Contra la amnesia
Han pasado apenas unos tres a?os y los peruanos comienzan a olvidarse ya de los horrores que vivieron los diez a?os que dur¨® la dictadura de Fujimori y Montesinos. Connotados esbirros de corbata blanca y dom¨¦sticos intelectuales del r¨¦gimen de asesinos y clept¨®manos que saque¨® al pa¨ªs y envileci¨® todas las instituciones, y que se salvaron de ir a la c¨¢rcel nadie sabe por qu¨¦, reflotan poco a poco en la vida p¨²blica, y las p¨¢ginas sociales los retratan dando clases de gram¨¢tica, y a veces de moral, o en los c¨®cteles, el vaso de whisky en la mano y la sonrisa de oreja a oreja, proponiendo olvidar el pasado y la reconciliaci¨®n de la familia peruana. En los medios, rara vez aparece una informaci¨®n sobre los cr¨ªmenes, mentiras, estafas, robos, torturas, desapariciones que marcaron esa d¨¦cada, pero, en cambio, son frecuentes, y a menudo feroces, las diatribas contra los jueces, fiscales y procuradores que osan proseguir las investigaciones y los juicios contra los corruptos, traficantes y asesinos y sus c¨®mplices, a quienes se acusa de ensa?arse por una enfermiza sed de venganza contra aquellos infelices compatriotas. Si las encuestas no mienten, a uno de cada cinco peruanos le gustar¨ªa que el delincuente pr¨®fugo refugiado en el Jap¨®n, pero que tiene un programa de radio en el Per¨², volviera al poder.
Es verdad que buena parte de este lastimoso espect¨¢culo es un montaje fabricado por los fujimoristas presos, enjuiciados o huidos, que todav¨ªa poseen un gran poder econ¨®mico a consecuencia de sus negociados y una inserci¨®n considerable en los medios de comunicaci¨®n. Pero tambi¨¦n lo es que, de acuerdo a una costumbre tan antigua como el Per¨², una parte considerable de la ciudadan¨ªa, al verse frustrada en sus esperanzas de que la restauraci¨®n de la democracia le diera empleo o mejorara sus niveles de vida, se ha puesto, contra toda raz¨®n, a hacer suya la creencia de que cualquier tiempo pasado fue mejor y a echar de menos a Fujimori. Aquella peste del olvido que aquej¨® a Macondo empieza, una vez m¨¢s en nuestra historia, a socavar, poquito a poco, la precaria y apenas renaciente democracia peruana.
Uno de los peruanos que se resiste a aceptar este degradante estado de cosas es Alonso Cueto, un escritor que, como un manifiesto contra la amnesia pol¨ªtica, acaba de publicar una novela que resucita en p¨¢ginas recorridas por una rabia fr¨ªa y una indignaci¨®n contagiosa los aspectos m¨¢s sucios y sanguinarios de los a?os en que Fujimori y Montesinos fueron los amos del Per¨²: Grandes miradas. La historia est¨¢ basada en un hecho real y un personaje que existi¨®, una de las incontables salvajadas que se cometieron en aquellos a?os y que, debido a la humildad de la v¨ªctima y al nulo poder de su familia para desencadenar una protesta efectiva, permaneci¨® desconocida del gran p¨²blico y, por supuesto, impune. Un oscuro juez, un hombre del mont¨®n, en la novela llamado Guido Pazos (y en la vida real C¨¦sar D¨ªaz Guti¨¦rrez), se encontr¨® de pronto convertido en un peque?o obst¨¢culo para las constantes tropel¨ªas judiciales que perpetraba el Servicio Nacional de Inteligencia, instrumento de Montesinos, porque redactaba sus informes o dictaba sus fallos de acuerdo a su conciencia, sin obedecer las ¨®rdenes en contrario que le impart¨ªan sus superiores. El SIN lo hizo asesinar, despu¨¦s de torturarlo con una crueldad demencial, por tres de los forajidos que le serv¨ªan para estas operaciones, y disfraz¨® el asesinato pol¨ªtico de crimen com¨²n.
Guido Pazos no se sent¨ªa un h¨¦roe, ni mucho menos. Ni siquiera le interesaba la pol¨ªtica. Le gustaba su oficio, impartir justicia, y trataba de hacerlo lo mejor posible, sabiendo muy bien que pod¨ªa a veces errar. Era un cat¨®lico practicante y su sentido del deber lo hab¨ªa heredado tal vez de sus padres, gentes sencillas, rectas y limpias a las que quer¨ªa emular. Sab¨ªa muy bien que, neg¨¢ndose a redactar sus informes o sentencias como le ordenaban los rufianes que gobernaban el Per¨², pon¨ªa en peligro su carrera, acaso su vida, y naturalmente que esto lo angustiaba y llenaba de pavor. Pero, simplemente, la decencia que hab¨ªa en ¨¦l era m¨¢s fuerte que su miedo -una decencia visceral-, y, aunque esto lo tuviera desvelado en las noches y viviera en constante sobresalto, segu¨ªa actuando de acuerdo con sus principios, sabiendo muy bien que nadie se lo agradecer¨ªa, que si le ocurr¨ªa algo a nadie le importar¨ªa, y, sobre todo, que su sacrificio ser¨ªa totalmente in¨²til, incapaz de hacer la menor mella en el todopoderoso r¨¦gimen, y que sus propios colegas se limitar¨ªan ante su cad¨¢ver a sacar la inevitable conclusi¨®n: "?l se las busc¨®".
