la Patagonia -los nacidos all¨ª y los extra?os- esperan all¨ª una felicidad de para¨ªso que est¨¢ siempre a punto de llegar, quiz¨¢ ma?ana, quiz¨¢s el a?o que viene. Nadie los ha desmentido todav¨ªa.
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