?Alguien rectificar¨¢?
Antes de pedir rectificaciones a la oposici¨®n, Aznar deber¨ªa recordar que estamos esperando una primera rectificaci¨®n, la suya, la fundamental. Deber¨ªa admitir que las armas secretas de Irak eran un cuento chino. Pero no es f¨¢cil que lo haga. Tendr¨ªa que confesar que minti¨®. Y ¨¦sta ser¨ªa la mejor alternativa. La otra le exigir¨ªa reconocer que tampoco ¨¦l estaba en el secreto, que tambi¨¦n a ¨¦l le enga?aron. Pero a nadie le gusta parecer tonto, acusica o chico de los recados, al que ni se informa de las gestiones que tramita. Y alguno, si no todos, de esos papeles tendr¨ªa que aceptar si nos confesara que a ¨¦l tampoco le contaron la verdad. Por supuesto, para explicar sus resistencias a la rectificaci¨®n tampoco hay que descartar la soberbia y el envilecimiento de la sensibilidad que producen el h¨¢bito de mandar. En sus lecturas po¨¦ticas quiz¨¢ deber¨ªa Aznar olvidarse por un tiempo de Cernuda, de quien s¨®lo parece haber aprovechado los tonos vinagres, y volver de nuevo al Kipling de If, aquel poema que deber¨ªan conocerse de memoria -de "coraz¨®n" se dice muy apropiadamente en otras lenguas- todos los que se dedican profesionalmente a la pol¨ªtica y que recomendaba "no mentir cuando te mienten" y "hablar con las multitudes sin perder la virtud y pasear con los reyes sin perder la humildad". Si no me confunde la memoria, Aznar dec¨ªa considerarlo su favorito y, sin embargo, lo ha traicionado en todas sus l¨ªneas.
Pero, en fin, como no exhibir los errores parece estar en la naturaleza de la profesi¨®n pol¨ªtica, aunque quepa el lamento, no cabe la sorpresa. M¨¢s extra?a resulta la ausencia de rectificaci¨®n en otros gremios que, seg¨²n es convenci¨®n, est¨¢n comprometidos con la verdad: los acad¨¦micos y periodistas, muchos de los cuales justificaron la guerra por la supuesta existencia de armas de destrucci¨®n masiva. Aqu¨ª s¨ª que uno, en su ingenuidad, esperaba no s¨®lo rectificaciones, sino, despu¨¦s de digerido el papel¨®n, hasta enfado con quienes les suministraron informaci¨®n falsa. Algo as¨ª como lo que hace unos a?os hizo Rafael S¨¢nchez Ferlosio cuando rectific¨® sus opiniones sobre la integraci¨®n en la OTAN despu¨¦s de reconocer que Felipe Gonz¨¢lez le hab¨ªa enga?ado.
