?Oh, que vuelvan los estorninos!
Amanece, aunque son solo las siete y media. Desde aqu¨ª veo el cielo azul plomo, pero ligero, y con unas nubes peque?as y redondas cuya parte superior refleja el color m¨¢s luminoso del d¨ªa que nace; invitan a la alegr¨ªa. Ver cielos con nubes ya empieza a ser en este pa¨ªs se?al de bendici¨®n, de lluvia posible, de ligera sombra ante este sol despiadado que tenemos. Hace falta fresco, viento ligero que espabile, agua, agua que corra mansa, que empape los suelos y limpie ¨¢rboles y plantas. Y algo de todo esto parece lejanamente anunciar el tono del cielo y los ligeros balanceos del arbolillo que veo.
Es todo silencio. Extra?o silencio en esta ciudad que parece vivir en un continuo desga?itarse. Muy lejos viene un rumor de coches que se despierta, bosteza ante las primeras luces; y alg¨²n piar de p¨¢jaro, y alg¨²n aleteo que cruza r¨¢pido y solitario. Dentro de muy poco aparecer¨¢n en tromba los peque?os estorninos que han dormido en la frondosidad de los ficus. Ya se ve alguno, otro, que van en r¨¢pido cruzar hacia el sur, hacia la huerta.
El cielo est¨¢ m¨¢s claro, con una diferenciaci¨®n m¨¢s pronunciada entre el cielo azul, lejano e inmenso, y las nubes cercanas. El murmullo se acent¨²a y se empieza a distinguir, cada vez con m¨¢s fuerza, el mon¨®tono furor que producen los coches y que ya no nos abandonar¨¢ hasta que venga la noche.
Una gran bandada de p¨¢jaros pasan veloces, directos hacia la huerta m¨¢s pr¨®xima. Ni un piar, ni un giro en su vuelo, nada que les distraiga de su ruta. Sus cuerpecillos parecen peque?as puntas de flecha; y ya pasaron.
Antes, la huerta estaba ah¨ª, tan pr¨®xima. Ahora hay que pasar las extra?as y televisivas construcciones que parecen hechas para herir sensibilidades (?Ay, que pronto se pasar¨¢n de moda!), sobrevolar gr¨²as y m¨¢s gr¨²as y montones y m¨¢s montones de contenedores del megapuerto, olvidar la Punta, que ya derribaron. Y ya est¨¢n en la limitada espesura de los pinos de la Dehesa y de sus matas bajas y apretadas que tapizan el suelo. Y aqu¨ª y all¨¢ los campos de cultivo de arroz, y muy cerca la l¨ªnea azul de la Albufera, con sus aguas llenas de peque?as ondulaciones y los juncos que sobresalen de su superficie.
Ya llegaron a ese remanso que queda de naturaleza todav¨ªa pujante, hermosa aunque mermada, pero ajena en s¨ª al cerco que le va imponiendo el descontrolado crecimiento de una ciudad que se devora a s¨ª misma. La costa se va retrayendo y ya no queda, de aquella dorada y ancha playa de no hace mucho, m¨¢s que una estrecha cinta amarilla a la que le han a?adido para que le sirva de contenci¨®n por la parte de tierra unas dunas que no acaban de hacerse, all¨ª donde hace cincuenta a?os eran de arena fin¨ªsima, altas, pujantes, con una ondulaci¨®n suave y continua, lentamente m¨®viles seg¨²n los vientos y que formaban un paraje bell¨ªsimo.
Pero estamos en otros tiempos. Y esta extensa y densa ciudad mediterr¨¢nea, menos provinciana y diversa debido a la gente venida de otros lugares que la habita, pero m¨¢s conflictiva que nunca por la sinraz¨®n que dirige lo que ellos llaman el "desarrollo", avanza implacable cubriendo la capa vegetal que respira, que ofrece vida, que protege el suelo, que llama a la lluvia, por otra capa de cemento que hiere, que deseca, que impide la existencia de muchos animalillos necesarios. De manera que la tierra queda all¨ª abajo, separada de la vida urbana.
Es la ¨¦poca de las construcciones, carreteras, t¨²neles y construcciones y m¨¢s construcciones. La tierra ha dejado de tener su antiguo valor. "Es para construir", se dicen frot¨¢ndose las manos, "estamos construyendo para hacer una vida m¨¢s moderna. La venta es lo que importa. Cubramos la naturaleza de cemento. Hagamos una ciudad dura y olvid¨¦monos de las consecuencias que, dicen, habr¨¢n posteriores".
Los estorninos ya est¨¢n en el campo. En la ciudad se recortan las palomas que se arrullan, las golondrinas y los vencejos. Pero ya domina poderoso el rumor de coches y m¨¢quinas que han tomado el pulso de la ciudad, la quietud de las viviendas, la tranquilidad de las conversaciones, el aliento de todos.
?Oh, que vengan de nuevo los estorninos a dormir en sus ¨¢rboles! Que venga de nuevo, r¨¢pido, el anochecer. Que se adivinen, ya que ya no podemos verlas debido a la contaminaci¨®n lum¨ªnica de nuestro cielo, las estrellas. Que vuelva la quietud, que se oiga de nuevo la algarab¨ªa de los p¨¢jaros en su regreso. Que venga esa hora predecesora del sue?o y del olvido.
Trini Sim¨® es profesora de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo.
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