La lucidez apocal¨ªptica de Melville
EL PA?S ofrece el lunes y el martes, a 1 euro cada una, las dos entregas de 'Moby Dick', una grandiosa novela de aventuras
Comencemos por el final. Ismael, el narrador de Moby Dick, la voz que nos habla al o¨ªdo como si Herman Melville escribiese con diamante en un vinilo, ese muchacho embarcado en un viaje fat¨ªdico, encuentra su bote salvavidas en un ata¨²d, preciosa propiedad de su amigo, el arponero Queequeg. Arrastrando al barco y a sus hombres, el capit¨¢n Ahab se ha ido al fondo con su obsesi¨®n, con la ballena blanca, confundidos al fin en un mismo destino y acaso en un mismo ser. Pero Ismael, el narrador, la voz que ha sobrevivido al naufragio, flota en el ata¨²d y sobre las tablas de su nombre b¨ªblico, aquel que nos remite al hijo de Abrah¨¢n y la esclava Agar, aquel que encontr¨® una segunda existencia en la expatriaci¨®n.
Es importante que Ismael se haya salvado. Lleva nuestro tesoro, algo m¨¢s valioso que el ¨¢mbar gris de las ballenas y tan importante como el esperma de los cachalotes para las l¨¢mparas: ?es el custodio de la historia! Pero es tambi¨¦n muy importante esa manera en que sale a flote este Ismael-Melville. Es la prueba dactilar, el ADN de su modernidad. Perspectiva madurada en la mejor barrica de Shakespeare, la de la iron¨ªa. De tal manera que, intuyendo que nos desplazamos hacia una tragedia irremediable, advertidos antes de zarpar en la Capilla de los Balleneros por la lucidez apocal¨ªptica del reverendo cascarrabias Mapple (a quien siempre recordaremos encarnado en Orson Welles, en la inolvidable versi¨®n cinematogr¨¢fica que dirigi¨® John Huston), sin embargo, y pese a su fama de extraordinaria "pesadilla", Moby Dick avanza en alegre singladura, llevada por una brisa ir¨®nica y, en muchas ocasiones, por humor¨ªsticos golpes de remo. Jocosos y desternillantes son los cap¨ªtulos donde se narran los respectivos encuentros competitivos con el ballenero alem¨¢n Jungfraug (Virgen) y con el franc¨¦s Bouton de Rose (Capullo de Rosa). ?Y qu¨¦ decir de las relaciones entre Ismael y el arponero "can¨ªbal" Queequeg , tatuado y fosforescente como Sex Pistol? Ismael nos habla con un gui?o de "apret¨®n conyugal", al despertar de la primera noche que duermen juntos.
Avanza, s¨ª, Moby Dick hacia un desenlace tr¨¢gico, que es a la vez el desarrollo magn¨ªfico, vibrante, de la mayor de las iron¨ªas, de la que se ha dado en llamar iron¨ªa del destino. A esa iron¨ªa divina, el capit¨¢n Ahab responde con un tozudo desaf¨ªo, sabiendo, quiz¨¢s, que el combate est¨¢ ama?ado. Y ¨¦sa es tambi¨¦n, si nos empe?amos en interpretar, una de las posibles interpretaciones de Moby Dick. La de una formidable blasfemia. Uno de los grandes momentos de la literatura universal es ese en que Ahab, que parece va a enternecerse cuando le recuerdan los d¨ªas suaves y azules de Nantucket y la mano del ni?o en la colina, aparta la mirada y larga su mon¨®logo que leemos como un conmovedor y fiero adi¨®s: "?Dormir? S¨ª, y nos oxidaremos en medio del verdor (...)". Y esto despu¨¦s de agitar los mares con un perturbador interrogante: "?Qui¨¦n condenar¨¢ cuando el propio juez sea arrastrado ante el tribunal?".
Hoy esta novela, aparecida en 1851, forma parte de nuestra mitolog¨ªa. Y al margen del tiempo convencional, como los antiguos relatos protagonizados por Jon¨¢s, Ulises o Simbad. Moby Dick es un cl¨¢sico en el sentido de obra inagotable, en la que siempre descubrimos un cargamento extra, una nueva onza de oro, una botella de licor que el puritano despensero hab¨ªa ocultado al arponero lector. Pero en la ¨¦poca de su publicaci¨®n, la novela de la caza de la ballena blanca fue recibida con m¨¢s pena que gloria, y eso que naci¨® en el "momento", en la d¨¦cada en que brota fecunda la literatura nacional en Estados Unidos por la que hab¨ªa clamado Emerson. La fama de Moby Dick se debe a un reconocimiento posterior al fallecimiento de Melville (1819-1891), que muri¨® de aduanero en un relativo olvido, con una existencia final bastante semejante a la de otro de sus ahora c¨¦lebres personajes, el humilde escribiente Bartleby que trastorna el mundo de Wall Street, el del capitalismo impaciente, con una disculpa simple que tendr¨¢ el alcance futurista, ya lo ver¨¢n, de una revoluci¨®n ¨¦tica: "Preferir¨ªa no hacerlo".
Tambi¨¦n en la traves¨ªa de Moby Dick como obra hay una cierta iron¨ªa del destino. Digamos que sali¨® a flote en el ata¨²d de Melville. Desde principios del siglo XX se abre paso en la niebla. William Faulkner, por ejemplo, declara que es la novela que le hubiera gustado escribir. Pero Melville, en aquella navegaci¨®n febril que fue la escritura de Moby Dick, supo que se tra¨ªa algo formidable entre manos. "?Dadme una pluma de c¨®ndor!", pide el narrador. La cr¨ªtica espa?ola est¨¢ hoy enzarzada entre la poes¨ªa de la experiencia y el conocimiento. Pues bien, hubo un tiempo en que la cr¨ªtica norteamericana distingu¨ªa con mejor tino entre escritores "pieles rojas" y "rostros p¨¢lidos". Herman Melville fue un gran escritor "piel roja". Escribi¨® en la frontera, en el l¨ªmite. Ismael proclama que se embarca para "ahuyentar la melancol¨ªa y regular la circulaci¨®n". As¨ª escribe Melville la gran aventura marina, la que no se limita a la floritura de los actos, sino que navega de fuera adentro y de dentro afuera, donde el sudario del mar se funde con la piel humana. Y donde el bote de la vida se sostiene sobre un humor capaz de ver que la cola de la ballena es m¨¢s hermosa que el brazo de un hada.
Babelia
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