?Hubo muchos Guido Pazos, es decir, muchos C¨¦sar D¨ªaz Guti¨¦rrez, en aquellos a?os de la desverg¨¹enza? Es imposible saberlo, desde luego, porque gentes como ellos no salen en los peri¨®dicos ni en la televisi¨®n, y no asoman jam¨¢s en los libros de historia: viven y mueren en el anonimato. Pero son gentes as¨ª las que forjan, de esa manera discreta, con su conducta cotidiana y consecuente con un ideal y unos valores, la verdadera grandeza de un pa¨ªs, los que crean una cultura c¨ªvica, los que cargan de sustancia real a las ideas de libertad, de justicia, de coexistencia, los que hacen posible que una democracia funcione de verdad y los que vacunan a las sociedades contra las dictaduras. Un Guido Pazos basta para salvar el honor de la instituci¨®n a la que pertenec¨ªa, en la que tantos jueces por cobard¨ªa o venalidad legitimaron tantos atropellos, absolvieron a tantos delincuentes y cohonestaron los peores tr¨¢ficos y enjuagues de la podredumbre fujimorista.
Buena parte de este testimonio retrospectivo de la claudicaci¨®n de una sociedad ante una dictadura que es Grandes miradas ocurre en el mundo de las comunicaciones, los peri¨®dicos y la televisi¨®n, que todo r¨¦gimen autoritario se apresura siempre a poner a su servicio porque ellos le permiten manipular a la opini¨®n p¨²blica, haciendo pasar mentiras por verdades, verdades por mentiras, calumniar a sus cr¨ªticos y ensalzar a sus sirvientes. La verdad es que el envilecimiento de buena parte de los medios de comunicaci¨®n comenz¨® en el Per¨² mucho antes de Fujimori, en 1974, cuando la dictadura militar del general Velasco Alvarado expropi¨® los diarios, las estaciones de radio y los canales de la televisi¨®n y los puso en manos de periodistas mercenarios -el dictador los llamaba sus mastines-, cuya funci¨®n consist¨ªa en ba?ar de incienso y loas todas las decisiones del poder, impedir las cr¨ªticas y ba?ar en mugrea los silenciados adversarios. Al retornar la democracia, en 1980, Belaunde Terry devolvi¨® todos los medios a sus propietarios, pero el mal estaba hecho: el periodismo hab¨ªa adquirido unas costumbres y descendido a unos niveles de mediocridad y falta de ¨¦tica de los que nunca ha podido sacudirse, aunque haya, claro est¨¢, aquellas excepciones que sirven para confirmar la regla. La dictadura de Fujimori, por eso, no tuvo necesidad de apoderarse de los diarios, las radios y los canales (lo hizo s¨®lo con uno): le bast¨® corromper a sus due?os y a un pu?ado de periodistas, asust¨¢ndolos o compr¨¢ndolos, y de este modo, salvo unas publicaciones para las que sobraban los dedos de una mano, tuvo a una prensa d¨®cil, ciega y sorda, o abyectamente servil. Con la excepci¨®n de una humilde redactora, ?ngela, a la que un sobresalto ¨¦tico semejante al del inolvidable personaje de la novela de Tabucchi Sostiene Pereira convierte en justiciera, todos los periodistas de diarios y televisi¨®n que circulan por el libro de Alonso Cueto producen n¨¢useas.
Es muy dif¨ªcil escribir una novela comprometida con una actualidad pol¨ªtica tan cercana como Grandes miradas sin que ella parezca en muchas p¨¢ginas m¨¢s reportaje que ficci¨®n, aun en aquellos personajes o sucesos visiblemente inventados que, por vecindad y contaminaci¨®n, tienden a imponerse al lector tambi¨¦n como tomados de la historia reciente y apenas retocados. De otro lado, los grandes gerifaltes de la dictadura, Fujimori y Montesinos, est¨¢n todav¨ªa demasiado pr¨®ximos y con unas biograf¨ªas a¨²n haci¨¦ndose, lo que es un obst¨¢culo mayor para convertirlos en personajes de ficci¨®n, es decir, para que un novelista los deshaga y rehaga con absoluta libertad, transform¨¢ndolos de pies a cabeza en funci¨®n de las necesidades exclusivas de la historia novelesca. Esto hace que, curiosamente, los dos personajes m¨¢s reales de Grandes miradas resulten los menos realistas, los m¨¢s desva¨ªdos y abstractos. Pese a ello, uno de los episodios m¨¢s vivaces del libro es el primer encuentro de Gabriela, la compa?era del asesinado Guido Pazos, con Montesinos, en el hotel de Miraflores donde ¨¦ste celebraba sus org¨ªas -whisky y putas a granel- con los generales adictos. El personaje adquiere all¨ª, por un momento, una fuerza viscosa y un halo pestilencial que se graban en la memoria del lector como una pesadilla.
El libro est¨¢ escrito con gran econom¨ªa, en una prosa r¨¢pida y arrolladora, que mezcla descripciones, di¨¢logos, reflexiones y mon¨®logos en una misma frase, y se compone de episodios ce?idos, breves como vi?etas, que recuerdan a veces los crucigramas que eran las novelas de John Dos Passos. Se lee con un inter¨¦s cargado de ira y de disgusto, y deja en el lector la impresi¨®n de que ser¨ªa falso confinar esta historia en el estricto dominio de la literatura, porque es m¨¢s o menos que ese quehacer que modifica la realidad y la embellece y eterniza con palabras, creando una realidad aparte, otra vida. No: Grandes miradas no sale de este mundo, es una inmersi¨®n brutal en una vida recient¨ªsima, que todav¨ªa colea e infecta la vida peruana, una vida hecha de muerte y mentira, de tr¨¢ficos inmundos, de cobard¨ªa y vilezas inconmensurables, y de algunos hero¨ªsmos secretos de aquellos seres que Camus llamaba los justos, esos seres humanos que, seg¨²n la tradici¨®n b¨ªblica, son tan puros y tan ¨ªntegros que bastan para redimir los pecados de toda su sociedad.
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