Libertad contra integrismo religioso
El integrismo religioso y el terrorismo moral explicitado estos d¨ªas por la Conferencia Episcopal, vali¨¦ndose de su cobertura institucional y del avance ideol¨®gico no s¨®lo permitido, sino potenciado, por el actual gobierno del Partido Popular y las diferentes sectas cat¨®licas presentes e influyentes en ¨¦l -Opus Dei, Legionarios de Cristo-, obliga a una respuesta: tolerancia cero como contestaci¨®n p¨²blica, y no a dar el silencio por respuesta. Una respuesta a la que, como ciudadana laica y sensibilizada frente a la violencia de g¨¦nero, me sumo individualmente, haciendo uso de mi libertad de pensamiento, de opini¨®n y de expresi¨®n, y del respeto que hay que exigir ante esas libertades b¨¢sicas a los se?ores obispos, para m¨ª, simples ciudadanos que gustan vestir con indumentarias parad¨®jicamente feminizadas. Respeto y no intromisi¨®n, por ejemplo, ante la defensa de libertades personales como las uniones de hecho, las parejas homosexuales, los anticonceptivos, el aborto, o lo que ellos denominan revoluci¨®n sexual. Porque todo esto tiene mucho que ver con la dignidad humana, con la libertad, y en definitiva con el amor, en cualquiera de sus diversas formas ("ama y haz lo que quieras" dijo San Juan, proscrito en estas cuestiones); y, en cambio, tiene muy poco que ver con la violencia, en concreto, con la violencia moral, ideol¨®gica e institucional que esta iglesia fuertemente patriarcal ha ejercido a lo largo de siglos, de una forma particular contra las pobres mujeres. Mujeres que, seg¨²n las voces de autoridad religiosa, no ten¨ªan alma, no eran seres aut¨®nomos sino costillas, y tampoco ten¨ªan inteligencia humana adulta sino que se encontraban en un estadio intermedio entre el animal y el hombre, al que, por lo mismo, deb¨ªan obediencia y sumisi¨®n. Porque para cumplir su ¨²nica funci¨®n en la vida, la reproducci¨®n de la especie, no necesitaban nada m¨¢s. Y pobre -doblemente pobre- de la que pensase que necesitaba algo m¨¢s, o que simplemente pensase.
Y es desde todas estas armas ideol¨®gicas, morales y religiosas, sexistas y patriarcales, desde las que de una forma particular la iglesia cat¨®lica y sus militantes -muchos de ellos, en plena ofensiva trentista, o sea, de vuelta al Concilio de Trento- han potenciado y defendido hist¨®ricamente la violencia de g¨¦nero o violencia dom¨¦stica, el poder del pater, abusando obscenamente y sin complejos, de su situaci¨®n de privilegio en el poder pol¨ªtico, social, educativo, cultural. No son simples an¨¦cdotas al respecto, sino ejemplos entre mil posibles, opiniones como las de San Agust¨ªn o Santo Tom¨¢s de Aquino, que forman parte del corpus de la doctrina cristiana. A saber: "La mujer no ha podido ser hecha en la primera producci¨®n de las cosas porque la mujer es un macho mal conseguido... y nada defectuoso ha podido hacerse en el primer momento..."; "No puede haber sido hecha en el primer momento de la creaci¨®n porque sujeci¨®n y limitaci¨®n son el resultado del pecado, y a la mujer se le dijo despu¨¦s del pecado: 'Estar¨¢s bajo el poder del hombre" (G¨¦nesis, 3, 16), cita de Santo Tom¨¢s de Aquino (Suma Teol¨®gica). Es esta doctrina patriarcal precisamente, la que ha potenciado y cultivado una tradicional misoginia en la iglesia cat¨®lica, que ha llevado desde la consideraci¨®n de la mujer como el pecado y la serpiente (o todo lo contrario, la mujer-virgen asexuada), a la prohibici¨®n de la presencia femenina en el sacerdocio, pasando por la tradicional y extendida presencia de la homosexualidad y de hijos naturales -como si alguno pudiera no serlo- en las filas de las jerarqu¨ªas cat¨®licas como consecuencia del obligado celibato eclesi¨¢stico; de una forma vergonzante e hip¨®critamente silenciada hasta la actualidad.
Es por todo esto por lo que son necesarias respuestas -respetuosas y civilizadas, por supuesto, por variar el tono- desde la sociedad civil y desde las organizaciones pol¨ªticas, aunque s¨®lo sea por la dignidad y la libertad de las pobres mujeres que a lo largo del tiempo han sido maltratadas ideol¨®gicamente, acosadas moralmente, y sometidas y castigadas legalmente, sin posibilidad de voz para responder, por instituciones como la iglesia cat¨®lica y su hist¨®rico matrimonio con el Estado.
Y esto, en la historia de la Espa?a contempor¨¢nea, con dos ¨²nicas excepciones: la Constituci¨®n de la Segunda Rep¨²blica espa?ola de 1931, y la Constituci¨®n de 1978, que estableci¨® un Estado no confesional, aunque cada vez lo parezca menos, y al final, a fuerza de no parecerlo, no lo sea ya de facto. Respuestas desde la responsabilidad ciudadana y democr¨¢tica, desde el compromiso con la defensa de los derechos humanos fundamentales, entre ellos, el derecho irrenunciable -despu¨¦s de m¨¢s de dos siglos de Ilustraci¨®n y de revoluci¨®n liberal- a la innegociable y absolutamente necesaria laicidad de lo p¨²blico, del Estado y de la escuela pagada con nuestros impuestos. Una escuela en la que no se puede consentir la presencia violentamente obligatoria de una religi¨®n -de cualquier religi¨®n, de cualquier secta, de cualquier dogma- que debe quedar de una vez para siempre en el ¨¢mbito de la privacidad, pero nunca m¨¢s actuando en y desde la esfera p¨²blica.
Nunca m¨¢s en sagrado v¨ªnculo matrimonial con el Estado, para el que, afortunamente, existe el divorcio, tambi¨¦n a estos efectos. Y tambi¨¦n, cada vez con m¨¢s urgencia, a efectos econ¨®micos, porque el dinero p¨²blico no puede ya dedicarse en el siglo XXI a subvencionar ning¨²n tipo de fe -que se la deben pagar sus fieles-, sino a contribuir al desarrollo de la Raz¨®n.
Ana Aguado es profesora de la Universitat de Val¨¨ncia.
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