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Finalmente, una amplia autonom¨ªa de baja calidad

Desde determinadas instancias pol¨ªticas se reitera machaconamente el eslogan de que el Estado espa?ol es uno de los Estados pol¨ªticamente m¨¢s descentralizados del mundo y las Comunidades Aut¨®nomas (CCAA) uno de los entes territoriales dotados de mayor poder. A partir de esta premisa se manifiesta un rechazo total, cuando no una displicente irritaci¨®n -si estos dos t¨¦rminos no son incompatibles-, ante cualquier propuesta de reforma constitucional o estatutaria e incluso ante cualquier sugerencia de abrir un debate sobre esta cuesti¨®n. Sin embargo, esas propuestas, que tienen muy distintos contenidos y proponen reformas de muy variada intensidad, son ya mayoritarias entre los partidos y los ciudadanos catalanes y vascos y se van extendiendo a otras CCAA.

Guste o no, este debate, cuya realizaci¨®n no requiere autorizaci¨®n oficial, est¨¢ ya planteado, es sin duda conveniente en las actuales circunstancias y coincide, adem¨¢s, con la celebraci¨®n del vig¨¦simo quinto aniversario de la Constituci¨®n espa?ola. Esta venturosa y para nosotros ins¨®lita efem¨¦ride resulta propicia para hacer balance de lo que ha dado de s¨ª el llamado Estado de las autonom¨ªas consagrado en el texto constitucional. Soy consciente de que ¨¦sta es una cuesti¨®n enormemente compleja, cuyo tratamiento no admite con facilidad an¨¢lisis sint¨¦ticos: en esta materia el matiz suele tener una notable trascendencia y, por el contrario, el trazo grueso puede conducir a un esquematismo deformador. Con todo, aceptados de antemano estos riesgos, quisiera contribuir a este debate con las breves reflexiones que siguen.

Creo que es de justicia comenzar este balance con el reconocimiento de que el proceso de descentralizaci¨®n pol¨ªtica iniciado con la entrada en vigor de la Constituci¨®n de 1978 supuso un giro radical en una larga historia, apenas interrumpida, de inoperante centralismo y que en un tiempo muy breve en comparaci¨®n con otras experiencias for¨¢neas se estableci¨® un sistema dotado de una amplia autonom¨ªa pol¨ªtica. En efecto, en muy pocos a?os se crearon 17 CCAA, se establecieron y consolidaron sus principales instituciones de autogobierno, se crearon otras tantas potentes administraciones p¨²blicas, se les atribuyeron de numerosas competencias y se transfirieron importantes recursos materiales y financieros. En la actualidad las CCAA gestionan casi un 40% del gasto p¨²blico y poseen m¨¢s del 50% del personal al servicio de las administraciones p¨²blicas. Es m¨¢s, a lo largo de estos cinco lustros se han alcanzado otros objetivos, quiz¨¢ menos tangibles pero no menos relevantes, como la creaci¨®n de una clase pol¨ªtica en las CCAA que ya llega a la tercera generaci¨®n y, sobre todo, se ha conseguido una amplia legitimaci¨®n popular del sistema auton¨®mico de organizaci¨®n territorial.

Sin embargo, m¨¢s all¨¢ de estos datos y de las distorsiones que suele producir la comparaci¨®n mec¨¢nica de sistemas de estructuraci¨®n territorial de naturaleza distinta -por ejemplo, sistemas en los que los entes descentralizados participan en la toma de las decisiones federales a trav¨¦s de una c¨¢mara parlamentaria y sistemas en los que carecen de esta posibilidad-, creo que un an¨¢lisis detenido de la situaci¨®n actual del Estado de las autonom¨ªas permite concluir, en primer lugar, que no es en absoluto cierto que las CCAA tengan mayores competencias que la mayor parte de los entes pol¨ªticamente descentralizados -los ejemplos son innumerables: desde las competencias judiciales, penales, financieras o en materia de derecho civil de los Estados en Estados Unidos, hasta las competencias en pol¨ªtica exterior o inmigraci¨®n de los Estados en Canad¨¢, pasando por las competencias en materia de administraci¨®n local, tratados internacionales, educaci¨®n, cultura o seguridad p¨²blica y polic¨ªa de los L?ndern en Alemania; por no citar el caso belga o, en ciertos aspectos, el suizo e incluso el austriaco. Pero, sobre todo, creo que puede afirmarse que la autonom¨ªa finalmente alcanzada por las CCAA, a pesar de su amplitud, es en la pr¨¢ctica de muy baja calidad. Los rasgos caracter¨ªsticos propios de la autonom¨ªa pol¨ªtica han quedado desdibujados, de forma que el modelo finalmente imperante se asemeja m¨¢s al de una simple autonom¨ªa administrativa que al de una aut¨¦ntica autonom¨ªa pol¨ªtica. Este fen¨®meno tiene, a mi juicio, muy diversas manifestaciones. Voy a referirme aqu¨ª a las tres que considero de mayor relieve.

