Viernes de urgencias
El mayor centro sanitario de M¨¢laga atiende a unos 100.000 pacientes cada a?o
Exactamente a medianoche lleg¨® la ambulancia, sin sirenas. ?A qui¨¦n tra¨ªa? Se apartaron los que fumaban a la puerta de Urgencias, desaparecieron sus sombras, muy negras sobre la pared naranja del t¨²nel de acceso. Y, en el mismo momento en que el m¨¦dico abr¨ªa la ambulancia, entraban en la sala de recepci¨®n una muchacha de 20 a?os y su novio. ?Qu¨¦ pasa? A la muchacha, que parece sana y de muy buen humor, le han sacado un diente y no deja de sangrarle la herida. No se separan de los enfermos los acompa?antes, que eluden la sala de espera de la entrada y la del interior del servicio. En la sala de recepci¨®n acompa?antes y enfermos aguardan en sillones tapizados en pl¨¢stico negro, y la mesa de los m¨¦dicos, una especie de tribunal sumar¨ªsimo, se a¨ªsla detr¨¢s de un biombo: hab¨ªa quien se impacientaba viendo a los m¨¦dicos hablar y escribir. ?Qu¨¦ hacen? Discuten historiales cl¨ªnicos, comprueban resultados de an¨¢lisis, y, a la velocidad que las circunstancias exigen, establecen en un golpe de vista jerarqu¨ªas de gravedad entre los enfermos y los da?ados y doloridos.
Todo est¨¢ limpio y en orden, todo fluye en el mundo gris, ocre y blanco narc¨®tico
Los pitidos de los monitores s¨®lo los o¨ªmos cuando algo va mal, dice un m¨¦dico
Llegan insuficiencias respiratorias, cardiacas, la vida insuficiente, el organismo insuficiente
Los m¨¦dicos de la mesa de recepci¨®n est¨¢n considerando el caso del indigente epil¨¦ptico. Se sabe que ha pasado tres noches en la sala de espera del exterior, donde s¨®lo buscaba refugio para dormir. A la tercera, sufri¨® un ataque. No ha visto la medicaci¨®n en su vida, dice la m¨¦dico. Ha incumplido todos los tratamientos. Ahora duerme en una camilla, en el siguiente eslab¨®n en la cadena de Urgencias, Cuidados de Enfermos, muy semejante a una sala de conferencias o de subastas o de reclutamiento para un ej¨¦rcito extra?o. Aqu¨ª van arribando camillas, ancianos, los incesantes ancianos, el pavoroso muestrario de colores de sus caras vencidas, medallas o estatuas de s¨ª mismos, con los ojos firmemente cerrados, concentrados en vivir, o en morir, ese dif¨ªcil e ineludible compromiso. De un amarillo naranja es la piel del anciano en silla de ruedas, embutido en una bata se?orial, muy recto y muy silencioso, como un rey conducido al exilio por un s¨¦quito de tres acompa?antes. En camilla aparece una se?ora blanqu¨ªsima, la cara del color del pelo muy blanco y peinado, como si la realidad terrible fuera una magn¨ªfica maquilladora. Tiene 85 a?os. Una medicina le ha ralentizado el coraz¨®n, tan lento ahora que parece que la pausa entre latido y latido fuera a hacerse infinita.
Entonces el celador pide a la acompa?ante de la anciana que salga de Cuidados y vaya a la sala de espera para acompa?antes. Otros han salido ya y una chica dice a gritos, desde la puerta, al fondo, ?Venga! ?Vamos! El novio le responde desde la primera fila: ?Es que soy yo el m¨¦dico? Hablan con esa voz que se pone para gritar en voz baja, si esto es posible. Dos doctoras, de pie, r¨¢pidas, urgentes, mueven papeles en la mesa. La acompa?ante de la se?ora p¨¢lida dice que no piensa dejar sola a su madre, que puede caerse de la camilla, aunque la camilla tenga barras de protecci¨®n. La se?ora permanece absolutamente inm¨®vil, como muerta. Si se cae, ?es responsable el celador?, dice la hija. El hospital es responsable, dice el celador. ?El hospital! Muy bien, dice la hija, no me voy. Y se sienta en una de las sillas destinadas a los enfermos. No me voy hasta que baje el director del hospital y asuma la responsabilidad, sentencia con imperturbable celo filial.
