El espejo
Cuando Luis salga del metro de Quevedo por la calle de Arapiles y, tras no m¨¢s de diez pasos, lea la placa correspondiente a la calle de Fernando el Cat¨®lico, imaginar¨¢ a Luisa agitando brevemente la mano desde su ventana del edificio de los n¨²meros impares en se?al de adi¨®s al caballero que, en la acera opuesta y seg¨²n ten¨ªa por costumbre, respond¨ªa con prisa a su saludo y tomaba la calle de Magallanes a la m¨¢xima rapidez que permit¨ªa su discreci¨®n y el discurrir de los transe¨²ntes. Torc¨ªa luego por la de Fern¨¢ndez de los R¨ªos sujet¨¢ndose el sombrero y, sin aminorar su urgencia ni el presentimiento de que le espiaban, abordaba la avenida de Bravo Murillo hacia la zona del Canal de Isabel II, donde se disimulaba entre los jubilados que a esa hora del aperitivo paseaban con los peque?os o compraban en la tahona o en los ultramarinos.
Y mientras el caballero apresurado se obstinaba en distanciarse del punto en el que se hab¨ªa despedido de Luisa -y llevaba su cautela al extremo de no frecuentar el resto de la semana esa zona, por m¨¢s que al ser vecino del barrio fuera un empe?o dif¨ªcil-, Luisa aplacaba el temblor del visillo que hab¨ªa removido, cerraba la ventana del sal¨®n, bajaba la persiana y, a la carrera por el pasillo, penetraba en el aseo, encend¨ªa la llave de la luz, abr¨ªa el armarito, sacaba el detergente y el pa?o y limpiaba el espejo del lavabo sin mirarlo siquiera, con la energ¨ªa de quien desea borrar de su superficie lo que no est¨¢ habituado a retratar. Y es que, en efecto, lo que Luisa ansiaba eliminar del cristal pertenec¨ªa a la esfera del remordimiento de conciencia y por ello no resultaba f¨¢cil de disolver, ya que no presentaba el rostro de la rutina, sino la huella de una pasi¨®n amorosa.
El individuo de sienes plateadas que abr¨ªa la puerta del piso de Luisa tras su jornada laboral en las oficinas del Canal de Isabel II, se extra?aba de sorprenderla en la limpieza del ba?o, cuando otros d¨ªas a esta hora compon¨ªa el almuerzo. Como su interlocutora no daba una respuesta a esta alteraci¨®n dom¨¦stica -porque bajaba la vista y se ruborizaba-, su demanda de explicaciones se hizo m¨¢s puntillosa, y como Luisa no modific¨® su actitud, ¨¦l se entreg¨® a una desconfianza permanente, m¨¢s propia del espionaje pol¨ªtico que de una relaci¨®n conyugal. Y este trastorno psicol¨®gico, en que quien lo padece recela hasta de lo inconcebible, le aboc¨® al tremendo dislate que incluso los reporteros de colmillo retorcido difundieron consternados, por la gravedad del acontecimiento perpetrado en un barrio pac¨ªfico por unos ciudadanos sin antecedentes penales.
La tragedia ocurre a mediod¨ªa, en los alrededores de la explanada del Canal de Isabel II, en una ma?ana limpia de nubes y con una temperatura propia de la primavera fermentada, en uno de esos raptos en que la ciudad se recoge en meditaci¨®n s¨²bita y no emite sonoridad ni registra movimiento, como si gustosamente se brindara a posar para la posteridad. Es en esa circunstancia de paz absoluta, cuando un disparo de pistola surgido del inmueble de oficinas del Canal -seg¨²n la reconstrucci¨®n policial de los hechos-, corta el andar veloz del caballero que en ese instante pasaba por debajo del edificio p¨²blico; su figura se desploma casi al mismo tiempo que se produce el disparo y su sangre se mezcla con la del suicida de sienes plateadas que desde la ventana del tercer piso donde ha brotado la agresi¨®n, se arroja seguidamente al pavimento.
Tras las primeras indagaciones, Luis camina desde la boca del metro de Quevedo -en su salida de Arapiles- a la calle de Fernando el Cat¨®lico en la esquina con la de Magallanes. Por corazonada cient¨ªfica se dirige al piso en cuya ventana a¨²n tiembla el visillo desplazado por la mano que ha despedido al caballero presuroso. La mujer que abre la puerta de su casa recibe la noticia de la doble desgracia con el rubor y los temblores que excitaron las sospechas de su marido. Quiz¨¢ para ocultarlos se cubre la cara mientras retrocede hacia el aseo en el que permanece encendida la bombilla. Luis la sigue, intentando tranquilizarla. Ella entra primero en el cuarto y no puede impedir que ¨¦l tambi¨¦n lo haga. Por instinto profesional, Luis se encomienda a la revelaci¨®n del espejo y ya una nube empa?a lo que en ¨¦l se reflejaba para desesperaci¨®n de quien no volver¨¢ a vivirlo.
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