En primer lugar debe destacarse la muy escasa capacidad reconocida a las CCAA para adoptar pol¨ªticas propias en ¨¢mbitos materiales dotados de la unidad, completos y con relieve suficientes para garantizarles una efectiva posibilidad de transformaci¨®n de aspectos importantes de la realidad social, econ¨®mica o pol¨ªtica de acuerdo con sus propias opciones pol¨ªticas. Este resultado es fruto, al menos, de tres fen¨®menos interrelacionados: la fragmentaci¨®n de las materias atribuidas a la competencia de las CCAA, la extensi¨®n dada a las materias de competencia estatal -especialmente los llamados t¨ªtulos horizontales, como la ordenaci¨®n general de la econom¨ªa- y, en tercer lugar, el detalle al que llegan las bases que el Estado puede dictar en muy numerosas materias. No hay ning¨²n ¨¢mbito material, incluidos los reservados en exclusiva a las CCAA, en el que el Estado no haya fijado, a menudo con un grado de detalle extraordinario, no ya las directrices pol¨ªticas a seguir, sino un aut¨¦ntico sistema unitario y uniforme (en educaci¨®n, sanidad, funci¨®n p¨²blica, administraci¨®n local, comercio, transportes, aguas, montes, etc.) y no hay materia de competencia auton¨®mica que no se haya fragmentado jur¨ªdicamente para permitir una intervenci¨®n estatal, sustentada a menudo en un acarreo artificioso de una pluralidad de t¨ªtulos competenciales que individualmente considerados no permiten establecer un sistema unitario sobre la materia correspondiente (baste como ejemplo la media docena de t¨ªtulos utilizados para dictar una completa ley estatal de edificaci¨®n en materia de vivienda). Este doble proceso lleva a que la capacidad de autogobierno de las CCAA, entendido como libre capacidad -desde la perspectiva jur¨ªdica, no por supuesto desde la perspectiva f¨¢ctica- de fijar pol¨ªticas propias, quede reducido al poco lucido y trascendente papel de concretar pol¨ªticas estatales y hacerlo de forma intersticial y en ¨¢mbitos con frecuencia residuales. Para corroborarlo basta un simple repaso de las leyes dictadas por los Parlamentos auton¨®micos. En su inmensa mayor¨ªa son leyes de contenido presupuestario, subvencional, organizativo y procedimental; s¨®lo una minor¨ªa de leyes tienen un contenido "sustantivo" y, lo que es m¨¢s significativo, un n¨²mero muy elevado de sus art¨ªculos son mera reiteraci¨®n de preceptos contenidos en las leyes estatales de "cabecera". Esto es as¨ª, porque si las leyes aut¨®nomicas no reprodujeran esos art¨ªculos, y se limitaran a regular el ¨¢mbito que les queda, ser¨ªan simplemente ininteligibles.

Da la impresi¨®n de que el Estado, al concretar el alcance de los diversos t¨ªtulos competenciales, nunca utiliza el criterio de asegurar a las CCAA la posibilidad de actuar en ¨¢mbitos relativamente completos y coherentes. El ¨²nico criterio parece ser el de garantizar una ubicua intervenci¨®n estatal en todos los ¨¢mbitos materiales con el fin de asegurar un tratamiento unitario y uniforme y, lo que es m¨¢s relevante, a la hora de determinar qu¨¦ es lo que requiere ese tipo de tratamiento, debe reconocerse que en nuestra cultura pol¨ªtica el valor del pluralismo tiene todav¨ªa un relieve secundario en relaci¨®n con la garant¨ªa de la unidad. El pormenor al que han llegado las bases estatales son un buen ejemplo de lo que vengo diciendo. Adem¨¢s, este proceso de creciente uniformizaci¨®n va increment¨¢ndose en los ¨²ltimos a?os de forma clara y continua. No niego que estas opciones puedan caber dentro del amplio marco de la Constituci¨®n, que sean una de sus posibles "lecturas", pero a nadie puede extra?ar que el modelo finalmente establecido no sea compartido por algunas CCAA que aspiraban a un sistema muy distinto de distribuci¨®n territorial del poder.