Enfadados, no; indignados, esperar¨ªa uno a quienes hicieron de la premisa de las armas la fundamental de su defensa de la guerra. A la altura de las patra?as que les endosaron, que no debieron ser cosa de chiquillos. Porque muy dram¨¢ticas ten¨ªan que ser las pruebas y mucha su confianza para lanzarse como lo hicieron algunos a la defensa de la intervenci¨®n b¨¦lica. Tan poderosas que vencieron razones pol¨ªticas, ¨¦ticas y jur¨ªdicas. Las pol¨ªticas, porque no cabe mayor perversi¨®n del ideal democr¨¢tico que el que cristaliz¨® en la posici¨®n norteamericana y que ven¨ªa a decir: "S¨®lo aceptar¨¦ la decisi¨®n de la mayor¨ªa si est¨¢ de acuerdo con lo que a m¨ª me parece bien". Las ¨¦ticas, y casi l¨®gicas, porque cualquiera de los principios invocados aplicados en consecuencia hubiese exigido empezar por invadir Estados Unidos o Israel, pa¨ªses que cumpl¨ªan con nota los requisitos de posesi¨®n de armas de destrucci¨®n masiva y de disposici¨®n a intervenir en donde les parezca. Y las jur¨ªdicas, porque la intervenci¨®n hubiese sido ilegal incluso con la autorizaci¨®n del Consejo de Seguridad, porque como nos recordaba un prestigioso jurista italiano, Luigi Ferrajoli, en una argumentaci¨®n particularmente pertinente en estos d¨ªas y que recojo de un art¨ªculo suyo traducido en la revista Mientras tanto: "Tras ese equ¨ªvoco (la posible autorizaci¨®n por el Consejo de Seguridad) late una grosera confusi¨®n entre la ONU, es decir, entre el ordenamiento instituido por la Carta de Naciones Unidas, y las decisiones del Consejo de Seguridad, como si este ¨²ltimo fuese un soberano legibus solutus y no un ¨®rgano de la ONU sometido, precisamente, a su carta estatutaria. Si disipamos ese equ¨ªvoco y reconocemos que la ONU, como es obvio, consiste en el ordenamiento de las Naciones Unidas disciplinado por su carta institutiva, varias cosas resultan claras: que la guerra contra Irak, autorizada o no por una segunda resoluci¨®n, ser¨ªa de todos modos, con base en la Carta, un il¨ªcito internacional; que su autorizaci¨®n s¨®lo tendr¨ªa el efecto de involucrar al Consejo de Seguridad en una violaci¨®n y acaso en una disoluci¨®n de su propio ordenamiento".
En fin, que si esos sapos se tragaron, los argumentos que los convencieron deb¨ªan de tener la fuerza demostrativa de un tratado de geometr¨ªa. Y en todos ellos, para quienes defendieron la intervenci¨®n, se inclu¨ªa como premisa fundamental la existencia de las armas. Por lo mismo, revelada la condici¨®n fraudulenta de ese supuesto, no deber¨ªa ser de menos calibre su enfado con quienes les mintieron.
Para los pol¨ªticos, las rectificaciones no resultan sencillas de digerir, sobre todo si se ha empe?ado en el negocio biograf¨ªa, recursos e intereses. Aunque en el caso de los norteamericanos, despu¨¦s de repetir tantas veces el mismo n¨²mero, cabr¨ªa esperar que, adem¨¢s de alguna suerte de juicio prudencial antes de lanzarse a actuar, dispusieran de un bien organizado departamento de disculpas: ya son muchas veces las que, despu¨¦s de entrar como elefante en cacharrer¨ªa, se asombran de las consecuencias de sus acciones y acaban para descubrir al fin que, mira por donde, sus razones eran retorcidas; al menos en la prudencia, el Vaticano, otro especialista en llegar tarde y mal a las rectificaciones con la historia, parece haber avanzado algo m¨¢s.
Pero eso, que vale para los pol¨ªticos, no vale para aquellos otros que de un modo u otro hacen del juicio independiente el norte de su oficio. Si creyeron honradamente en lo que les contaron, ahora con la misma honradez deber¨ªan estar indignados y rectificar. Enti¨¦ndase, no se trata de rectificar convicciones, de que cambien de ideolog¨ªa, sino que precisamente, en nombre de esas convicciones, de su compromiso honesto con ellas, reconozcan que esta vez se equivocaron.
