La embajada
El caballero que descansa junto al r¨ªo Jarama de su viaje desde Barcelona imagina que las golondrinas surcan el aire sin rasgarlo, con la delicadeza de la corriente de agua cuando lame las piedras. Por eso le sobresalta la banda de migratorias con su vuelo rasante y su piar horr¨ªsono. Para los que viven de interpretar los fen¨®menos, esa algarab¨ªa presagia una tragedia. Pero alrededor del caballero no se aprecian signos infaustos: cerca pace su montura y, m¨¢s all¨¢ del olmo donde reposa, el s¨¦quito de alquimistas y amanuenses que forman su embajada y a quienes las aves turbulentas han sorprendido en su pasatiempo: uno mantiene en alto el pu?o donde encierra los dados, sin tumbarlos sobre la manta; otro, lenguaraz y volatinero, interrumpe su disertaci¨®n sobre blasones para calificar lo que acaba de ocurrir: "En Castilla", dice estremeci¨¦ndose, "pasan cosas".
Y detr¨¢s de lo que parece una obviedad del ingenioso crece un silencio lleno de temores. Sin duda todos los d¨ªas suceden acontecimientos en Castilla, como en cualquier territorio grande, pero el que ahora se celebra en la capital del reino, y al que esta embajada acude desde Barcelona, no tiene relaci¨®n con las desgracias de la guerra o la conquista de pa¨ªses o de continentes. Es un suceso familiar, pac¨ªfico y hermoso, el que justifica el viaje del caballero y su cortejo: la boda de los pr¨ªncipes madrile?os, un fasto repleto de venturas que ning¨²n augurio parece capaz de empa?ar. Porque hasta los enemigos de la monarqu¨ªa desean glorias sin cuento a la pareja de novios y una prole numerosa y gordita.
Est¨¢ que no cabe de gozo la ciudad de Madrid, aunque sometida a la tiran¨ªa de los constructores fara¨®nicos que la revientan en sus partes m¨¢s ¨ªntimas: la Puerta del Sol, la carrera de San Jer¨®nimo y las calles de Arenal y Mayor han transformado su liso pavimento en cordilleras. Pero el pueblo soberano las escala con risa amplia y mucha burla a su regidor. De ¨¦l y de sus controversias con la gobernanta se habla en el fig¨®n de la plaza de la Paja donde recala la embajada barcelonesa. Alguien, sin duda por pol¨ªtica, discrepa de tanta maledicencia. Otros le contradicen, enseguida se cruzan los insultos y deslumbran las navajas, pero el caballero barcelon¨¦s pone paz con la autoridad de un juez. Sobre su voz se alza la de quien le estima. Es el m¨¢s madrile?o de todos los ingenios de la Corte, alt¨ªsimo literato, el que recita la copla que le alude: "Hombre es que sabe mucho / ?C¨®mo se llama? / Perucho". Y al o¨ªr pronunciar su apellido, el caballero barcelon¨¦s se dobla en una reverencia antes de estrechar en sus brazos al amigo Lope de Vega.
Por el sucinto desfiladero en que ha convertido el municipio la calle de Bail¨¦n avanzan las comitivas hacia el trono situado en la plaza de la Armer¨ªa. Por salirse de la fila y adelantar indebidamente, muchas despe?an sus carruajes por el Campo del Moro. La embajada barcelonesa se comporta con sentido y as¨ª, aunque con retraso, llega a saludar a los pr¨ªncipes. Sus regalos muestran su refinado gusto: collares, anillos, diademas, manteler¨ªas... Pero los ojos de la princesa parecen reclamar algo m¨¢s sorprendente, y el caballero barcelon¨¦s se felicita de haber adivinado su intenci¨®n cuando le presenta el testimonio de fantas¨ªa y belleza de sus obras completas. Muy emocionada las agradece la princesa mientras acaricia los vol¨²menes repujados. Pero, acostumbrada a ser complacida, su mirada reclama ese don con el que ameniza el caballero las veladas literarias de la academia de los ficticios. Y el caballero, para complacerla, se dispone a recitar a Foix.
El caballero empieza el soneto: "Me gusta pasear por los enclaves de otros tiempos". Y el ¨²ltimo de los catorce versos declamados es una declaraci¨®n de principios: "Me exalta lo nuevo y me enamora lo viejo". Aplauso un¨¢nime y, lo que nunca se ha visto en el protocolo, la futura reina se levanta del sill¨®n y abraza a su juglar. ?Que la pasi¨®n de la literatura disculpe su arrebato! Imprevistamente, la alegr¨ªa desaparece de su rostro y sus reales ojos captan el maleficio de esa infame turba que inquiet¨® al caballero cuando reposaba a las puertas de Madrid. Intuitiva, la princesa murmura: "No nos deje, Perucho", y con maternal osad¨ªa tiende su mano para retenerle. Pero ya el caballero se pierde en el horizonte y a la princesa, ay dolor, s¨®lo le quedar¨¢ el consuelo de abrir sus libros a la ca¨ªda de la tarde.
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