Con dos palos y un tambor
Hoy es la fiesta grande de mi ciudad adoptiva, ya saben, la de los tambores. S¨®lo que para disfrutarla al cien por cien hay que haber nacido con un tambor en la cabeza (en el imaginario que se dice ahora). O mamas el tambor desde que naces o no le encuentras sentido a ir aporreando por ah¨ª un parche. Y menos con ¨ªnfulas de h¨²sar. Porque para disfrutar del tambor hay que haber nacido con el uniforme por dentro. Luego, ya se encargar¨¢ ¨¦l s¨®lo de salir. Suele asomar generalmente por la ¨¦poca del colegio, justo cuando al chaval le gustar¨ªa destrozarlo emulando gestas de piratas o batallitas de avancarga. Desafortunadamente s¨®lo podr¨¢ desfilarlo. Lo bueno es que pese a la cara de aburridos con la que desfilan los mocetes, les debe de marcar tanto que cuando se hacen mayores se pegan por hacer lo mismo. Pero entonces existen otros ingredientes. El puro, por ejemplo. Y las cenas bien regadas. Dicen quienes m¨¢s saben que la tamborrada naci¨® como parodia de los desfiles militares. Apostar¨ªa a que se est¨¢ parodiando a s¨ª misma para as¨ª, en un proceso de doble negaci¨®n acabar afirm¨¢ndose, porque hay que ver con qu¨¦ marcialidad desfilan los contribuyentes. Pero al cabo -o quiz¨¢ al sargento- fiesta es y en su honor me gustar¨ªa proponerles un men¨² festivo pero con miga.
Comenzar¨¦ por un aperitivo de justicia porque para eso se habla no s¨¦ si de 17 o de una sola m¨¢s uniformada (?y tamborrera?). Ser¨¢ un pintxo de ojo ciego de justicia sobre lecho de dudas y pur¨¦ de morr¨®n: resulta que un tribunal le ha puesto una multa de poco m¨¢s de 200 euros a cierta pareja que abandon¨® a la abuela en una gasolinera, en cambio otro tribunal ha puesto una multa de unos 1.400 euros a un desaprensivo que abandon¨® a su perro. Sabido es que para muchos vale m¨¢s un perro que una abuela, pero no deber¨ªa ser el caso de los jueces. A riesgo de pasar por tonto me pregunto si no valdr¨ªa m¨¢s proponerse solucionar este tipo de desarreglos que poner el acento en la cuesti¨®n de cu¨¢l ser¨¢ el m¨¢s supremo. Tras el supremo cuadrar¨ªa una suprema de pintada pero casi les voy a contar un ajoarriero de Iribarren. Resulta que cierto d¨ªa se hallaban reunidos en la pe?a del C¨ªrculo de su Tudela natal varios amigos comentando las cosas raras que hab¨ªan comido. Uno aseguraba haberse atizado un chilindr¨®n de perro, otro (y no era brujo) unas sopicas de sapo, aqu¨¦l una fricas¨¦ de mula de varas. Rem¨®n, que era un sujeto de aupa, permanec¨ªa muy silencioso, demasiado. Cuando por fin le preguntaron qu¨¦ hab¨ªa comido ¨¦l de raro, les solt¨® impert¨¦rrito: "Una cosa que no ha comido nadie, pantasma". Sirva el cuento para quienes se creen que han descubierto la gaseosa dise?ando los planes m¨¢s raros: ojito con los Remones.
Esto me ha hecho recordar que Chesterton refiere una an¨¦cdota tambi¨¦n gastron¨®mica que le sucedi¨® a una t¨ªa suya y que le viene al pelo para ilustrar los problemas que puede ocasionar la no comunicaci¨®n (dialogar es otra cosa) o el comunicarse por medios indirectos. La t¨ªa de marras va a pasar unos d¨ªas a casa de su amiga. Un viaje imprevisto hace que la amiga no pueda atenderla pero cree que todo ir¨¢ bien ya que la deja en manos de una criada ejemplar. El ¨²nico problema es que, por aquellos tiempos, no hab¨ªa excesiva comunicaci¨®n entre las clases, de modo que la pobre criada urde un plan mudo para dar de desayunar a la invitada y desayunar ella lo mismo. El truco consiste en ponerle una raci¨®n excesiva de tocino a la invitada, para que le quede alguna loncha a ella. Comienza sirvi¨¦ndole cinco lonchas que la t¨ªa de Chesterton engulle a trancas y barrancas por educaci¨®n. Al d¨ªa siguiente, la invitada se encuentra con siete lonchas que tambi¨¦n se mete a pechos por aquello de que no se debe desperdiciar la comida. M¨¢s tarde ser¨¢n nueve o diez lonchas y siempre ocurrir¨¢ lo mismo, que una se empacha mientras la otra se queda con las ganas. No hace falta cambiar el tocino por la velocidad para percatarse de que nos podr¨ªa estar sucediendo lo mismo. Hablo de otros desayunos, ratapl¨¢n.
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