Sin embargo, no parece que vayan por ah¨ª los tiros. Al rev¨¦s, ha comenzado a circular una argumentaci¨®n que, por lo que presume y por sus maneras, en su endeblez, invita a pensar que el cambio de opini¨®n no es cosa de d¨ªas. Me refiero a esa letan¨ªa que consiste en decir que no se pod¨ªa saber que no se encontrar¨ªa nada. Uno, si es racional, act¨²a desde lo que tiene o sabe hoy, desde la informaci¨®n disponible, no desde la que puede llegar a encontrar. Por eso, salvo que crea en la Divina Providencia, nadie se embarca a hacer una traves¨ªa en el desierto sin agua. Se act¨²a a partir de las pruebas o de los indicios razonables de pruebas y no para buscar las pruebas o los indicios. Si ten¨ªan pruebas o indicios en los que basar la acci¨®n b¨¦lica debieron mostrarlas. Y si mintieron es que no ten¨ªan nada. Quiz¨¢ es cosa de recordarles a los conservadores el argumento de Popper que tantas veces han utilizado para criticar las posibilidades de anticipar lo que vendr¨¢ y, por tanto, seg¨²n ellos, de cambiar informadamente la sociedad: uno no puede conocer hoy lo que conocer¨¢ ma?ana porque si no ya lo conocer¨ªa hoy. Es cierto que, no pocas veces, hay ciertas cosas que s¨®lo se descubren una vez nos ponemos en el camino, pero eso s¨®lo est¨¢ justificado si tenemos indicios de que algo podremos encontrar. Y la mejor prueba de que les faltaban razones para convencer es que tuvieron que inventarse las razones, tuvieron que mentir. Sencillamente, no ten¨ªan nada.
Cuando hoy se escucha a algunos, los que no callan, apelar a argumentos tan pantanosos como ¨¦stos, cuesta evitar la sensaci¨®n de que estamos ante una de esas estrategias huidizas tan comunes en aquellos que, pillados en falta, se resisten a reconocer la situaci¨®n. Una impresi¨®n que no se ve refutada por el entusiasmo con el que se ha acogido una resoluci¨®n como la 1.511. Ninguna resoluci¨®n puede "probar" la existencia de las armas y, por tanto, tampoco puede justificar retrospectivamente una intervenci¨®n militar que se bas¨® en la prueba de la existencia de las armas.
Un principio inexcusable del di¨¢logo democr¨¢tico, y casi de la comunicaci¨®n humana, es suponer en la sinceridad del otro. Creemos que cree en lo que dice, conf¨ªa en la fuerza de sus razones y aspira a poder persuadirnos. Como nosotros a ¨¦l. Por supuesto, la pol¨ªtica real se maneja con bastantes cosas m¨¢s y casi todas ellas act¨²an en contra de ese principio de caridad interpretativa, sobre todo en sociedades donde las desigualdades econ¨®micas se traducen en desigualdades de poder. Incluso tal vez no quepa m¨¢s remedio que aceptar que en las instituciones pol¨ªticas la carta decisiva la tienen el dinero y el poder. Pero a uno le gustar¨ªa pensar que hay ¨¢mbitos y actividades en donde, al menos tentativamente, se ha ido sedimentando, de un modo m¨¢s o menos expl¨ªcito, un m¨ªnimo c¨®digo deontol¨®gico que preserva los principios del di¨¢logo democr¨¢tico, principios que tienen bastante que ver con los de la racionalidad. No faltan algunos casos que invitan a mantener la esperanza y uno aspira a seguir discutiendo con esas gentes "de buen dispuesto entendimiento" para decirlo con el otro Cernuda, sereno y cl¨¢sico. Pero son pocos. Tan pocos que quiz¨¢ sea cosa de empezar a pensar que tambi¨¦n esta vez andemos equivocados y que la formaci¨®n aut¨®noma de las opiniones tampoco abunda entre aquellos en los que pareciera obligada. Lo cierto es que da la impresi¨®n de que muchos se apuntaron a lo que los americanos dec¨ªan, fuese lo que fuese, y que, si hubiesen dicho lo contrario, tambi¨¦n les hubiera parecido bien, tambi¨¦n les habr¨ªan jaleado. Si las cosas son as¨ª, mejor saberlo cuanto antes. Por lo menos, la pr¨®xima vez no perderemos el tiempo discutiendo con quien simplemente atiende a la voz de su amo. Aunque, instalados ya todos en la desconfianza, habremos dejado cosas bien importantes en el camino, de las que empobrecen irreparablemente a una sociedad democr¨¢tica.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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