Aburrir al personal
Un d¨ªa la ciencia pol¨ªtica tendr¨¢ que plantearse por qu¨¦ algunos giros ideol¨®gicos, en la conciencia colectiva, parecen responder no ya a condiciones sociales o econ¨®micas, sino a resortes similares a la moda. Hace algunas d¨¦cadas este pa¨ªs viv¨ªa emborrachado de pol¨ªtica, y cuando no era as¨ª el estudiantado se dedicaba a pensamientos a¨²n m¨¢s abstrusos: desde el existencialismo hasta el cine de arte y ensayo. Deb¨ªa de resultar bastante asfixiante aquella ¨¦poca y hemos aprendido a contemplarla con cierta iron¨ªa, una iron¨ªa que han alentado, sobre todo, sus mismos protagonistas, aquellos leninistas a los que un socialdem¨®crata les parec¨ªa poco menos que un reaccionario, aunque ahora vivan a la sombra del Partido Popular, o aquellos sesudos existencialistas que rectifican y, a sus a?os, optan ahora por disfrazarse de mujer cuando llegan carnavales. A?os duros, s¨ª, pero el p¨¦ndulo de la historia bien que se cobrado aquella deuda. Si hubo un tiempo de revolucionarios domingueros, fil¨®sofos aficionados o poetas herm¨¦ticos, hoy nos movemos, muy al contrario, en la liviandad m¨¢s absoluta.
Ahora cualquier manifestaci¨®n intelectual debe venir antecedida por una humilde disculpa. Cualquier reflexi¨®n vagamente compleja exige un pliego de descargo, una excusa, una petici¨®n de clemencia por haber aburrido al personal. Recuerdo que durante algunos a?os frecuent¨¦ una tertulia literaria. All¨ª se hablaba de literatura como se hablaba de f¨²tbol o del tiempo, pero cierto halo de intelectualidad deb¨ªa de sobrevolar nuestra mesa, llena de poetas, columnistas y narradores que con los a?os hemos corrido diversa suerte. De vez en cuando aparec¨ªa por all¨ª alg¨²n extra?o que cada vez que la conversaci¨®n se elevaba dos palmos del suelo exig¨ªa con gesto autoritario que no nos pusi¨¦ramos pedantes, que empezaba a entrarle sue?o. Eran comentarios impertinentes, pero el tipo en cuesti¨®n (siempre era uno distinto) se cre¨ªa con derecho a reprimir el nivel de las conversaciones, como si la frivolidad, la conversaci¨®n vac¨ªa, la simpleza, estuvieran recogidas en la declaraci¨®n universal de los derechos humanos. Del mismo modo, frecuentaba el bar un periodista de trayectoria siniestra que nunca tuvo el coraje de sumarse a la tertulia, pero que siempre se desped¨ªa desde lejos entre ostentosos alaridos, alaridos recorridos por el veneno del desprecio: "?Adi¨®s, intelectuales!", nos dec¨ªa, como si se sintiera privilegiado habitante de una tercera dimensi¨®n, a salvo de nuestros laberintos.
Hubo un tiempo de excesivo intelectualismo, pero sin duda no es el nuestro. Ahora es el tiempo de la tonter¨ªa militante, de la impunidad de la memez. Ahora es el tiempo en que si viertes, en terreno no abonado, una reflexi¨®n vagamente compleja, siempre hay alguien que te corta: "No te pongas metaf¨ªsico"; "No te pongas profundo". Acabo de leer unas declaraciones del Javier Sard¨¢ que, viniendo de quien vienen, hubieran desencadenado una tormenta en cualquier sociedad civilizada: "He perdido el respeto de la profesi¨®n, pero he ganado el respeto del director de mi agencia bancaria". Supongo que, para la mentalidad dominante, mi reflexi¨®n subsiguiente ser¨¢ una muestra de intolerable elitismo, de jactancia intelectual, de prurito aristocr¨¢tico, pero al menos considero que debe constar p¨²blicamente: me interesa mucho m¨¢s un reportaje sobre los tiburones de Groenlandia que la en¨¦sima visi¨®n de las morcillas de Boris Izaguirre. Qu¨¦ le voy a hacer. Soy as¨ª de profundo.
Convendr¨ªa quitarse el miedo a ciertas palabras y actitudes, atreverse de una vez a un elitismo militante, a una firme apolog¨ªa de la inteligencia sobre la actual dictadura de la mentecatez; resistirse al presupuesto de que todos somos tan divertidos y tan desinhibidos que los juegos de la mente nos aburren. El argumento de Sard¨¢ resulta, en el fondo, profundamente inocente: ciertamente su dinero resulta envidiable, pero esa es virtud de su dinero. Nada hay en ¨¦l que pueda igualarse ni de lejos, en nuestra admiraci¨®n, a su sobrado patrimonio.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.