Gloria y miseria de la metr¨®polis
"El proyecto de ensanche de Nueva York har¨¢ de nuestra ciudad la segunda metr¨®poli del mundo...". Con esta noticia, reproducida en todos los peri¨®dicos, susurrada de boca en boca en calles y salones, gritada a los cuatro vientos por los m¨¢s pobres y los m¨¢s ricos, comienza Manhattan
Transfer, la gran novela neoyorquina de 1925 y de todos los tiempos. Todas las novelas de Nueva York se encuentran en ¨¦sta, las que fueron escritas por amor y las que resultaron de la pasi¨®n del odio, las historias de su energ¨ªa y de su abatimiento, las cr¨®nicas de su esplendor y de su crueldad, las luces de Broadway y la violencia, la gloria del Waldorf y el hambre, las riquezas repentinas y las ruinas fulminantes, el poder absoluto y la absoluta desesperaci¨®n de los despose¨ªdos. Todo est¨¢ aqu¨ª. Tambi¨¦n la inocencia, el deslumbramiento que imprime la pagana belleza de las torres de Manhattan en la mirada de un ni?o, Jimmy Herf, que regresa a la ciudad donde naci¨® sin conservar de ella memoria alguna. Jimmy Herf, que se convertir¨¢ en un hu¨¦rfano precoz, en un adolescente desvalido, en un periodista explotado, en un marido traicionado al fin, sin dejarse corromper por la ciudad que, a su alrededor, eleva o destruye todo lo que toca, y que por eso se erige en el ¨²nico personaje capaz de discutir el protagonismo de la propia Nueva York, escenario, diva, ¨ªdolo y villano de esta novela total.
Apoy¨¢ndose en una estructura impecable, John Dos Passos despliega en las p¨¢ginas de Manhattan Transfer una abrumadora sucesi¨®n de ejes narrativos diferentes, y los gobierna con un pulso que -y ya s¨¦ que esto suena a frase hecha, pero en este libro sucede de verdad- corta la respiraci¨®n del lector. Sin embargo, aunque su perfecci¨®n formal bastar¨ªa para calificar esta novela como una obra maestra, la ambici¨®n de su autor va mucho m¨¢s lejos. Si una novela ha de ser imagen de la vida, ¨¦sta palpita, huele, duele, increpa, sonr¨ªe, crece, sangra y se desvanece en las historias grandes o peque?as que configuran el mundo neoyorquino de Dos Passos. Ejemplo paradigm¨¢tico de novela coral, citada sin falta a la hora de ensalzar o denigrar cualquier obra literaria basada en la acumulaci¨®n simult¨¢nea de an¨¦cdotas y personajes, Manhattan Transfer sent¨® sin embargo un precedente al que muy pocos novelistas han sido capaces de acercarse, y que quiz¨¢s ninguno ha logrado repetir. Porque su autor no se limita a yuxtaponer nombres de personas y de calles, historias e historietas, im¨¢genes m¨¢s o menos aisladas o conectadas entre s¨ª. Nada de eso. Dos Passos calibra con una prodigiosa exactitud el alcance de cada uno de los episodios de su novela, su potencia, su eficacia, su densidad narrativa, y dispone las piezas con la paciencia y la sabidur¨ªa de un viejo maestro relojero. As¨ª, el primer personaje que comparece con nombre propio, Bud Korpenning, un pobre muchacho que huye de la granja donde le apalea su padrastro para buscar fortuna en la ciudad de las oportunidades, desaparece muy pronto, cuando se tira por el puente de Brooklyn sin haber cosechado otra ocasi¨®n de prosperar que ser estafado por un ama de casa, que le paga con la cuarta parte de lo prometido y un plato de estofado fr¨ªo por acarrear una carga de carb¨®n. Su ef¨ªmera presencia infiltra en el ¨¢nimo del lector una gota de amargura que le acompa?ar¨¢ hasta el final de la novela. Lo mismo sucede con la ingenuidad de Dutch Robinson, veterano de la Primera Guerra Mundial sin futuro y sin recursos, que decide meterse a atracador arrastrando en su ruina a su novia, Francie, o con esa otra chica jud¨ªa, Anna Cohen, que baila por dinero en un sal¨®n y se enamora de quien no debe. Las muchachas j¨®venes, pobres y enamoradas integran quiz¨¢s el grupo m¨¢s conmovedor, m¨¢s inocente e intenso de este fresco de la opulencia y el desaliento. Una de ellas, sin nombre y sin historia, entona el comienzo de la versi¨®n inglesa de La Internacional, mientras ve alejarse, entre una indolente multitud de simples curiosos, un barco lleno de inmigrantes deportados por indeseables, que cantan en franc¨¦s el mismo himno. Y as¨ª se convierte en la protagonista del pasaje m¨¢s emocionante de toda la novela.
Manhattan Transfer encierra tambi¨¦n la imagen de una Nueva York que pudo ser y nunca fue. Las profundas convicciones izquierdistas de su autor alientan en la descripci¨®n de las tensiones sociales, aunque ¨¦stas desemboquen a menudo en dudosos, feos contactos, entre los l¨ªderes de los descontentos -veteranos que se sienten olvidados, desempleados, miserables- y algunos siniestros especuladores que manejan la pol¨ªtica local en funci¨®n de sus intereses econ¨®micos. El principal de todos ellos, Gus McNiel, tiene or¨ªgenes tan humildes como elevados son los de Joe Harland, un mendigo que fue el mago de Wall Street hasta que se desprendi¨® de una corbata azul tejida por su madre, talism¨¢n de su buena suerte. La ciudad, insensible, sonriente, pasiva en su crueldad, contempla sus destinos con la indolencia propia de una criatura bella y mimada por todos. Con la misma indolencia con la que siembra esperanzas y dolor Ellen Tatcher, luego Oglethorpe, luego Herf, finalmente Baldwin, la actriz que se convierte en met¨¢fora de la propia Nueva York y que, tal vez por eso, tras haber sido amada, deseada, admirada por todos, termina convirti¨¦ndose en una propiedad m¨¢s de George Baldwin, un abogado inmoral y tramposo, todo un prohombre local.
La miseria de la metr¨®poli es la gloria de la novela. Y la ¨²nica esperanza, un cami¨®n que marcha lejos, muy lejos, tanto que ni siquiera importa su destino. Los sue?os mueren j¨®venes entre los rascacielos, pero la Nueva York de John Dos Passos vivir¨¢ siempre en la conciencia y en la memoria de los lectores de Manhattan Transfer.
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