Pero el indigente epil¨¦ptico, muy grande, ancho, abombado, rojizo, desborda la camilla y no hay barras que lo sujeten. ?Se desplomar¨¢? Quiere levantarse, son¨¢mbulo, con apariencia de bebedor desvencijado, y quiz¨¢ sea verdad que ha bebido. El m¨¦dico lo ayuda en¨¦rgicamente a echarse otra vez, y ¨¦l se resiste, con los ojos cerrados, combatiendo en sue?os. Una camilla sale con la se?ora p¨¢lida, y no se ve a la hija, que tal vez aguante en la silla usurpada en la sala de Cuidados. Y otra camilla la sigue, vac¨ªa, con un paraguas sobre la s¨¢bana blanca. No parece enfermo el paraguas, espl¨¦ndido, una imitaci¨®n de Louis Vuitton, o un genuino Louis Vuitton. Es el paraguas del indigente son¨¢mbulo y luchador. ?Menudo paraguas!, dicen los testigos, y el paraguas contin¨²a su viaje hacia el almac¨¦n donde se guardan las pertenencias de los pacientes. ?Un momento!, dice una enfermera, y le entrega a la celadora un sobre blanco. Es la dentadura de la se?ora que acaba de salir. El sobre blanco es depositado en la camilla. En la camilla de Urgencias viajan juntos la dentadura y el paraguas.
Urgencias es un laberinto esquem¨¢tico. Quien llega por primera vez no sabe nunca exactamente en qu¨¦ punto se encuentra, y pierde pronto el sentido de la hora exacta. Es efecto de los colores, una mezcla aturdidora de ocres, grises y blancos siempre repetidos: uno incluso puede extraviarse sin moverse del sitio, o conducido por el automatismo del hospital, si es que la gravedad de su situaci¨®n no lo env¨ªa directamente al quir¨®fano. Cortinas blancas protegen las camas dispuestas en semic¨ªrculo en las dos salas de observaci¨®n, aunque, por miedo o respeto, aqu¨ª nadie mira a nadie. Los pitidos de los monitores avisan del funcionamiento de los corazones, pero no los o¨ªmos, estamos acostumbrados al zumbido, s¨®lo los o¨ªmos cuando algo va mal, me dice el m¨¦dico. Veo torsos desnudos, o cuerpos cubiertos hasta la barbilla, de ancianos, porque con la superstici¨®n de que somos inmortales la muerte ha dejado de ser algo aceptado, familiar, y hay un momento en que las gl¨¢ndulas y todos los ¨®rganos son insuficientes y a Urgencias llegan insuficiencias respiratorias, card¨ªacas, suprarrenales, la vida insuficiente, el organismo insuficiente. Una anciana despierta de pronto. A sus hijos, mayores tambi¨¦n, les han dicho que se vayan a dormir a casa, que vuelvan ma?ana. Los p¨¢rpados amarillos se abren fulminantemente, la anciana chilla, quiz¨¢ ha perdido el control de la voz que usa poco, o es sorda: ?A qu¨¦ hora pueden volver?
