La piel
Uno de los primeros fragmentos de la Biblia que sembr¨® de dudas mi coraz¨®n infantil fue aquel del G¨¦nesis en que Ad¨¢n y Eva se cubren las verg¨¹enzas despu¨¦s de haber masticado la manzana del Bien y del Mal, ante el escrutinio perverso y desconfiado de un Dios que acababa de entrometerse en el jard¨ªn, un domicilio ajeno, sin molestarse en llamar a la puerta. De repente, sin que sepa por qu¨¦, en el momento en que aquel fruto ¨¢cido comenzaba a mezclarse con su saliva, aquellos dos remotos seres de arcilla sintieron verg¨¹enza y ocultaron su desnudez. Tard¨¦ muchos a?os en deducir el motivo de aquel acto, en hallar el estigma, la deformidad, el sello que oblig¨® a la pareja a disfrazar su naturaleza: y era ni m¨¢s ni menos que un ojo, la presencia de un ojo inquisidor, un ojo que abrasaba como el ascua de una colilla, el ojo de aquel Dios ego¨ªsta y puntilloso, el que irrump¨ªa en la intimidad del Ed¨¦n a las tantas de la madrugada sin llamada previa, sacando a la gente de la cama, oblig¨¢ndoles a levantarse a tientas para interrogarles por el destino de una est¨²pida manzana. Ad¨¢n y Eva jam¨¢s habr¨ªan hallado delito en pasear desnudos por el Para¨ªso; fue el ojo incandescente de la divinidad, su malicia, lo que los convirti¨® en pecadores.
Mal que les pese a las autoridades de Vera, localidad costera de Almer¨ªa en que hoy nudista equivale a apestado, no existe nada reprobable en que los hombres, las mujeres y los ni?os se paseen por la orilla del mar como sus madres los trajeron al mundo, con el mismo uniforme con que buceaban en la placenta. Es justamente la perfidia de esas autoridades, la misma maldad que hunde reputaciones y se complace en imputar cr¨ªmenes a quien oye re¨ªr al otro lado de la acera, lo que convierte al nudista en un degenerado, sinverg¨¹enza y el resto de adjetivos que conforman el armamento de sus insultos. Demasiados siglos de mala educaci¨®n nos han ense?ado a despreciar el cuerpo, a tomar por una jaula esta envoltura de piel, fibra y huesos en que viajamos de un lado a otro y con cuyo concurso nos alimentamos y conversamos con los amigos. Desde Plat¨®n y los Padres de la Iglesia, el hombre se encuentra m¨¢s adentro, en un n¨²cleo profundo hasta el que ning¨²n bistur¨ª se atreve a excavar, envuelto en un fantasma vaporoso llamado alma que es a la carne como el oro al acero, un desmentido, un hermano mayor, una criatura m¨¢s libre y m¨¢s alta. Supongo que, en el fondo, la gente que se horroriza de descubrir personas desnudas en una playa son herederos de esos viejos integristas del flagelo y la abstinencia, de los que rehuyen los espejos cuando pueden devolverles a bocajarro el espect¨¢culo del vello, las cicatrices, los sexos; ser¨¢n de esos pobres que se acuestan con el c¨®nyuge protegidos por una p¨²dica barrera de bragueros y mordazas, y que preferir¨¢n que sus hijos se enteren del mecanismo de la reproducci¨®n humana a trav¨¦s del pedag¨®gico sistema de solicitar cig¨¹e?as desde Par¨ªs. Pero no: este sudor, esta sangre y estas v¨ªsceras son lo ¨²nico que poseemos, lo ¨²nico que nos permite vivir, lo ¨²nico que nos convierte en la persona que estamos habituados a llamar con nuestro nombre. Y la piel, toda nuestra piel, merece much¨ªsimo respeto. "Se cree luchar y sufrir por la propia alma", escribe Curzio Malaparte, "pero, en realidad, se lucha y se sufre por la piel, por la propia piel tan s¨®lo".
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