Frente al planteamiento precedente se sostiene con frecuencia que en la actualidad la autonom¨ªa pol¨ªtica no puede definirse a partir de la libre capacidad de fijar pol¨ªticas propias. Esta definici¨®n, que por cierto el Tribunal Constitucional reitera desde sus inicios, ser¨ªa en la actualidad una muestra de ingenuidad, ya que hoy esas pol¨ªticas se adoptan incluso fuera de las fronteras estatales. La autonom¨ªa pol¨ªtica consistir¨ªa en esencia en participar en la fijaci¨®n de esas pol¨ªticas y en disponer de una amplia capacidad para llevar a cabo su ejecuci¨®n.

No cabe negar que esta cr¨ªtica resulta en gran medida fundada. Es cierto que en la actualidad muchas pol¨ªticas deben ser unitarias y deben definirse de forma conjunta, es cierto tambi¨¦n que un Estado pol¨ªticamente descentralizado no puede funcionar arm¨®nicamente sin mecanismos de participaci¨®n, coordinaci¨®n y cooperaci¨®n. Sin embargo, a mi juicio, la autonom¨ªa pol¨ªtica no puede limitarse a la participaci¨®n en la toma de decisiones y la ejecuci¨®n de las mismas, no puede reducirse la autonom¨ªa pol¨ªtica de una CA a participar junto a otras 16 CCAA y al Estado en la fijaci¨®n de las pol¨ªticas que les afectan. Lo que sucede es que esos dos modelos no son incompatibles. Al contrario, son complementarios y el reto consiste precisamente en encontrar el punto de equilibrio entre ellos, de modo que en los ¨¢mbitos en los que las CCAA tienen competencias legislativas se les reconozca una plena libertad de elecci¨®n pol¨ªtica, no incompatible con mecanismos de cooperaci¨®n y colaboraci¨®n, y, donde esto no sea posible, se arbitren sistemas de participaci¨®n, sobre todo en aquellos ¨¢mbitos, como el econ¨®mico, en los que la realidad ha impuesto la necesidad de actuaciones uniformes en materias que en principio correspond¨ªan a las CCAA (entidades financieras, bolsa, etc.). La experiencia de estos veinticinco a?os aporta datos suficientes para determinar en qu¨¦ ¨¢mbitos las CCAA pueden adoptar pol¨ªticas propias sin poner en peligro el funcionamiento eficaz del Estado.

En cualquier caso, lo que me interesa destacar es que, aunque se acepten y apliquen sin matices al Estado de las autonom¨ªas las premisas de esta segunda definici¨®n de autonom¨ªa pol¨ªtica, la conclusi¨®n no puede ser otra que el reconocimiento de que tambi¨¦n desde esta perspectiva la autonom¨ªa atribuida a las CCAA es de muy baja calidad: salvo muy concretas excepciones, no existen en Espa?a mecanismos eficaces de participaci¨®n de las CCAA en las instituciones y en la determinaci¨®n de pol¨ªticas estatales y tampoco se les reconoce una competencia general en el ¨¢mbito de la ejecuci¨®n, de modo que en sus respectivos territorios pudieran convertirse en la Administraci¨®n, no ¨²nica, pero s¨ª ordinaria. Es cierto que las competencias ejecutivas de las CCAA son muy amplias y no puede desconocerse que en la pr¨¢ctica a trav¨¦s de las mismas con frecuencia se ejerce mayor poder pol¨ªtico que mediante el ejercicio de competencias legislativas; sin embargo, tambi¨¦n aqu¨ª cabr¨ªa hablar de fraccionamiento material y de la retenci¨®n en manos del Estado de muy amplias facultades administrativas y de gesti¨®n a base de incluir en la funci¨®n legislativa actos tradicionalmente considerados de ejecuci¨®n (por ejemplo, actos de mera autorizaci¨®n administrativa), o justificando su intervenci¨®n en el alcance territorial supraauton¨®mico de los fen¨®menos objeto de intervenci¨®n p¨²blica o en criterios como los de inter¨¦s general o los poderes impl¨ªcitos (que llevan, por ejemplo, a que los estudios de impacto ambiental de las obras p¨²blicas del Estado no sean considerados materia de medio ambiente, como s¨ª sucede con los dem¨¢s estudios de este tipo, sino materia de obras p¨²blicas).

