La suerte
En la calle titulada Alcalde Sainz de Baranda, a la altura de aquel cine de sesi¨®n continua donde mis padres tuvieron la humorada de concebirme mientras en la pantalla se proyectaba una de Fellini, me ocurre lo mismo que a san Pablo cuando viajaba a Damasco y cay¨® del caballo y oy¨® la bronca de Dios y desde ese d¨ªa reneg¨® de su pasado y abraz¨® la fe verdadera. S¨®lo que, como no soy san Pablo, no me habla Dios, sino un contratado de la Administraci¨®n de Loter¨ªas que a trav¨¦s de los auriculares me anuncia el gordo de Navidad. Entonces, como si me hubiera ca¨ªdo del caballo y nacido a una nueva vida, pongo en marcha la primera de las opciones que program¨¦ para un supuesto como el que acaba de producirse: pido un taxi por el m¨®vil. Muchos veh¨ªculos desfilan con la luz verde y el cartel de "libre" en el parabrisas antes de que la portavoz del servicio, se?orita Alondra, recoja mi llamada.
La se?orita Alondra me aconseja caminar por la acera de esa calle de nombre infinito hasta que se me identifique el taxista que ha de trasladarme al aeropuerto de Barajas con destino a un punto del mundo que s¨®lo confiar¨¦ a quien me venda el billete. Me propongo evitar las preguntas de la funcionaria de AENA sobre mi falta de equipaje y los interrogatorios de la televisi¨®n vespertina sobre mi funcionamiento er¨®tico. Huyo de la curiosidad espa?ola, pero mal he de cumplir este fin si no dispongo de medios. Consulto el plano del metro y descubro que un transbordo en la estaci¨®n de Colombia me sit¨²a antes en el aeropuerto que si lo hago por la autopista. Me propongo cancelar mi solicitud de taxi, mas no logro comunic¨¢rselo a la se?orita Alondra ya que en el subsuelo no tengo cobertura. Quedo debajo de la maldita calle y por el techo se filtra una lluvia. La atribuyo a un desahogo del taxista que me espera.
De haber seguido en el subterr¨¢neo, ni me acordar¨ªa de san Pablo. Pero de la misma manera que ¨¦ste descabalg¨® cuando menos lo pensaba, yo caigo en la cuenta de que he pasado de fugitivo de la fortuna a perseguido del taxi. Porque no quiero faltar a mi palabra en cuesti¨®n de transporte, salvo a la carrera torniquetes y escaleras mec¨¢nicas. Pero, a punto de regresar a la boca de metro por donde me introduje y ocupar el taxi que encargu¨¦, un descuido me roba la libertad de movimientos. La costalada es de ¨®rdago, dejo admirados a los rateros de raza y desconcertada a la estudiante de enfermer¨ªa que me dispensa los primeros auxilios. Su t¨¦cnica no me provoca la curaci¨®n, sino una crisis ¨ªntima y muy pegajosa. Con un puntazo de celos, la enfermera no entiende mi sa?a en besar el asfalto. En mi estado comatoso me alivia considerar que tambi¨¦n san Pablo se dirig¨ªa a un auditorio de incr¨¦dulos.
Hubiera llegado antes al Gregorio Mara?¨®n arrastr¨¢ndome como una tortuga que con la ambulancia de urgencias. Horas despu¨¦s de haberla convocado, y en vista de que no aparece, mi enfermera suplica a un taxi que nos lleve al hospital que est¨¢ a menos de 50 metros. Mientras baja la bandera, el conductor nos comenta que en ese mismo centro sanitario debe alojarse, muerto o gravemente herido, el cliente que le cit¨® esta ma?ana a trav¨¦s de la se?orita Alondra. Desde entonces lo busca en esa calle de nombre kilom¨¦trico y de vez en cuando maldice a la citada se?orita por haberle proporcionado un contacto dudoso. Como se olvida de conducirnos a nuestro destino, la enfermera aprovecha un sem¨¢foro en rojo y me saca del taxi sin pagar la tarifa. Por si no tuviera bastante roto el cuerpo, me parte el alma la impotencia del ch¨®fer ante el sino que le adhiere a esa calle impronunciable.
Entre los desafortunados de todo g¨¦nero que se concentran en la zona hospitalaria de urgencias despierto la misma expectaci¨®n que un atleta en una tribu de can¨ªbales. Minuciosamente escayolado me marcho del centro con el alta en el bolsillo. S¨®lo permanece exenta de vendajes esa mano con la que al saberme agraciado por la suerte agarr¨¦ el m¨®vil que conect¨® con el taxista y desencaden¨® esta serie de desencuentros. Para animarme, la joven enfermera la toma entre las suyas. Su cari?o me mueve a informarla de mi relaci¨®n con la loter¨ªa de Navidad. Tembloroso le pregunto si le gustar¨ªa compartir el premio. Ella no desconf¨ªa, pero pospone su decisi¨®n a cuando se celebre el sorteo. La revelaci¨®n me hace caer del guindo, igual que san Pablo del caballo. Deduzco: lo m¨¢s importante de la vida es la salud.
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