El campo
La Orquesta Nacional de Espa?a trae a Beethoven al Auditorio de la calle del Pr¨ªncipe de Vergara. Interpretar¨¢ la sexta sinfon¨ªa suya, tambi¨¦n llamada Pastoral, bajo la direcci¨®n de Fr¨¹hbeck. Hay cola nutrida en las taquillas, pero quien dispone de localidad se muestra tan impaciente como el que teme no conseguirla. "Beethoven tiene tir¨®n", dice desde la escafandra de su impermeable una mel¨®mana en silla de ruedas. Su vigor de contralto logra abrirse camino entre los que esperan a las puertas del edificio y contrasta con la pesadumbre del clima, que no est¨¢ a la altura de la efem¨¦ride. Llueve con insistencia y se ha levantado un viento fr¨ªo, nada propicio al planteamiento de la sinfon¨ªa de Beethoven: "Despertar de sensaciones agradables al llegar al campo".
La tierra del sol perenne -as¨ª debe imaginar Espa?a el compositor de Bonn- ense?a esta ma?ana un rostro desapacible. Una carreta con trigo atraviesa la plaza de Santa Catalina de los Donados y se detiene en la tahona de pan de Viena de la calle de la Misericordia que est¨¢ enfrente del Monte de Piedad. Su estampa agobiada por la carga parece m¨¢s propia de una aldea centroeuropea que de una capital meridional. Por la calle de la Flora viene una joven dotada de gracia. Cuando los dos hombres que salen de la tahona se crucen con ella seguramente la dirigir¨¢n un piropo. Los espa?oles tienen fama de galantes y la chica resulta atractiva. Pero los hombres pasan de largo, absortos en una conversaci¨®n de altos vuelos, y la muchacha los reconoce: "Son Gald¨®s y Baroja", exclama. Y su fraseo vallisoletano y cantar¨ªn har¨ªa la delicia de cualquier coro.
Aunque treinta a?os mayor que Baroja y pr¨¢cticamente ciego, es Gald¨®s quien gu¨ªa a su colega por el barrio de sus ficciones: calle de las Hileras, plaza de Herradores, calle de Ciudad Rodrigo... En las escalinatas del Arco de Cuchilleros charlan Fortunata y Jos¨¦ Ido del Sagrario. Gald¨®s procura esquivarlos y Baroja se burla: "?Debe dinero a sus personajes, don Benito?". Nada contesta Gald¨®s, y su c¨¦lebre silencio se prolonga por la calle de Toledo. Mas, al desembocar ambos en el paseo de las Acacias y adentrarse, por tanto, en el mundo novelesco de Baroja, es ¨¦ste el que reh¨²ye a los golfos de las Injurias. Gald¨®s no le devuelve la broma, da la sensaci¨®n de que no le importa si andan por la orilla del Manzanares el Bizco y Manuel, pero a la altura del Puente de Toledo se crispa. Como si olfateara el peligro que su mala vista le impide percibir, agarra el brazo de su colega y, se?alando con la otra mano la tierra parda del sur, murmura: "Baroja, el campo".
No debiera deso¨ªr esta advertencia el concertino de la Nacional cuando ensaya la concordancia con los dem¨¢s profesores. Contra lo que suele ocurrir en estas matinales, no se ven asientos vac¨ªos. La orquesta aguarda a su director y la expectaci¨®n tensa a los asistentes. Al fin Fr¨¹hbeck sube al podio, alerta con los brazos y la ansiedad se adue?a de butacas, anfiteatros y galer¨ªas. Ya no existen oyentes ingenuos, nadie ignora esta partitura, muchos recitan sus notas de memoria y compiten con el director en dar la entrada a los instrumentos. Por eso, cuando en esta ma?ana de domingo comienza la sinfon¨ªa de Beethoven con la invitaci¨®n de los violines a frecuentar las afueras de Viena, un p¨²blico nost¨¢lgico acompa?a la excursi¨®n del compositor. "Qu¨¦ feliz soy de poder pasearme a trav¨¦s de los bosques", confiesa Beethoven, "entre los ¨¢rboles, las hierbas y las rocas".
Y todos los hombres sensatos suscriben sus palabras, porque ?a qui¨¦n no le apetece descansar junto al murmullo de un torrente, qui¨¦n no se hundir¨¢ gustoso en la fronda para recrearse con el canto del ruise?or, la codorniz o el cuco? Celebramos con Beehoven la brisa de cristal, el firmamento terso y la danza reposada y jocunda de los campesinos. Mas, conforme avanza la sinfon¨ªa, esta placidez se remueve: se presentan las nubes, a¨²lla el hurac¨¢n, culebrea el rayo, azota el aguacero en las cuerdas de los violines y la percusi¨®n propaga su formidable trueno. Al fin, la tormenta se aleja y se instala la calma, pero la resonancia de aquel universo queda en el Auditorio como una reliquia. Porque ese conjunto de ¨¢rboles, animales y plantas hecho para el deleite del hombre desapareci¨® con la expansi¨®n de Madrid, y la m¨²sica que lo evoca es el r¨¦quiem por un continente exterminado.
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