Por fin, la tercera de las caracter¨ªsticas que tradicionalmente se ha considerado t¨ªpica de la autonom¨ªa pol¨ªtica, por contraste con la autonom¨ªa simplemente administrativa, ha sido su garant¨ªa constitucional: la existencia de las CCAA y el contenido de sus competencias, al consagrarse en la Constituci¨®n y en los Estatutos de Autonom¨ªa que la completan, quedan al amparo de las coyunturales mayor¨ªas parlamentarias y aseguradas por un Tribunal Constitucional encargado de resolver los conflictos de competencia de acuerdo con lo establecido en las normas constitucional y estatutarias. Sin embargo, debe reconocerse que los criterios de distribuci¨®n de competencias entre el Estado y las CCAA establecidos en esas normas tienen en su mayor¨ªa tal grado de indeterminaci¨®n que, en la pr¨¢ctica, la garant¨ªa constitucional en gran medida se ha ido desvaneciendo. Este hecho es f¨¢cilmente perceptible, por ejemplo, en la delimitaci¨®n de las competencias b¨¢sicas estatales. Tal como se ha configurado el concepto de bases -"lo que requiere tratamiento unitario y lo necesario para garantizarlo"- en su seno cabe pr¨¢cticamente cualquier contenido que quiera darle el Estado y, lo que es peor, el Tribunal Constitucional carece de un par¨¢metro constitucional jur¨ªdicamente seguro para rechazar, salvo en supuestos extremos, las decisiones adoptadas. En este sentido puede afirmarse que el modelo de distribuci¨®n de competencias se desconstitucionaliza y queda a merced de los poderes constituidos. Creo que, despu¨¦s de veinticinco a?os de funcionamiento del Estado de las autonom¨ªas, debe admitirse que el binomio bases-desarrollo, empleado como criterio de delimitaci¨®n competencial de modo generalizado en nuestro ordenamiento, ha resultado ser jur¨ªdicamente ineficaz. Ciertamente, en todos los ordenamientos deben existir cl¨¢usulas m¨¢s o menos abiertas que permitan su constante adaptaci¨®n a los cambios que van produci¨¦ndose en la sociedad. Por otro lado, tambi¨¦n es cierto que resulta vana cualquier pretensi¨®n de juridificar completamente estas cuestiones. Sin embargo, esta tambi¨¦n es una cuesti¨®n de grado y el nivel de desconstitucionalizaci¨®n existente en nuestro ordenamiento es, sin duda, excesivo. Una posible soluci¨®n consistir¨ªa en concretar m¨¢s en los respectivos Estatutos el contenido de las competencias correspondientes a las CCAA. Esta es una tarea que hace cinco lustros resultaba pr¨¢cticamente imposible, pero no lo es ya hoy a la luz de la experiencia acumulada.

Resulta in¨²til, y finalmente puede ser peligroso para la propia pervivencia de la Constituci¨®n, negarse a aceptar que el Estado de las autonom¨ªas en ella dise?ado tiene todav¨ªa pendientes de soluci¨®n algunos problemas de muy notable calado. El camino recorrido es mucho y no se trata de desandarlo, pero este es un buen momento para preguntarse si conviene un cambio de rumbo para hacer frente a los nuevos retos que se avecinan y a los viejos problemas pol¨ªticos a los que se pretendi¨® dar soluci¨®n y respecto de los que s¨®lo parcialmente se ha alcanzado ese objetivo.

Carles Viver Pi-Sunyer es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra y vicepresidente em¨¦rito del Tribunal Constitucional.

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