La noche ha ido cayendo. Se ha vaciado el semic¨ªrculo de sillones tapizados en pl¨¢stico, de sala de estar en el extrarradio, junto a armarios sin puertas llenos de jeringas y gasas. Han quedado libres todas las mascarillas de ox¨ªgeno, menos una. Un se?or lleva todo el d¨ªa en el sill¨®n, aspirando ox¨ªgeno extra, recuper¨¢ndose para volver a su casa, recibiendo suero por v¨ªa intravenosa. El m¨¦dico le dice que, si le parece, lo va a acostar. Estoy bien, dice el hombre. Espero a que me den la manzanilla que dan a estas horas y me voy. ?Puede ponerse de pie? El m¨¦dico quiere reconocerlo. ?Y me pierdo la manzanilla?, dice el hombre a trav¨¦s de la mascarilla de pl¨¢stico. Hay que cruzar la sala, y el enfermo se tambalea, se asfixia. El m¨¦dico lo acompa?a con la bolsa de suero. Usted no est¨¢ para irse, dice el m¨¦dico. Tiene el hombre las piernas hinchadas, y un pijama rojo bajo los pantalones, y pantorrillas l¨ªvidas, y dos tatuajes en el pecho, una mujer y unos signos emborronados. Son de ?frica, de Marruecos, de antes de que t¨² nacieras, le dice al m¨¦dico el enfermo. Ha sido pintor, se acaba de jubilar a los 72 a?os. Cogi¨® bronquitis en los andamios, por las corrientes, se lo ha dicho un m¨¦dico de la privada. Se dio cuenta de que hab¨ªa que jubilarse cuando fue a pintar con el rodillo de 25 cent¨ªmetros y no pudo moverlo y tuvo que coger el rodillo de 18. Se acab¨®. Tiene una neumon¨ªa.
Un caballero, en la cama, con el torso desnudo y sensores conectados al pecho, se r¨ªe con dos amigos y recuerda una reuni¨®n estupenda, en el pasado, a media luz en la Sala de Observaci¨®n casi vac¨ªa. En otra cama, tratan de acostar al epil¨¦ptico indigente, en enormes calzoncillos de otra ¨¦poca, muy nuevos, y ¨¦l sigue resistiendo, son¨¢mbulo y silencioso, semejante al Coloso de Goya.
Cerca de la sala de yesos y curas una se?ora de mediana edad grita, se queja de una pierna despu¨¦s de un accidente leve de tr¨¢fico. Iba un poco bebida y ahora est¨¢ un poco nerviosa, cubierta hasta el pelo por una s¨¢bana. No ha sufrido fracturas, no tiene nada grave. Tiene miedo. Grita: La pierna, la pierna. Est¨¢ entrando en Cuidados de Enfermos otro herido en accidente de tr¨¢fico, un hombre inmenso en mono reflectante con un hematoma en la frente.
Todo fluye, todo funciona en una noche de viernes tranquila, es decir, un d¨ªa de 300 pacientes, algo m¨¢s de 100.000 al a?o, en el principal hospital de M¨¢laga, siempre en obras, ahora tambi¨¦n, readapt¨¢ndose siempre a la realidad, desde la inauguraci¨®n de su primer pabell¨®n en el siglo pasado, en 1956, el Hospital Carlos Haya, llamado as¨ª en honor de un plusmarquista mundial en vuelos de circuito cerrado y h¨¦roe de la aviaci¨®n de Franco abatido en febrero de 1938 en la reconquista de Teruel.
Pero todo est¨¢ limpio y en orden, y uno se mueve libremente, invisible, y nadie tropieza con nadie, y todo fluye en el mundo gris, ocre y blanco narc¨®tico, de colores anodinos, inolvidables y dif¨ªcilmente definibles. Salvo en los casos de accidentes espantosos y perturbaci¨®n instant¨¢nea, los asiduos de Urgencias son ancianos fatalmente ancianos y j¨®venes con dolores intestinales, o de cabeza, o en el pecho, entre la impaciencia y la indolencia, asustados o sin ganas de hacer cola al d¨ªa siguiente en el Centro de Salud. Y acuden tambi¨¦n los solitarios y desamparados incurables, como el se?or que a medianoche llega en la misma ambulancia que acababa de devolverlo a su casa con el alta m¨¦dica. Estaba la casa vac¨ªa y no quiso quedarse solo. Ha sufrido un ataque de p¨¢nico.
El autor agradece la hospitalidad de Miguel Salguero y Gonzalo Bentabol, m¨¦dicos.
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